Me había prometido ir a visitarle en su retiro de la sierra, y darle una sorpresa, ahora que sabía por amigos comunes que se estaba enredando cada vez más en la tristeza y no le encontraba ya sabor a casi nada. Pero dejé que el impulso se desvaneciera y cuando me quise dar cuenta ya no tenía remedio y ni despedirme pude, porque cuando llegó la noticia de la muerte de Luis Fernando Aguirre yo me estaba yendo a otra parte a esa misma hora de ese mismo día y no había manera de aplazar lo inaplazable suyo y lo aplazable mío.
Con Aguirre (o más bien Hagui, o Agui, que la fonética de los amigos tiene varias versiones para la intimidad) lo pasamos muy bien sobre todo en los legendarios cierres de El País, cuando un cocinero gallego convertía cada cena en una boda en la que no había novios condenados a devorarse y a acabar haciendo del amor fosfatina o favorable calma chicha. Se debatía con pasión de lo divino y de lo humano, de lo que el periódico hacía y dejaba de hacer, de sus aciertos y de sus desconciertos, de sus titubeos y de sus devaneos, de lo que había sido y de lo que estaba siendo. Como un gran animal sensible. Eran noches de periodismo aumentado, entre la primera y la segunda edición, cuando el redactor jefe de cierre (hay toda una tipología del redactor jefe que no vamos a explicar aquí, ni mucho menos a abocetar para que nos echen a los perros, pero Agui los calaba con su mirada de pintor expresionista y socarrón con cero paciencia para la tontería) daba rienda suelta a la jauría de plumillas y confeccionadores (que se esmeraban en que la segunda edición fuera más impecable que la primera, y con las últimas noticias niqueladas) para que se fueran a cenar. Pero también de amores y desamores se hablaba y se reía a mandíbula batiente, que las redacciones, donde pasábamos más tiempo que en otros campos de la vida, daban para todo tipo de errores y desenfrenos, aunque la ley seca y el comedimiento en las pasiones habían descafeinado mucho la edad de oro de la prensa, que en todo caso suele cultivar una épica de la nostalgia que no se compadece con lo que en realidad fue.
A Aguirre, como a quien no está dispuesto a dejar de ser como es para agradar a los jefes o a los iguales, había que aceptarlo tal cual, con su impaciencia y su amor al arte, su vieja escuela de periodismo que no soportaba a los peleles y a los trepas, bronco cuando había que serlo, y después tierno. Tenía la virtud de decir lo que pensaba aunque te incomodara o incomodara a los que tenían más y menos galones. Luego hacía lo que se le ordenaba aunque no estuviera de acuerdo, porque para confeccionador leal al diario independiente de la mañana (que acabó perdiendo el sambenito por aquello de los buenos nuevos tiempos) nadie como él, de la estirpe de Ramón Ariño y otras grandes figuras del cierre de los que yo aprendí que el periodismo es una ética en la que la verdad y la gramática han de ir de la mano, y para que las noticias resulten comprensibles y legibles para todo aquel que de buena fe quiera separar el trigo de la paja, las opiniones de los hechos, han de estar diagramadas con tanta elegancia como bien escritas y fotografiadas.
Ante las bobadas de la modernidad y la tecnología que se ofrecía como la nueva ley de la termodinámica empresarial Agui desconfiaba, como de todo papanatismo, de todo credo no basado en la duda sistemática y la ironía. Ante la velocidad y la pericia de los ordenadores, Aguirre seguía teniendo dentro del alma un tipómetro moral que aplicaba a los comportamientos, a que entre lo que se decía y lo que se hacía no hubiera un abismo ostensible, un baile de máscaras en el que los que se mienten a sabiendas se siguen riendo cuando se quitan el antifaz. Tal vez por eso se sentía libre y veraz cuando dejaba sus útiles de diseñador para ser pintor expresionista, porque buscaba una verdad incómoda, un espejo deformado que fuera tan veraz como el que Valle pensaba que era el único que podría reflejar fielmente la esperpéntica realidad española. Por eso pintaba contra toda esperanza.
Se ha muerto Aguirre y otra vez tenemos que acostumbrarnos a esa desdicha, a esa ley de hierro del tiempo, que siega, nos deja inermes, nos obliga a aceptar lo inaceptable. Aguirre muerto es como cerrar no solo una caja de madera sino un tiempo en el que vibrábamos de lo lindo haciendo aquello en lo que creíamos. Porque con Aguirre yo creí apasionadamente en el periodismo y en la amistad, en aquel País de nuestros amores y desasosiegos en el que vivimos no sé si los mejores años de nuestra vida, pero desde luego unas noches de cierre que nos hermanaron para siempre. Ahora la muerte ha venido a levantar un muro infranqueable, donde lamentarnos, donde protestar, donde llorar lo que no tiene remedio. Que Aguirre ya no vuelva a dar la tabarra con su ética de la belleza y de la razón, de un periódico en el que la verdad entraba por la tipografía y no solo nos lo creíamos sino que lo practicábamos, es un desastre, y así quería contarlo porque no le abracé cuando podía y ahora ya es muy tarde para él y para mí.
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A los que se lleva, la muerte les sella la boca. A los que quedamos nos hace una pregunta que se nos queda muda en la boca para siempre. Es decir, hasta que los muertos seamos nosotros.