André Zucca, el viejecito invisible. Algunos vecinos de París durante la Ocupación

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En marzo de 2008, aún recuperándose de las celebraciones por su reelección como alcalde de París, al socialista Bertrand Delanoë le cayó encima un chaparrón mediático tan inesperado como largo e intenso. Cuando los grandes periódicos nacionales se hicieron eco de la inauguración, en la Biblioteca Histórica municipal, de una exposición de más de 200 fotografías inéditas, tomadas por André Zucca en París durante la ocupación alemana, nada hacía prever la que se avecinaba.

 

Ni reducir al mínimo la publicidad prevista, ni añadir a toda prisa paneles y cartelas contextualizando las imágenes, ni poner de relieve el interés técnico de las fotografías (realizadas con película Agfacolor para diapositivas, una gran innovación en los años 40 del siglo pasado) y de su proceso de digitalización, ni cambiar el título Les parisiens sous l’Occupation por Des parisiens sous l’Occupation, poniendo así el énfasis en que las fotografías solamente reflejan la vida de “algunos” parisinos, fue suficiente para acallar la polémica.

 

Así todo, la exposición no se desmontó antes de tiempo, como llegó a pedir el propio concejal de cultura. Recibió más de mil visitas diarias y aún se puede conseguir el espléndido catálogo, editado por Gallimard, impreso antes de que el artículo indeterminado sustituyera al determinado en el título de la muestra.

 

André Zucca, el fotógrafo, nació en París en 1897, hijo único de una madre italiana, costurera, y de un padre que le dejó huérfano siendo niño sin haberle reconocido. Aventurero, audaz, inconsciente, según su hija Nicole, empieza a hacer fotos en los años 20 y pronto es reportero gráfico para las grandes revistas francesas y estadounidenses. Cuando no está viajando, vive en Montmartre, en el legendario Bateau-Lavoir, con su esposa actriz, compartiendo vecindario con la bohemia artística.

 

En octubre de 1944 es detenido por colaboracionista: durante la Ocupación había trabajado para la revista alemana Signal, y por eso fue el único fotógrafo francés que tuvo a su disposición película en color. Es juzgado y absuelto, aunque, ante la amenaza de que su causa fuera remitida a los tribunales encargados de estigmatizar con la “indignidad nacional” a los reos de la depuración, deja París, se instala en provincias y vive durante años bajo nombre falso, haciendo reportajes de bodas y bautizos. Falleció en 1973.

 

El crimen de indignidad nacional había sido instituido por el general Charles de Gaulle en agosto de 1944, recién liberado París, no como un delito penal sino político. Era juzgado por tribunales civiles de excepción, habilitados para examinar y dictaminar sobre el comportamiento en relación con el enemigo desde que el 16 de junio de 1940 el general Philippe Pétain se hiciera cargo del gobierno de Francia, ya ocupada por los alemanes. Excepto las relaciones de amistad o sentimentales con el enemigo, un amplísimo catálogo de comportamientos era susceptible de ser castigado, desde haber participado en manifestaciones artísticas a favor de la colaboración a haber aportado una ayuda moral a un periódico antinacional. La condena conllevaba privación de los derechos cívicos, civiles y políticos, incapacidades, interdicciones profesionales y otras penas complementarias, como la exclusión de residencia en ciertas zonas. La pena dictada era perpetua, salvo amnistía, gracia o rehabilitación. La amnistía, completa o parcial, les llegó a las 98.436 personas condenadas en enero de 1951.

 

Las fotos de Zucca nos muestran un París hermoso, apacible, con poco tráfico. Pescadores con caña aparecen sentados, o de pie, pacientes, en las riberas del río. Otros se bañan en las piscinas fluviales, otros abarrotan el mercado de viejo de Saint-Ouen. En los bulevares, terrazas animadas y soldados de uniforme entremezclados sin sobresalto con la población. Si no supiéramos que eran alemanes, no nos habríamos dado cuenta de que en París algo ha cambiado. A no ser que les viéramos dirigirse hacia el enorme cartel de las oficinas de la Kommandantur, en la esquina de Ópera con la calle del 4 de septiembre, el mismo edificio que hoy, más limpio, alberga una sucursal de la banca BNP Paribas. O que nos fijáramos en la estrella amarilla que lleva cosida a su abrigo negro y largo la más anciana de las dos mujeres que avanzan por la calle Rivoli. O que leyéramos en el pie de foto que el hombre que cruza el Sena por el puente de la Tournelle hacia la Isla de San Luis, con dos niñas muy serias de su mano, tirando de un carro donde se amontonan enseres. No es un chamarilero dirigiéndose al mercado, sino que perdió todo lo demás en los bombardeos (aliados) de París del 19 de abril de 1944.

