Subo la calle Ribera de Curtidores. Las hojas de este otoño han volado, cubren el suelo húmedo de lluvia. En un banco mojado está tendida una mujer envuelta en su melfa. La tomo del brazo; ella se resiste, escuálida. Sonríe. La fragilidad de sus huesos es su única casa. «Una única casa», me digo y me despido. Camino adelante.
En la plaza Tirso de Molina me encuentro con la misma mujer sentada en una silla de ruedas. Gira y gira las ruedas, con los dedos destrozados. Trata de atravesar el muro de un edificio, una y otra vez. Entiendo que lograrlo es cruzar los muros de esta ciudad, de otras ciudades que podemos llamar nuestras, que alguien puede decir: me pertenece; «me pertenece», que significa lo mismo a un lado y otro del Estrecho. Me canso de verla chocar contra la pared, retrocediendo y volviendo a impulsarse. «Busca su casa», me digo antes de abandonar la plaza.
Voy por la acera de los Cines Ideal, pero, al rebasar el Comedor Ave María, no veo el rostro de Aminetu Haidar entre los indigentes que hacen cola para recibir la limosna del desayuno. En la plaza de Benavente, la vuelvo a ver. Está de pie, con su melfa de los últimos días. Sonríe, como la primera vez. No sé si está viva o está muerta. Hace el signo de la victoria. Me acerco a ella. La veré siempre.