A la espera de cenizas: la soledad del pueblo natal de Gabriel García Márquez

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“Yo me acerqué y le dije: Gabo, ¿por qué no nos regalas un colegio aquí en Aracataca? Fue en 1983. Creo que era la primera vez que él visitaba el pueblo desde que ganó el Premio Nobel de Literatura. Él me respondió en un tono áspero: ‘¿Acaso me ves que tenga cinco o seis colegios en la mano para andar repartiendo?, pídeselos al Estado que es el que tiene la obligación de hacerlos’. Los que estaban allí escucharon esa respuesta y creo que a partir de allí nace una especie de resentimiento entre la gente del pueblo”.

 

Robinson Mulford hizo una pausa y se recostó contra el espaldar de la banca de madera. Su cabello blanco, corto y rizado le confiere una sobriedad que complementa con la exactitud de su dicción. La gente que vive de la literatura, sea escribiéndola o en su caso enseñándola, suele cuidar la precisión de sus palabras. “Creo que no supe formularle la pregunta”, y añadió mientras observaba el pivijay señorial cuyas ramas barbadas dominan el patio trasero de la Casa Museo Gabriel García Márquez: “En ese momento le perdí los afectos pero luego los recuperé, cuando entendí el sentido de su respuesta”.

 

Mulford explica que optó por convertir esta negativa en un ejercicio pedagógico. Durante los siguientes años acudió junto con sus estudiantes a recursos judiciales para forzar al Estado a reemplazar el antiguo colegio, que tenía techos de asbesto, un material cancerígeno. Luego de casi siete años de esfuerzos lo consiguieron. El nuevo se llama Colegio Gabriel García Márquez.

 

Mientras Robinson Mulford y sus estudiantes entablaban esta batalla burocrática por cambiar las instalaciones del plantel educativo, en Colombia nacía cierta animadversión hacia Gabriel García Márquez. Su autoexilio de 1981, motivado por las sospechas de una persecución anticomunista por parte del gobierno del presidente Julio César Turbay (y de un ejército nacional que desde hace más de medio siglo asume criminalmente las funciones de detective, fiscal, juez y verdugo), produjo las primeras fricciones. Sin que fuera una reacción generalizada, sus treinta y tres años de permanencia en el exterior no hicieron sino exacerbarlas.

 

La dimensión cada vez mayor de su prestigio y presencia internacional, en un país con tan pocas figuras destacadas a nivel mundial, también motivó una reacción contradictoria: una mezcla de orgullo nacionalista y complejo de abandono.

 

Cuarenta y cinco minutos antes de la hora fijada para el sepelio simbólico, nadie sabía si éste podría llevarse a cabo. Hacía meses no llovía en Aracataca, el pueblo de 25.000 habitantes situado al costado occidental de la vía de dos carriles que comunica la costa caribe con el interior del país. Ahora, un acalorado aguacero tropical tumbaba los frutos y las ramas del mango sembrado frente a la Casa Museo Gabriel García Márquez, de manera que el pavimento de la calle donde se celebraría la ceremonia estaba repleto de charcos, hojas y peloticas amarillas.

 

“Aquí prácticamente no llueve desde noviembre, y mira”, dijo Carlos Eduardo Manrique, un joven periodista de familia cataquera a quien García Márquez le concedió la última entrevista de su vida. Algunos periodistas esperábamos de pie hasta que escampara bajo el alero de la cafetería La Hojarasca, un establecimiento vecino al museo. Manrique era el único que para cubrir el evento vestía una camisa planchada y un pantalón de dril. Para él se trataba de un asunto personal. Estaba despidiendo a un conocido ilustre. Observó a su alrededor: “En alguna ventana de este pueblo debe estar Isabel viendo llover en Macondo”.