 

Un visitante a la exposición escribió en el libro de testimonios su agradecimiento porque había reconocido a su madre pedaleando sobre una bicicleta. La mayoría dejó comentarios más valorativos, que van de “preciosa” a “vomitiva”. Alguno se indignó porque no hubiera instantáneas de la resistencia en acción, o de las detenciones masivas de judíos. Algún otro respondió que ni los resistentes llamaban a los fotógrafos para que les acompañaran cuando iban a cometer un acto violento, ni tampoco los policías franceses les prevenían antes de una redada de judíos. Y también hay quien dijo, quizás recordando el Evangelio de San Mateo (“Si tu ojo derecho te escandaliza, arráncatelo y arrójalo de ti”) o el proverbio popular (“Todo depende del color del cristal con que se mira”) o, porque era profesor de antropología, que la mirada del espectador pesa tanto como la del fotógrafo.

 

¿Qué ve en la terraza del café Le Colisée, en Los Campos Elíseos, retratada a doble página?

 

Un día claro y luminoso. Todas sus pequeñas mesas redondas están ocupadas. Los camareros, vestidos de pajarita negra y chaqueta blanca, esguilan con sus bandejas por los estrechos espacios, sirviendo aperitivos. Acomodados en sus sillas de tijera de espalda y asiento rojos, clientes variopintos charlan, leen el periódico, miran y comentan sobre la gente que pasa ante ellos, por la acera. Por ejemplo, esos dos oficiales alemanes, no demasiado marciales, ni tampoco muy apuestos, que se cruzan con una señora que empuja un cochecito donde se yergue una niña con una vistosa capota de color rosa. En una mesa, detrás de los alemanes, se sientan dos hombres, uno de ellos con la cabeza descubierta, y una mujer. Ella, con un sombrero elegante, se lleva el puño a la boca, mientras los tres parecen seguir con la mirada a los militares.

 

Si su piel fuera más oscura, ella podría ser Noor Inayat Khan, alias Madeleine, operadora de radio del SOE, el Special Operations Executive británico creado para organizar y nutrir las redes de información y coordinar las actividades de los grupos de resistencia en Francia. Única superviviente de la red Prosper, diezmada por la Gestapo a lo largo de ese verano, en agosto de 1943 debía reunirse en la terraza de Le Colisée con dos agentes canadienses, lanzados en paracaídas en junio, y ayudarles a llegar a Alsacia, donde debían reconstruir una de las redes allí desmanteladas. Noor llevaba semanas escapando por los pelos de los nazis, que la buscaban con ahínco. Tenía los nervios a flor de piel y no sería raro que la sola presencia de dos oficiales caminando tan cerca la hubiera amedrentado hasta el punto de tener que acallar una exclamación llevándose el puño a la boca. Sus acompañantes, en cambio, parecen más relajados. Con razón. Noor no sospecha que se trata de dos impostores, agentes de la Gestapo, y que sus verdaderos interlocutores, Pickersgill y Macalister, se encuentren detenidos en la prisión de Fresnes, a la espera de ser deportados a Buchenwald.

 

A Noor no la detuvieron en ese momento. Cayó en octubre. Tras pasar por uno de los centros de interrogatorio en el 84 de la avenida Foch, y un intento de fuga, fue deportada a Alemania y ejecutada en el campo de Dachau en septiembre de 1944. Su emisor y sus claves se añadieron a los que ya utilizaba la Gestapo en un siniestro y eficaz juego de impostura que el jefe del SOE en Inglaterra, Buckmaster, se negaba a aceptar, a pesar de las evidencias, las advertencias y las continuas detenciones en Francia de sus agentes.

 

Durante más de un año, la Gestapo mantuvo activas las comunicaciones con Londres, haciendo creer al SOE que eran sus agentes quienes transmitían. El engaño necesitaba no solamente del transmisor, sus cristales y la clave del operador, sino también de la firma de éste y de una buena imitación de la peculiar forma de transmitir, personal de cada uno. Aún hoy se discute cuántos de estos agentes, una vez detenidos, colaboraron realmente con sus captores; cuántos fingían servir a los alemanes en un inverosímil triple juego ignorado por el SOE y controlado por los servicios secretos del ejército británico; y en qué momento casi todos fueron deportados y asesinados, tras torturarlos.

