No es muy frecuente que en la serenidad de un plan de trabajo bien trabado se atraviese la actualidad, la urgencia: si hay una forma de que un espectáculo salga adelante, una forma única, esa es acotando los imprevistos hasta arrinconarlos y reducirlos a su mínima expresión.
Un cantante puede romperse una pierna y cancelar; un camión puede accidentarse y perder la escenografía en el último segundo. La catástrofe está a la vuelta de una esquina que, sin embargo, el equipo ha logrado medir y situar a una distancia prudencial del desastre absoluto. Así, siempre hay un momento en que parece que las cosas no llegarán a buen puerto; pero esta sensación convive con la certeza de que todo acabará saliendo. ¿Sobresaltos? Sí, pero bajo control.
Das Rheingold, el oro del Rin que se estrena hoy en Oviedo por primera vez en su historia operística, tiene un vorspiel de apertura de 136 compases y un solo acorde. Es un mi bemol mayor que se va construyendo en el foso hasta estallar, en este caso, en la voz de María Eugenia Boix, nuestra Woglinde. Así hasta que, rozando las 21.30 de la noche y enfangados en el Walhalla, demos por concluido el estreno tras dos horas y media del Wagner más magistral.
Parecerá que, como siempre que lidiamos con Wagner, algo hay de imponderable, de que todo puede ir mal de pronto. Quizás sea así, pero a la salida del ensayo general, donde se supone que todo está ya atado y bien atado, lo que se escucha es más bien un suspiro de alivio por que la función está, en fin, lista para comenzar.
Esta seguridad que reina en los teatros habitados por gente con oficio, falsa pero suficiente como para tirarse a la piscina, permite atreverse con osadías de distinto calibre, entre las cuales el Anillo del Nibelungo es, probablemente, la madre de todos los retos. Así ocurrió a finales del año pasado en Buenos Aires, donde en su Teatro Colón se realizó una accidentadísima adaptación de la tetralogía entera para representarla en 9 horas y media seguidas, o en el Met, donde una escenografía de 35 toneladas casi les echa abajo el teatro.
Algo tiene Wagner que siempre que se representa lleva los límites un paso más allá, en que destroza esa serenidad que brindan los ensayos bien pautados y los pasos firmes y seguros de todo un equipo: esos 136 compases que todo lo empiezan no son más que el aperitivo de un apogeo rompedor, novedoso, único y que, desde el patio de butacas, genera unas sensaciones que nadie ha logrado igualar.
Compuesta a lo largo de 20 años, la Tetralogía es un milagro del orden mental en el que entran y salen personajes acompañados por la más compacta de las partituras, con referencias a su propio futuro y a su propio pasado que generan un orden, un lenguaje y un mundo únicos. Wagner te agarra por la chaqueta y no te suelta; Wagner no te pedirá nunca que seas un experto, un espectador, un sabio o un literato: te va a obligar, compás a compás, a que vuelvas a inventarlo y a entenderlo todo a su manera durante el tiempo en que tenga tu atención. A que vivas, respires, comas, duermas, ames u odies a su antojo y según sus reglas.
No hay momentos culminantes ni arias. No hay un cronómetro que lleve hasta el Libbiamo de Traviata; al Nessun dorma de Turandot; al Casta diva de Norma; a La donna è mobile de Rigoletto; al sexteto de Lucia di Lammermoor. Esto empieza y acaba, es una unidad indivisible y potente que pone la épica al servicio de todo lo demás: no valen medias tintas y el público de Oviedo lo sabe. Que hay que entrar descansado, comido y con las necesidades hechas porque vas a pasar las próximas dos horas y media de tu vida clavado en un asiento sin descanso o escapatoria posibles.
Pero ¿por qué? Si los que tenemos las pezuñas aquí metidas ya solemos preguntarnos por qué vale la pena hacer los esfuerzos que requiere sacar adelante una ópera, y Wagner, para más inri, exige una resistencia (física, mental, emocional) similar al patio de butacas… ¿Por qué? ¿Por qué ir a vivir un Rheingold el último domingo de verano?
No te vas a divertir, no es la palabra. No te vas a entretener, seguramente no te rías. Tampoco llorarás. Nadie te va a agredir, y quizás no aprendas nada nuevo. Como alguien dejó dicho, en fin, la oportunidad que hemos tenido es la de recordar algo a menudo demasiado olvidado:
–Wagner no te va a hacer la vida más fácil, pero desde luego, la hará bastante más interesante.