 

En el año 2006 hubo un referendo para que Aracataca cambiara su nombre a Aracataca-Macondo. Ganó el , pero el quórum resultó insuficiente para que el cambio fuese oficial. Tan sólo aconteció en pancartas que la alcaldía colgó a la entrada del pueblo: “Aracataca-Macondo, tierra Nobel: Bienvenidos al mundo mágico de Macondo”. Los nombres que aluden a la vida y obra del escritor son ineludibles allí: “Residencias Macondo”, “La tienda de Amaranta”, “Hospital Luisa Santiaga Márquez”. Los niños conocen a los personajes de Cien años de soledad como si fuesen protagonistas de cuentos infantiles. Sin haber leído la novela narran de memoria la historia del coronel Aureliano Buendía o de Remedios la Bella.

 

Desde la mañana del lunes 21 de abril, horas antes de que iniciara el sepelio simbólico, un grupo de mujeres vestidas de blanco recorrió las calles pegando sobre las paredes de las casas vecinas mariposas amarillas de papel. Otras mariposas, de espuma y origen incierto, aparecían sobre las aceras. De algunas ventanas colgaba la bandera de Colombia. Los guías turísticos vendían fotografías históricas del escritor, los periódicos que anunciaron su fallecimiento y camisetas de la selección colombiana de fútbol con el rostro de Gabo estampado en el pecho. Cuando comenzaban a llegar al Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México los miles de lectores que se reunieron en el homenaje póstumo transmitido por televisión, en Aracataca escampó; pero el mal tiempo había bloqueado la señal inalámbrica, por lo que tan sólo se trasmitió una parte del evento.

 

El sepelio simbólico arrancó frente a la Casa Museo. Los dos costados de la calle fueron acordonados por veinte policías que escoltaban a los forasteros perfumados y a los invitados de honor que llegaron de Santa Marta, la capital departamental. Entre ellos estaban el secretario de Cultura del departamento del Magdalena; la madre del gobernador, que asistió al evento en representación de su hijo; un coronel del ejército cuya esposa parecía resuelta a ocupar un lugar protagónico ante las cámaras de los periodistas; y, vistiendo guayaberas de lino o prendas Hugo Boss, algunos cantantes emergentes de vallenato (el género colombiano predilecto de García Márquez, que tiene dos corrientes: una caribeña tradicional de acordeoneros y trovadores errantes; y otra bling, con afinidades paramilitares e influencia narcotraficante, cuyo máximo exponente, Diomedes Díaz, estranguló a su amante).

 

A los organizadores, es decir los funcionarios y amigos de la Casa Museo Gabriel García Márquez, no les resultó fácil conservar el protagonismo y recibir los créditos por el evento. Los recién llegados pretendían que el profesor Robinson Mulford, por ejemplo, no pronunciara una elegía que llevaba días afinando.

 

La procesión llevaba una urna de vidrio donde había algunos mensajes de despedida escritos por los organizadores locales e invitados de Santa Marta. Dio una vuelta al pueblo antes de terminar en una misa fúnebre celebrada en la iglesia de la plaza central. Encabezaban el cortejo los estudiantes del Colegio Gabriel García Márquez que, además de fotografías de Gabo y flores amarillas, llevaban pancartas alusivas a las controversias más agudas que generó en Colombia la vida y muerte del escritor: su ideología comunista y no haber construido obras públicas en Aracataca.

 

Uno de los mensajes fue una respuesta directa al tuit de la senadora electa María Fernanda Cabal, miembro del partido del ex presidente de ultraderecha, Álvaro Uribe Vélez. Era una foto de García Márquez sonriendo con Fidel Castro, y encima el comentario: “Pronto estarán juntos en el infierno”. El cartel que llevaba una niña cataquera decía: “La doctora María Fernanda Cabal no sabe quién fue Gabo… Quien sí sabe (entre muchos) es el presidente de la primera potencia mundial… y no es colombiano, ¡qué pena!”.

 

Otro letrero rezaba: “Quienes le reclaman obras a Gabo para Aracataca pierden de vista intencionalmente que el maestro no fue gobernante”.    

