En
ningún otro ámbito de la cultura es el discurso tan
relevante como en el arte, ninguna de las otras prácticas culturales
depende de un discurso externo a la propia práctica, ninguna otra lo
incluye como elemento constitutivo y sine qua non. Todos vamos
al cine, oímos música, leemos literatura o hasta ensayo y vemos
danza o teatro sin necesidad de que un crítico o un comisario nos
expliquen qué vemos, oímos o leemos. Nada he necesitado yo ajeno a
sus mil y pico páginas para quedar atrapado y fascinado durante tres
meses por Tu rostro mañana de Javier Marías ni para ir desde
hace unos años leyendo poco a poco el ciclo Zuckerman de
Philip Roth, como no he tenido que leer una sola línea para
disfrutar de las películas de Jim Jarmusch o de los Coen, de la
música de Leonard Cohen, Philip Glass o Shostakovich, de las piezas
de Pina Bausch o los montajes de Robert Wilson o Peter Brook, de
cualquiera de esas creaciones que llamamos cultura y que hay
gente que hace porque tiene necesidad de bailar, de escribir, de
componer o tocar y otros vemos, leemos o escuchamos porque no
podríamos no hacerlo.
Hace
tiempo que está clara la distancia enorme, casi infranqueable, entre
la crítica divulgativa y la aproximación académica a una obra
literaria. Miles de tesis o sesudos textos académicos sobre libros y
autores se escriben cada año en el marco de las filologías o los
estudios culturales que viven su propia vida en revistas y congresos
sin afectar a la literatura ni aportar nada a las experiencias
lectora y escritora, las dos que realmente cuentan. Pueden el experto
o el interesado leer todo lo que se escribe sobre el Ulises
sin que ello le quite ni le ponga un ápice al placer, o al hastío,
de leer esa novela dublinesca.
La
critica añade al cine pero no conforma su disfrute, o su comprensión
siquiera, y no hace falta saber qué querían decir Kubrick en La
naranja mecánica o David Lynch en Mulholland Drive para
que alguna de ellas sea incluso
película favorita. Sabemos que Bach es maravilloso sin tener que
saber nada de música ni hace falta estudiar historia de la
arquitectura o leer todos los meses Arquitectura viva
para apreciar un edificio de Mies o Herzog & De Meuron.
Puedo
por supuesto leer más para saber más del cuadro que miro, la pieza
de danza o de teatro a que asisto o la canción, el cuarteto de
cuerda o la improvisación que escucho, pero no lo necesito para
apreciar y disfrutar y entender esas cosas lo bastante, como no
necesito saber de astronomía para disfrutar de una noche de
estrellas o de botánica para caminar por el parque o un bosque y ser
feliz con los árboles, las plantas y las flores. Las artes apelan
sobre todo a una apreciación sensorial y un sentido estético que,
aunque no tienen por qué bastar a menudo, lo que no pueden desde
luego es faltar. Hay arte sin explicación, pero no lo hay sin una
emoción estética inefable que diferencia la experiencia artística
de la académica, la científica, la social, la divulgativa, la
publicitaria… Y porque hay esa emoción consigue trascender e ir
más allá de lo inmediato y, a veces, decir algo del hombre o de la
vida o del momento que jamás conseguiría decir ningún texto,
estudio, informe, declaración, manifiesto, enciclopedia o buscador
de internet. Las tragedias griegas, las de Shakespeare, los Desastres
de la guerra, el Guernica, los poemas de Celan, el
Cuarteto para el Fin de los tiempos, las canciones de Bob
Dylan, The Wall… no han necesitado de un texto para decir lo
que tenían que decir y transmitir y perdurar y mantener la misma
emoción estética y la misma fuerza expresiva que cuando fueron
creadas.
Pero
el arte contemporáneo es otra cosa.
Eso
que llamamos hoy en día arte contemporáneo no es que pueda
sino que debe ir, parece, acompañado de un texto explicativo. De un
discurso. La obra en sí, el hecho artístico digamos, no es bastante
si no lleva consigo un texto que lo completa y le da sentido. No un
texto que interpreta la obra desde fuera y ayuda a comprender su
significado, a modificarlo incluso, sino que lo conforma ab initio
y es parte intrínseca de lo que se quiere decir.
También
la música contemporánea tiene
que ir acompañada de un texto. Tal vez por esa dependencia de la
explicación arte
contemporáneo y música
contemporánea son las dos disciplinas
que se han apropiado del término contemporáneo
para definir sólo una parte de la producción que se lleva a cabo en
el momento presente. Ya
he escrito antes sobre esa apropiación de un adjetivo para
acotar su significado en beneficio sólo de una parte de lo que
denota.
Pero
son casos diferentes: como en la música contemporánea no hay
significado, de eso se trata, el texto es necesario para explicar por
qué se compuso, cómo, la estructura. El texto que acompaña a las
composiciones de John Cage, de los serialistas, de los músicos
espectrales no es por tanto discursivo: explica cómo se creó la
obra pero no la conforma. La música contemporánea, aunque no
entendamos nada, existe sin el texto. En el arte contemporáneo
el texto, el discurso, insisto, son parte integral de la pieza.
De
las implicaciones de esta dependencia del texto por parte del arte
contemporáneo seguiré hablando en mi próxima entrada en este blog.
Muy bueno, Jose… un beso:
Muy bueno, Jose… un beso: Maya
Ayudar es un verbo que llena
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