 

En todo caso, en abril de 1944, la desconfianza de los ingleses había crecido y, con el desembarco tan próximo, el riesgo de que las sospechas fueran ciertas se volvió demasiado grande. Verificar sin lugar a dudas la identidad de Pickersgill, cuyo emisor los alemanes utilizaban para dar noticias de la red en Alsacia y recibir, a su vez, informaciones precisas de los lanzamientos en paracaídas de armas y agentes, y de los planes aliados, se convirtió en una necesidad.

 

Londres decidió que la mejor manera de disipar las dudas era mantener con Pickersgill una conversación telefónica aire-tierra, un procedimiento tan excepcional como arriesgado. Envió el mensaje, fijando fecha y hora para la comunicación y al recibirlo, Kieffer, el responsable alemán del operativo de engaño, ordenó traerle a París desde el campo de Buchenwald, con la esperanza de llegar a un trato y conseguir su colaboración. Por si era necesario utilizar argumentos contundentes, se le llevó a uno de los centros de interrogatorio, en el número 3 de la plaza des Etats Unis, un anodino edificio, muy parisino, donde había vivido por un tiempo la escritora Edith Wharton.

 

La plaza des Etats Unis es, y era, uno de los lugares más caros y distinguidos del selecto distrito 16. Un espacio cuadrangular, tranquilo, entre las avenidas Iéna y Kléber, con jardines y aparatosos conjuntos escultóricos en el centro, sin apenas tránsito. Solamente el que provocan los ribereños. Los invitados del número 11, el hotel de Charles y Marie-Laure de Noailles, contribuían sin duda más que ningún otro a la algarabía. En realidad la mansión, aunque conocida como Hotel Noailles, pertenecía a Marie-Laure, condesa de Noailles por su matrimonio, herencia de su familia Bischoffsheim, judía de origen alemán que hizo fortuna en Bélgica, Estados Unidos y Francia. El hotel, con el jardín amputado, se conserva. Es ahora la sede de la cristalería Baccarat, que lo ha hecho redecorar por Philip Starck, el decorador estrella francés. Marie-Laure, en su día, le encargó lo propio a Jean-Michel Frank, pero cuando éste solamente era una joven promesa.

 

Frank fue uno más de los miembros de la vanguardia artística internacional que deben el primer empujón de su carrera, su fama, o su obra, al mecenazgo más que generoso al que se dedicaron con entusiasmo Charles y Marie-Laure desde el inicio de los años 20. En su jardín estrenó Poulenc el “Concierto coreográfico” Aubade, compuesto por encargo de la pareja, con coreografía de Nijinska, la única que aprobó el compositor; sobre ellos recayó la ira social por haber financiado el rodaje y organizado la proyección pública de La edad de oro, de Luis de Buñuel; Man Ray fotografió a Marie-Laure en múltiples ocasiones y Balthus, Luis Fernandez o Dalí no fueron los únicos que la retrataron. Mallet-Stevens, uno de los arquitectos más sofisticados de la vanguardia, les construyó en Hyères, en la costa de Provenza, la Villa Noailles, restaurada hace unos años por el Ayuntamiento, referencia inexcusable de la arquitectura de entre guerras y cita habitual en los recuerdos de todos sus ahora extremadamente famosos huéspedes (Buñuel, Cocteau, Aragon…)

 

Si para Marie-Laure la vanguardia era fuente de provocación, diversión y pasiones excéntricas, Charles parecía tener un natural más tranquilo. Durante la Ocupación, él se retiró al sur de Francia mientras Marie-Laure, al verse atrapada en el descomunal atasco formado por los parisinos huyendo de la capital declarada ciudad abierta, decidió dar media vuelta, regresar a París y dirigirse a la avenida Gabriel, donde el embajador estadounidense, Bullit, le expidió un certificado declarando su casa de la plaza des Etats Unis bajo protección americana, evitándole así una eventual requisición por el ávido ocupante alemán. Con ese riesgo conjurado, Marie-Laure retomó su ritmo habitual de fiestas y fastos, ampliando el espectro de sus amistades de tal forma que cuando los Estados Unidos entraron en guerra con Alemania año y medio después los nazis se abstuvieron de incomodar a la protegida del enemigo, o de intervenir su propiedad. El jardín siguió acogiendo música y cócteles en las noches de verano, esos veranos de la Ocupación tan cálidos como gélidos fueron los inviernos. Y sus invitados siguieron disfrutando de su opípara mesa, ajenos al racionamiento y la escasez.