 

“No, yo no fui a eso. No me gustó. Yo no soy hipócrita”, respondió de inmediato María Palomino (La Santa, para sus amigos) mientras se acomodaba sobre el cubre lecho de su cama doble. La luz era tenue y azulada en su habitación de paredes aguamarina, pues las cortinas estaban corridas para protegernos del sol de mediodía. Un pequeño televisor de tubo catódico coronaba una estantería de cajones donde guardaba su ropa. “A la gente hay que hacerle homenajes cuando está viva. Si no, no vale”. 

 

La Santa es una mulata de sonrisa fácil, y lengua vertiginosa y franca, que a pesar de estar llegando a la medianía de los cuarenta años tiene las piernas tonificadas a fuerza de pedalear su bicicleta de sol a sol. Va de una esquina a otra regalando mangos que recoge en este pueblo donde los frutos caen de las ramas como el maná bíblico; pero se gana la vida vendiendo bolsas de agua: un negocio informal que no sería tan rentable en un lugar que tuviese acueducto.

 

Con la muerte de Gabriel García Márquez se reinició una polémica recurrente en la historia de Aracataca: a pesar de que varias veces hubo partidas presupuestarias para construir el acueducto, la obra nunca se terminó. En octubre del 2013, el presidente Juan Manuel Santos debía inaugurarlo, pero debió cancelar el acto porque se comprobó que faltaba el 30% de la obra. El 23 de abril su ministro de Vivienda, Luis Felipe Henao, anunció que estaba cumpliendo con el compromiso adquirido con el pueblo, pues el agua llegaba cada día de por medio durante veinticuatro horas. Sin embargo, en los cinco días que permanecimos en Aracataca, los periodistas que hicimos este trabajo comprobamos que apenas llegaba unas pocas horas cada día de por medio; quizás cinco, pero de ninguna manera eran veinticuatro.

 

“Aquí vivía un artista holandés, Tim Buendía, que abrió un hostal para turistas allí a la vuelta”, dijo La Santa. “Un día le hicieron una entrevista para la televisión y él dijo que por no haber acueducto tenía que bañar a su hija bebé con el agua de las bolsas que me compraba. A raíz de esto la gobernación le quitó las ayudas que le brindaba para mantener el hostal y tuvo que marcharse. A mí me dolió su partida. Los políticos son la plaga de este pueblo”, concluyó.

 

La Casa Indígena de Aracataca fue adecuada para albergar a los arhuacos y kogis que habitan en la Sierra Nevada de Santa Marta, a aproximadamente 40 kilómetros del pueblo. Decenas de ellos bajan de la formación montañosa litoral más alta del mundo, el ombligo de la tierra para sus culturas, y venden en Aracataca artesanías y café. “Pero esta casa está acabada, no más mire”, dijo Leida Lizcano, la persona encargada de cuidarla. Leida tenía una parcela en la Sierra Nevada, pero tuvo que huir desplazada luego de que los paramilitares al mando del señor de la guerra Rodrigo Tovar Pupo, alias Jorge 40, mataran a su cuñado en un retén improvisado. Vendió todas sus pertenencias y se mudó a Aracataca.

 

“En diciembre debían pintar la casa, pero nunca se vio el resultado de esa plata. Todo lo que llega a la alcaldía se lo roban”, dijo mirándome fijamente con sus ojos verde oliva.

 

Recorrimos los espacios vacíos de los cuartos mientras ella señalaba con sus brazos gruesos las paredes peladas y los techos debilitados. “Esta no es casa para los indígenas”, añadió.

 

“¿En Aracataca alguna vez han tenido un buen alcalde?”, pregunté. Ella rió.

 

“El problema acá es la compra de votos”, dijo. “Yo creo que al menos la mitad de la gente vende el voto cuando hay elecciones. Un voto aquí vale entre treinta y cincuenta mil pesos [entre quince y veinticinco dólares estadounidenses]”.

 

Entonces recordé una anécdota que me contó el periodista Gonzalo Guillén, corresponsal en Colombia del Nuevo Herald de Miami hasta el año 2009: “Durante uno de los cubrimientos electorales que hicimos, averiguamos que el senador conservador Roberto Gerlein había comprado votos en Aracataca para que lo reeligieran al senado, pero cuando la gente fue a comprar algo con esos billetes resultaron ser falsos, y la gente le cogió bronca. En las siguientes elecciones empezó a repartir tejados para las casas y roscas para los inodoros, no obstante la gente ya estaba predispuesta contra él y no ganó en Aracataca. Entonces mandó a una gente para que recogiera todos los tejados y las roscas que había repartido”.

