Aviones que aterrizan

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Desde donde trabajo –una planta 14 y de fondo el mar- veo como los aviones aterrizan sin descanso en el aeropuerto de El Prat. De dónde vienen, me pregunto, de dónde llegan, ahora que es verano y que todos queremos irnos de casa y de nuestras ciudades porque ya se sabe que el asfalto y esta extraña tranquilidad se nos pegan con facilidad a la suela de los zapatos. También me pregunto a dónde irá toda esa gente. Los aeropuertos son un reflejo de la propia vida: unos llegan a la vez que otros se están yendo y desde fuera, uno nunca sabe por qué ni dónde. Mucho menos desde aquí, desde estas oficinas tan luminosas pero lejanas al aeropuerto.

 

«–¿Sabes lo que más me asusta?-.

No debe saberlo porque no dice nada.

–Tu miedo. Y el entusiasmo detrás de tu miedo.

–Es curioso porque a mí es tu falta de miedo lo que más me asusta.

–Tengo tanto miedo como el que más miedo tiene. Aunque supongo que es un miedo distinto.

–No hay un miedo distinto. Siempre es el mismo miedo.

– No exactamente.

– ¿No exactamente?

–No exactamente. Tu miedo empieza cuando despegan los aviones y el mío cuando los aviones aterrizan.»

(Ray Loriga, Tokio ya no nos quiere)

 

Desde donde trabajo –una planta 14 y de fondo el mar- veo como los aviones aterrizan sin descanso en el aeropuerto de El Prat. De dónde vienen, me pregunto, de dónde llegan, ahora que es verano y que todos queremos irnos de casa y de nuestras ciudades porque ya se sabe que el asfalto y esta extraña tranquilidad se nos pegan con facilidad a la suela de los zapatos. También me pregunto a dónde irá toda esa gente. Los aeropuertos son un reflejo de la propia vida: unos llegan a la vez que otros se están yendo y desde fuera, uno nunca sabe por qué ni dónde. Mucho menos desde aquí, desde estas oficinas tan luminosas pero lejanas al aeropuerto.

 

Algunas veces, cuando estoy en un aeropuerto recuerdo la frase de Ray Loriga que leí en Tokio ya no nos quiere: “Tu miedo empieza cuando despegan los aviones y el mío cuando los aviones aterrizan”. Aterrizar. Despegar. No tiendo a generalizar pero esta vez voy a hacerlo. Hay dos tipos de personas: los que temen despegar y los que empiezan a temblar cuando la nave aterriza, los que tienen miedo a quedarse.

 

Aterrizar es llegar a casa. Quedarse. Despegar es emprender un viaje que tiene una dirección concreta. Una duración: billete de ida y vuelta. Qué bonita es la felicidad cuando tiene una caducidad y unas cruces que llenar en el calendario. Hace poco, me decía un amigo lo feliz que era viviendo en Dinamarca. Le respondí: “claro: sabes que vas a volver”. He escuchado muchas veces como muchos amigos idolatran la época en la que vivieron fuera de casa. ¿Por la experiencia? Sí, quizás. Pero sobre todo porque siempre planea –más cerca o más lejos– la fecha de vuelta. La felicidad da menos miedo cuando no llega para quedarse, cuando la podemos gastar como si fueran los vales de descuento en un supermercado.

 

En realidad, todo es fácil cuando uno está lejos, es entonces cuando la vida se vive con una intensidad que tiene poco que ver con la realidad. En las asépticas habitaciones de un hotel o en las colas de control de pasaporte de los aeropuertos, las oportunidades se multiplican por mil. Podemos ser tantas personas a la vez… En cambio, la realidad cercana cansa. Agota. Es más fácil ser bueno en África durante un mes que ayudar a los abuelos a ir a hacer la compra.

 

Estos días he paseado por muchas ciudades. Copenhagen, Gotemburgo o Estocolmo. También por pueblecitos de la costa brava. Mientras cruzaba los canales Copenhagen. Mientras me dejaba medio sueldo en unas albóndigas suecas o cuando daba una vuelta por Södermalm, en Estocolmo, pensé, por un momento, que en cada uno de esos sitios podría ser mucho más feliz. La magia del viaje consiste en imaginar que en esos rincones que pisamos por primera vez podríamos empezar una vida muy distinta de la llevamos. A eso se llama empezar de cero. ¿Y si lo dejara todo y mañana me vengo? Claro, yo ya me lo imaginaba: el rubio nórdico alto esperándome en la zona de salidas con el cartelito de “Velkommen Laura”, el puestazo de trabajo que –como hablo un danés espectacular– me estaría esperando y ese pisito tan mono que visualizaba –diseño nórdico, chimenea y nada de Ikea– en el barrio más chic de Copenhagen. Claro, Laura, porque tú lo vales. Eso es lo que nos ocurre a los que tenemos miedo de que el avión aterrice, a los que estamos continuamente despegando en direcciones opuestas.

 

He escrito mucho en los aeropuertos. Me gusta pasar ahí horas haciendo escala. Sé que es extraño, pero disfruto observando a toda esa gente que llega, a todos los que se marchan. Personalmente, siempre me ha parecido que los valientes son los que se quedan. Los que suspiran tranquilos cuando el avión aterriza porque quieren volver a casa.