 

A unos metros del portalón de entrada a la casa Noailles, en el número 3, el grupo de la Gestapo de Kieffer se empleaba a fondo en convencer a Pickersgill de que se prestara a responder a la llamada de los ingleses y prolongar así el engaño, permitiéndoles mantener activos los transmisores. A pesar de la perspectiva de ser enviado de nuevo al infierno de Buchenwald, el canadiense no cedió y, una noche, intentó huir saltando a los jardines por la parte trasera del edificio. Le alcanzaron dos disparos, fue capturado y reenviado al campo de concentración, donde fue ejecutado en septiembre de 1944.

 

No hay constancia de que a Marie-Laure, si estaba en casa, las detonaciones le hubieran llamado la atención. Ni de si el canadiense llegó a alcanzar su jardín antes de caer de nuevo en manos de sus asesinos, o si fue en sus parterres donde le dieron caza.

 

En realidad, no sabemos qué pensaba Marie-Laure sobre esos nuevos vecinos y su trasiego de vehículos en los que tan pronto transportaban detenidos como sus cadáveres. Como tampoco qué impresión le causó, si es que alguna, el haber perdido a otros de forma repentina. Como los Cahen d’Anvers, por ejemplo, cuyo magnífico hotel, a dos pasos de su casa, fue confiscado para convertirlo en uno de los depósitos de objetos requisados por las brigadas de rapiña de la ERR, la oficina de incautación de bienes mayormente de judíos, pero también de otros ricos de orígenes poco aceptables o comportamiento escasamente entusiasta. Una Cahen d’Anvers, Beatriz, Camondo por su padre, financiero del círculo de los Bischoffsheim, fue detenida con su marido, el compositor Léon Reinach y sus dos hijos, deportados y asesinados. No nos ha llegado ni una línea de preocupación de Marie-Laure, ni un rastro de alguna intervención en su favor ante sus contactos alemanes, ni un lamento por su suerte.

 

Al renovar la Villa Noailles en Hyères se editó un delicioso librito donde se reproduce la que, dicen los autores, es la última foto publicada de Marie-Laure. Ilustra una crónica periodística fechada en mayo de 1968, dos años antes de su muerte. En París, al lado del Odéon, contra un cartel pegado a la pared que llama al meeting permanent, una anciana de piernas esqueléticas, con abrigo Chanel, según el pie de foto, gafas, y un paquete arrugado bajo el brazo, sujeta con manos descarnadas un bolso de firma. Si no fuera por las precisiones del periodista sobre su indumentaria y su afirmación de que llegaba a la zona de la revuelta en coche con su chófer, podría pasar por una indigente. Gran admiradora de Cohn-Bendit, recupera por breve tiempo el apelativo de condesa roja que se había granjeado en 1936, manifestándose puño en alto a favor del Frente Popular.

 

La “indignidad nacional” ha vuelto a la Asamblea Nacional francesa que, por dos veces en seis meses, ha votado en contra de una proposición de ley para recuperarla como pena adicional para los culpables de delitos de terrorismo. Rechazada por primera vez en diciembre de 2014, su autor, un diputado de la oposición, la reintrodujo con variaciones tras los atentados contra Charlie Hebdo y el supermercado judío. El primer ministro, Manuel Valls, encargó a los presidentes de las comisiones constitucionales de la Asamblea y el Senado redactar un informe que sirviera para mantener un debate en profundidad y evitar que una disputa estrictamente partidista rompiera la unidad creada. El senador rehusó y el informe fue redactado por su homólogo en la Asamblea, diputado socialista.

 

En un texto mesurado y concienzudo de más de 40 páginas repasa los orígenes del crimen de indignidad nacional, desde el ostracismo en la antigua Grecia hasta la Revolución y el Terror, deteniéndose especialmente en la Orden del general De Gaulle de agosto de 1944. Como era de esperar, en su texto cita a Albert Camus, defensor desde sus editoriales de Combat de los tribunales de excepción. No así a François Mauriac quien, desde Le Figaro, mantenía contra viento y marea una posición mucho más matizada y crítica hacia la depuración. Ambos, en enero de 1945, firmaron la petición ampliamente suscrita de conmutación de la pena de muerte a Robert Brasillach, escritor especialmente inflamado de antisemitismo, además de delator. Picasso, Sartre y Beauvoir fueron de los que se negaron a firmar.

