Es asombroso lo pronto que nos parecen extraordinarias las cosas que, hasta hace nada, eran pura rutina. El domingo volví al teatro como si no pasara nada. El desinfectado en la puerta, el control de temperatura y el enmascarillado me parecen ahora menos raros que poder ir a la ópera. El Teatro Real comienza el curso con Un ballo in maschera, una ópera que Verdi tuvo que modificar por la impertinencia de los censores. Así, la historia del magnicidio de Gustavo III de Suecia acabó siendo la del asesinato del duque Riccardo, gobernador de Boston.
Por si fueran pocos cambios (Verdi tanteó varias opciones antes de mandar a su ópera al otro lado del charco), la versión que podemos ver estos días en Madrid introduce un nuevo giro de guión: el conflicto racial. En la versión que laminó la censura, Verdi enfrentaba a Gustavo, un monarca ilustrado y liberal, con un montón de aristócratas reaccionarios. Aunque la idea Gianmaria Aliverta, el director de escena, es bienintencionada, la cosa no funciona por ningún lado. Nada en el libreto ofrece una percha de donde colgar esta trama, más allá de esa barbaridad del primer acto: «dell’immondo sangue dei negri». Y es que la historia del Ballo es la de un duque que se enamora de la mujer de su mejor amigo y este, sintiéndose víctima de un adulterio que siquiera ha llegado a mayores, decide darle matarile. Aliverta se empeña en forzar el libreto para convencernos de que al buen duque le pegan un tiro por ser abolicionista, y para ello no duda en poner a esclavos lanzando jirones de la bandera estadounidense, a un montón de señores del ku klux klan (con su cruz ardiendo) que no se sabe muy bien a qué están y el cadáver de un negro (un tipo vestido de negro: con el torso desnudo y el pantalón raído) que no parece llamar la atención de ninguno de los que pasan por allí a hacer manitas y a cantarse arias de amor. Pensaba que el director de escena redibujaría a los enemigos de Riccardo, de modo que se nos diese a entender que ellos instrumentalizan los celos de Renato para conseguir el ansiado duquicidio. Pero esto no solo no ocurre sino que, en el coro final en el que todos lamentan la muerte del (¡de repente!) amadísimo protagonista, ellos parecen apenarse más que nadie.
En el foso volvemos a encontramos con Nicola Luisotti, que, afortunadamente, se está convirtiendo en un habitual del teatro madrileño. Logra, fielmente acompañado por la orquesta del Real, conferir a cada pasaje aquello que le es propio, logrando apuntalar así la endeble dramaturgia de la ópera. En el capítulo de voces, hay que hacer un destacado para el Renato de Artur Ruciński y la Amelia de Anna Pirozzi, aunque, afortunadamente, el elenco es, en términos generales, excelente. El Riccardo Michael Fabiano es solvente y, desafortunadamente, no sé muy bien qué me pareció la Ulrica de Daniela Barcellona: ese disfraz de Rafiki sacado del Rey León me dejó como una liebre cuando le dan las largas. Y, ay, otro día hablaremos de los bailarines. ¿Por qué había bailarines? Madre de Dios, qué necesidad.