
Quizá lo que más me llamó la atención del debate de ayer en el Congreso fue el ruido. Siempre he pensado (todos lo pensamos, creo) que la legislatura que llegaba iba a ser divertida, y de momento lo es, pero nunca pensamos en el ruido. Uno de los efectos de este nuevo tiempo político es que la Cámara Baja ha pasado de ser (oye, a lo mejor, con el tiempo, cambia: el cambio) un café vienés a un bar de polígono a la hora de comer. En la pasada legislatura, y en las anteriores, era como si alguien pusiera música en el hogar mientras cada miembro de la familia se dedicaba a sus quehaceres: la lista de la compra, el Facebook, el Candy Crush… Todo muy frío e individualista y capitalista. Hogar, dulce hogar. Ayer hubo música, y besos y gritos: una fiesta. Yo vi diputados escandalizados por el volumen y hasta me imaginé a los ujieres echando serrín en el suelo, por si acaso. Casi todo el ruido era Pablo, que se estrenaba muy agitado, tanto que hasta Errejón, asustado, parecía hundir la cabeza en el respaldo de su pupitre. A Pablo le hubieran pedido que se marchara de un café vienés, no así a Rivera. A Tardá, ese parroquiano al que se le permiten (cómo no) ciertos excesos, ni siquiera le hubieran dejado entrar con esa fama. Pero incluso Juan parecía molesto por el ruido. Más allá de la animación podría ser que de instalarse en el Parlamento sus señorías acabasen pidiendo algo de sosiego, de camino, eso dicen (o eso pretenden algunos), a unas Cortes danesas. Mal hemos empezado. Yo escuchaba el ruido, el jaleo, y me acordaba de aquel hombrecillo español al que retrataba Camba. El hombrecillo («débil y violento») que grita, agita los brazos, patalea y vocifera. Y no hay manera de calmarle. Dice el escritor gallego que «un pueblo serio y fuerte no arma esos escándalos inútiles», y en esa definición de pueblo puede que esté el quid. Esa es la cólera de España, no la de Dinamarca. La del pobre hombre que dice ser La Gente, el Pueblo. Menuda gente (menudo pueblo) tiene que ser esa. Yo tengo mis dudas de que Patxi sea capaz de reconducirle, pero lo mejor sería cogerle del brazo y depositarlo en la plataforma del tranvía, igual que hacía aquel hombre de Camba con el hombrecillo que le gritaba por haberse tropezado con él fortuitamente, sacar una perra gorda del bolsillo y decirle al conductor: «Este caballero, a la Puerta del Sol».