 

Una de las fotos de Zucca, también a doble página, recoge la terraza del Café des Deux Magots, en Saint-Germain. El día también es soleado. Las mesas, también redondas, están todas ocupadas. Los camareros visten pajarita con chaqueta negra y delantal blanco. Las sillas no son de tijera sino de mimbre trenzado, más confortables en apariencia que las de Le Colisée. Ninguno de los tres, Picasso, Sartre o Beauvoir, son reconocibles entre los clientes, pero podrían perfectamente haber estado allí, con Marie-Laure de Noailles, bebiendo un aperitivo y viendo pasar a un hombre serio, con sombrero y un cigarrillo colgándole de los labios, que guarda en su cartera lo que parecen unos billetes. Podría venir de cobrar una deuda de un amigo en apuros al que ayudó amablemente, o de resolver un negocio en el mercado negro, quién sabe.

 

Esa duda, la duda sobre la historia que esconde cada una de las imágenes, sobre lo que hay de honorable o no en cada gesto, cada acto cotidiano, es quizás la que puso a Zucca en el punto de mira durante la depuración, y la que desató las iras de tantos visitantes a su exposición.

 

O quizás fue la certeza de que ese hombre mayor, en el centro de otra foto, esta en blanco y negro, que atraviesa a pasos pequeños la calle de la Coutellerie, hacia el Ayuntamiento, apoyándose en su bastón, un poquito encorvado por los años bajo su sombrero y su poblado bigote blanco a lo Pétain, vistiendo un traje en el que se adivina la raya diplomática, de chaqueta cruzada en la que luce implacable la estrella amarilla, y al que ni los paseantes ni los ciclistas le prestan la menor atención, será uno de esos montones de huesos en las instantáneas insoportables que los fotógrafos de los ejércitos americano y soviético tomaron en los campos que iban liberando.

 

“Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados y con la medida con que midáis seréis medidos.” Mateo 7, 3

 

 

 

 

Notas:


En este enlace se encuentra un resumen muy amplio de la polémica desatada por la exposición de Zucca. Para seguirla más en detalle, basta escribir por ejemplo zucca parisiens sous l’occupation en el buscador.

 

Los datos sobre los episodios del SOE se han extraído principalmente de “Spy Princess. The Life of Noor Inayat Khan, de Shrabani Basu, Sutton 2006, y A Life in Secrets. The Story of Vera Atkins and the Lost Agents of SOE, Sarah Helm, Abacus 2005.

 

Sobre el mundo de Marie-Laure y Charles, ver Marie-Laure de Noailles. La vicomtesse du bizarre, de Laurence Benaïm, Grasset 2001; La Villa Noailles, de François Carrassan y Jean Louis Schefer, l’yeuse 2003; J’écris ce qui me chante, de Francis Poulenc, Textes et entretiens réunis, présentés et annotés par Nicolas Southon, Fayard 2011; Americans in Paris. Life and Death under Nazi Occupation 1940-1944, de Charles Glass, Harper Press 2010;  ‘The Surrealists’ Muse. Marie-Laure de Noaille’s outrageous example’, de Francine du Plessix Gray, The New Yorker, 24 de septiembre de 2007.

 

Sobre los Camondo, los catálogos del Museo proporcionan mucha información, así como el librito de Pierre Assouline Le dernier des Camondo, Gallimard Folio 1999, que se refiere también a los Cahen d’Anvers, y el ensayo de Nora Seni y Sophie Le Tarnec Les Camondo ou l’éclipse d’une fortune, Actes Sud Hébraïca 1997

 

La comunicación de Jean-Jacques Urvoas sobre la indignidad nacional y el debate en la comisión constitucional están disponibles en la página web de la Asamblea Nacional.

 

La polémica entre Camus y Mauriac es una referencia obligada en cualquier ensayo sobre la época. A ella se hace referencia, por ejemplo, en  la biografía de Arbert Camus de Herbert R. Lottman, Taurus 1994, o en “Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis, de Alan Riding, Galaxia Gutemberg, 2011. En la correspondencia de François Mauriac y Jean Paulhan, éditions Claire Paulhan 2001, las cartas de ambos y las notas del editor se refieren a ella con frecuencia. Tanto los artículos de Mauriac como los de Camus están publicados en varias ediciones. Cualquier extracto, fuera de su contexto y de referencias prolijas a los acontecimientos del día de la publicación, corre el riesgo, en mi opinión, de desvirtuar sus argumentos.

 

 

 

 

Elena C. Álvarez (Asturias, 1959), es economista y apasionada estudiosa del París bajo la Ocupación, tema sobre el que investiga desde hace años. Ha publicado numerosos artículos en prensa y dos libros, Igualdad y diversidad (Lid, 2007) y Sin plumero ni mandil (ESIC Editorial, 2009). Ha trabajado como economista en organismos internacionales y en el sector privado en Francia, Bélgica y España.