Abadía cisterciense Santa María de Huerta, 22 de septiembre de 2023
Las beguinas (el componente masculino, menos numeroso y relevante, estaba constituido por los begardos) eran mujeres muy espirituales pero no religiosas, en el sentido de que no formaban parte, repudiándolo incluso, del estamento de la Iglesia Católica, dominada por hombres, y a la que llamaban, haciéndola de menos, «iglesia pequeña». Eran extremadamente caritativas, atendiendo a menesterosos y enfermos. Se agrupaban entre ellas pero sin adquirir votos; es decir, no eran monjas, sí castas y pobres, aunque no gazmoñas sexualmente. Si bien algunas procedían de la nobleza, vivían, sin embargo, humildemente y podían dejar de ser beguinas cuando quisieran.
Fueron precursoras del feminismo. Hasta el punto de que no nombraban a Dios con el masculino habitual, pero sin decir Diosa, ni Diose (jeje), sino con el apelativo Dama Amor. Albino Luciani, quien, con el nombre de Juan Pablo I gozó, hasta que lo envenenaron, de un papado de tan sólo 30 días, provocó mucho escándalo cuando dijo que Dios era Padre y Madre. El poder eclesial, naturalmente, recelaba de ellas. Las beguinas fueron conformando las tendencias místicas que culminaron con esplendor en el siglo XIV. Su nombre viene, o bien del color ‘beige’ de su sayo, aunque, como decimos, no pertenecían a una institución monacal, o procede del vocablo del antiguo alemán beggen, que significaba ‘pedir’. Efectivamente, eran postulantes, aunque también se dedicaban al trabajo manual, siendo sastras o bordadoras, o dando clase a niñas pobres. Con todo, eran más contemplativas que activas. Avanzaron, además, ideas propias de la Reforma Protestante con más de dos siglos de adelanto. Lutero precisamente defendió, según me señala un pastor evangélico buen amigo mío, que él no estaba trayendo ninguna novedad sino recuperando mensajes antiguos del cristianismo. Las beguinas poseían un pensamiento o, mejor dicho, sentimiento, que hoy denominaríamos nietzscheano, por el cual afearon la moral oficial del cristianismo. No obstante, sería muy injusto tacharlas de heterodoxas.
El beguinato tuvo gran éxito en Alemania y los Países Bajos. Pero quizá la beguina más notable de la historia fue la francesa Marguerite Porete. Ello debido a su bellísimo libro El espejo de las almas simples. Victoria Cirlot apunta que en las Crónicas de Francia fue llamada beguine clergesse; y clergesse significa literata. Porete nació posiblemente en Valenciennes, ciudad próxima a la frontera belga, y es probable que en 1250. Los imperantes clérigos le avisaron de que su libro no contenía una doctrina correcta, invitándola a que se retractara, lo que Marguerite no hizo. La cuestión se agravaba porque el texto no estaba escrito en latín, idioma obligado para la producción devota, sino en picardo, un dialecto del francés. ¡Cómo iban a aceptar esos hombres el título del capítulo 71: «Cómo esta alma ya no obra ni para Dios, ni para ella misma, ni para su prójimo»! La clave de este enunciado es acendrada mística. Su libro, que tuvo bastante difusión, fue prohibido y quemado en Vincennes. Después de repetidas advertencias (ella sin hacer ni caso), fue condenada a la hoguera inquisitorial, ardiendo su cuerpo en la parisina plaza de Grève, hoy plaza del Ayuntamiento, frente al Hôtel de Ville. Se comenta que el público asistente a la ejecución quedó sobrecogido al observar su serena actitud recibiendo ese supremo y cruelísimo castigo. Tras su muerte, fragmentos de su libro fueron empleados para condenar por herética a la Hermandad del Libre Espíritu, a la que Marguerite Porete pudo pertenecer.
