El otro día en el Parlament hubo una boda y un funeral al mismo tiempo: mientras una mitad se daba besos y se hacía selfis, la otra miraba hacia su derecha con estupor...
Apocalipse Now
Yo de Rajoy llamaría al cónclave español también a Pablo Iglesias (justo cuando publico este artículo acaba de anunciarse que así lo ha hecho el presidente). Sería como acelerar en ese ciclomotor de la inacción en el que parece (la verdad siempre tiene tantas caras como se quiera) que va subido, lo cual en un tiempo se hubiera podido apreciar (¿hay o no hay agua en Marte?) como movimiento. No importa que Pablo, que ante Rivera en un bar de pueblo se mostró como un alumno obediente, pudiese parecer entonces, por ejemplo, un invitado con coleta, porque la ocasión lo merece: Pablo como protector de España para la posteridad (no importa lo que viniera después), por mucho que tuviera el papel en el cuarteto de Ringo Starr. A mí en tiempos me hubiera encantado ser Ringo Starr, y ahí Pablo, por hablar de más (por sedicioso, dirán algunos), podría haber perdido la gran oportunidad en este gran momento de la historia de la música de ser el batería del grupo, como Pete Best. Pobre Pete Best. El otro día en el Parlament hubo una boda y un funeral al mismo tiempo: mientras una mitad se daba besos y se hacía selfis, la otra miraba hacia su derecha con estupor. La historia nos dice que esas decisiones crepusculares no han tenido recorrido. En el treinta y uno fueron tres días y en el treinta y cuatro tan sólo unas horas. Yo con estos antecedentes comprendo la fiesta de la mitad de ese hemiciclo como si celebraran el final en el búnker de Hitler. Pero algo más tendrá que hacer el presidente aparte de acelerar. Desde luego antes de ayer no hizo mucho, tan sólo modificó la postura y el gesto, estiró el cuello y afiló la mirada, y a mí me pareció un poco como cuando mi abuelo intentaba ponerse serio. Sólo hubiera faltado que a Mariano, en medio del discurso, se le hubiese caído la dentadura al suelo (recuerdo que aquello fue muy gracioso). Uno ha oído hablar del artículo ciento cincuenta y cinco de la Constitución como el capitán Willard del coronel Kurtz a bordo de aquella barcaza recorriendo Vietnam. Miro la documentación reservada y luego al horizonte. Después fumo y me seco el sudor y pienso en el ciento cincuenta y cinco como en un misterio hacía el que me dirijo poco a poco. Unas veces se me hace corpóreo y otras etéreo. Nadie quiere mencionarle, sólo eliminarle ya sea por su aplicación o por lo contrario si alguien supiera de ella, que igual está también allí, al final del camino. Es posible que ya hayamos llegado («el horror, el horror…»), también como examen último para Rajoy al que le toca demostrar su pericia, y quizá algo más, como conductor.