 

“No había escuchado que eso hubiera pasado acá, pero sí, es posible. Pudo ser antes de que yo llegara”, dijo Leida. “El dueño de este pueblo es un político llamado Jaime Serrano, que tiene plantaciones de palma africana en toda esta región. Él es el que pone todos los alcaldes”.

 

Algunos, sin embargo, se empeñan en culpar a Gabriel García Márquez. “Se murió y no fue capaz de regalarle un acueducto a Aracataca”, dijo un tuitero poco después de haberse anunciado el fallecimiento del escritor. No fue el único.

 

“Me ha extrañado ese fervor tan exacerbado en Colombia por su muerte”, dijo Piedad Bonnett, poeta y novelista colombiana que recibió el IX Premio Casa de América de Poesía Americana, entre otros galardones. “En este país mucha gente no sentía cariño hacia él, sino reclamo, pero los escritores no tenemos la obligación de hacer esas cosas [obras públicas]. Creo que García Márquez estuvo muy alejado de la acción en Colombia. Además, tampoco tiene que hacer lo mismo que Shakira o que Juanes. Lo que me pregunto entonces es, ¿a qué obedece este despliegue que hemos visto? No sé si es algo patriótico, de orgullo nacional, o una reacción sentimental. No es algo a lo que tengamos la respuesta, sino que debemos plantearlo como un interrogante. Es muy paradójico”.  

 

“Usted que es periodista, ¿qué ha oído? ¿Van a enviar al menos un poquito de sus cenizas?”, me preguntaban con insistencia los cataqueros. Fue un tema omnipresente en el pueblo durante los días que hicimos este reportaje. Desde que el presentador de televisión José Gabriel Ortiz, actual embajador de Colombia en México, anunció que podrían dividirse las cenizas de Gabriel García Márquez entre Colombia y México, los cataqueros han masticado la expectativa de erigir un mausoleo con sus restos.

 

El departamento del Magdalena, en el que se encuentra Aracataca, registró en 2012 un índice de pobreza de 52,3%, y 17,4% de pobreza extrema, según cifras de la gobernación. La esperanza del turismo es para muchos su segunda oportunidad sobre la tierra, y lo único que puede activarlo en Aracataca, un pueblo sin playas ni atractivos ecológicos, históricos o arquitectónicos, es la imagen de Gabriel García Márquez, materializada en un monumento fúnebre.

 

El lunes 21 de abril a las seis de la tarde, cuando en Aracataca terminaba el sepelio simbólico, en Ciudad de México comenzaba el homenaje que los presidentes de Colombia y México le rendían a García Márquez. Los cataqueros que observaban el evento en el televisor de plasma de la cafetería La Hojarasca expresaban una amarga mezcla de esperanza e indignación. Una vez más los ojos del mundo estaban volcados sobre otra tierra. Los restos de su hijo más célebre reposaban a 3.600 kilómetros de distancia.

 

Aracataca fue fundada en 1885 y su primer auge económico lo produjo el banano, a principios de siglo XX. En la autobiografía de García Márquez, Vivir para contarla, el escritor describe la decadencia en la que cayó la región cuando la United Fruit Company cerró sus operaciones. Desde entonces, el arroz y el comercio la mantuvieron en un precario equilibrio. No ha sido sino hasta ahora, casi un siglo más tarde, que las controvertidas plantaciones de palma africana reactivaron el mercado laboral.

 

En Colombia, desde los años noventa, la palma africana ha sido en muchas regiones un cultivo sembrado en latifundios agroindustriales, que agrupan antiguas parcelas de campesinos desplazados por los grupos paramilitares durante la guerra civil. El departamento del Magdalena, que fue azotado por el Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia, no es una de las excepciones en esta lógica de despojos. Sin embargo, la palma constituye la principal fuente de empleo para los jóvenes del pueblo. Es, como en el pasado lo fue el banano, una ventaja a medias.