Margarita era una mujer muy formada culturalmente (al igual que, en general, sus compañeras), muy culta y muy versada en clerecía. Poseía gran independencia económica, ya que podía holgadamente sufragar los gastos de las muchas copias que hizo de su libro, copias que salían caras. O tal vez ella misma era copista, habiendo quizá aprendido el oficio de los cistercienses, orden que solía apoyar las opiniones y actividades de las beguinas, mujeres mayormente provenientes, como ya se ha apuntado, de las clases acomodadas de la sociedad.
El libro de las almas simples está concebido como un diálogo, cursado en 140 breves capítulos, ora didáctico ora autobiográfico donde Alma, Amor y Razón son los protagonistas que sostienen la ideología del texto que aboca a un pleno desarrollo de una orientación mística superior a la despojada doctrina contemplativa. La ya mencionada Victoria Cirlot subraya que «el alma abandonada a Amor, anonadada a su voluntad y deseo, muerta al espíritu, está más allá de todo lo pensado hasta el momento. Ese es el grado de perfección al que Marguerite se refiere en su libro y es ese camino el que su libro muestra». Y es, como también afirma Victoria en unión de Blanca Garí, resueltamente «la narración en lengua romance, en francés medieval, de una experiencia mística.» El adjetivo anonadada o embelesada, referido al Alma, que incide ser totalmente libre, está muy presente en todo el texto. Estas dos estudiosas nombradas aclaran que Porete sostenía que la Razón pertenece a la iglesia pequeña (Iglesia institucional) mientras que el Amor pertenece a la grande (conjunto de las almas libres). Aunque, como afirman Cirlot y Garí, «Uno y otro gobierno no son sin embargo contrarios, pero el de Amor está por encima del de Razón y no depende de él, de tal forma que Margarita dirá del alma libre: ésta [el Alma] está por encima de la ley, no contra la ley.»
No olvidemos que la mística, como expresa Aurora Egido, sucinta y provechosamente, al estudiar a Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, «es negativa y su meta es el silencio.» El Alma, en el Espejo, representa a la autora y su afán es unirse a Dios (Amor) sin intermediario alguno. Como indica Alicia Silvestre -todas los estudiosos aludidos son mujeres-, la virtud del silencio reside en la aproximación al misterio divino, como se atestigua en las Sagradas Escrituras y la Patrística, ya que «la entrega a Dios se materializa en el acto de vaciarse/silenciarse para dejar que Él opere, pues lo que más nos acerca a la divinidad es la nada.»
Para Marguerite Porete, la clave está en la Fe, sinónimo de luz, y en el Amor, sinónimo de fuerza. Casi coincide con San Agustín, tan diferente de ella en el plano de la ortodoxia, cuando el obispo de Hipona afirma: «Ama y haz lo que quieras». Para ella lo importante es quedar arraigada en la nada de cada uno viviendo en Dios, y amándose a sí mismo, pues ese sí mismo es Dios adentrado en uno. Cosa que mucho escandalizaba a los señores de la Inquisición, no comprendiendo la plenitud de la vivencia divina que Marguerite Porete experimentaba. En el capítulo 82, «Cómo esta alma es libre por sus cuatro costados», nuestra beguina establece una hermosa metáfora. Determinando que el Alma pierde su ser al alcanzar la soberanía de Dios en la que se ha fundido, precisa metafóricamente que «Algo así sucede con el agua que procediendo del mar tiene algún nombre, como por ejemplo Oise o Sena o el de algún otro río, y cuando como río o como agua regresa al mar pierde su curso y su nombre con el que corrió por distintos países cumpliendo su tarea; ahora que está en el mar donde reposa ha perdido su obrar.»
Termino, como tantas veces con tanto gusto, con una cita del gran Emil Cioran, para mí un santo que tengo en hornacina, no tanto por su atinado ateísmo (un laicismo religioso en definitiva) como por su afinada lucidez expresada con el verbo de un gran escritor. Para Cioran Dios es la nada suprema: «Todo es nada: he aquí la revelación inicial de la mística. De la nada a Dios no hay ni siquiera un paso. Por ser Dios la expresión positiva de la nada».