 

Efrén Rodríguez, un joven de 26 años, compañero sentimental de Juliet Palomino, la hija de La Santa, nos recibió en la puerta de su casa. Su torso musculoso y bronceado da cuenta de unas largas jornadas de trabajo bajo el sol caribeño, en las plantaciones de palma africana. “La mayoría aquí vivimos es de eso, trabajar la palma”. Le pregunté si había leído algún libro de García Márquez. Efrén sonrió mientras sacudía la cabeza: “Acá, como dicen, todo es trabajar”.

 

“No, tampoco fui a esa procesión que hicieron”, respondió cuando le hice la siguiente pregunta. “Es que por la mañana tuvimos otro entierro”. 

 

En efecto, a las once de la mañana, cinco horas antes de que se iniciara el sepelio simbólico, los periodistas que realizamos este reportaje escuchamos un estruendo urgente de pitos de motocicletas. Luego las vimos doblar la esquina del restaurante donde tomábamos un café. Eran al menos dos docenas de vehículos que encabezaban una fila extensa de enlutados. En un momento llegamos a pensar que era un homenaje espontáneo de los cataqueros comunes al escritor, pero sus expresiones de dolor eran demasiado auténticas para corresponder a un acto de esa naturaleza. Entonces vimos el féretro que llevaban en hombros ocho jóvenes solemnes.

 

Más tarde averiguamos que el muerto era Leonardo Fernández, un vecino de 19 años que se accidentó en su motocicleta el día anterior, a las cuatro de la mañana, mientras regresaba de una población cercana luego de hacerle una visita a su novia.

 

“Su familia quería enterrarlo en la tarde”, nos explicó al día siguiente La Santa, “pero no pudo hacerlo porque estaba programado el otro evento. Entonces pidieron que hicieran una misma ceremonia para los dos, Leonardo y García Márquez, pero el cura dijo que no. La familia tuvo que pagar los setenta mil pesos que costaba la misa [35 dólares estadounidenses]”. Es una cifra onerosa para una familia de escasos recursos.

 

Ninguno de quienes asistieron al sepelio de Leonardo Rodríguez participó en el que se hizo para honrar a Gabriel García Márquez. Durante la procesión que organizó la Casa Museo, muchos cataqueros se quedaron en las aceras, observando la fila compuesta por los estudiantes de colegio y su banda de música marcial; pocos marcharon con los forasteros de Santa Marta y la policía. Daba la impresión de ser un espectáculo un tanto distanciado de la vida corriente de Aracataca. Se ajusta a la relación que tiene la mayor parte del pueblo con la imagen del escritor más importante en la historia de Colombia: se reconoce su importancia, pero ésta le resulta un tanto lejana. 

 

 

 

 

Alejandra Ariza es una fotoperiodista colombiana con base en Montreal. Su interés fotográfico gira en torno a la exploración de problemas sociales en comunidades desfavorecidas. Cuenta con un diplomado en fotografía en la escuela Marsan de Montreal, y una licenciatura en Economía y Estrategias de Desarrollo de la universidad Bordeaux IV en Francia. En 2013 trabajó en Suráfrica para documentar las dificultades de los que viven en Soweto.

 

 

 

Santiago Villa Chiappe es un periodista colombiano que ha colaborado con medios latinoamericanos, africanos, estadounidenses y europeos. Es columnista semanal del diario El Espectador (Colombia) y fue galardonado en el 2011 con el Premio Nacional Simón Bolívar de Periodismo por Mejor Investigación para Televisión. Ha escrito para medios como la Gatopardo (México), Poder (Perú),La Tercera (Chile), El Universo(Ecuador), Sunday Times (Suráfrica) o las revistas Semana y  Arcadia (Colombia). Dirigió el documental Rafael Correa: Retrato de un padre de la patria (2012), sobre la corrupción en Ecuador. En Twitter: @santiagovillach

 

 

 

 

 

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