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Donatas

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Un sudor frío recorrió mi cuerpo cuando Donatas abrió la puerta de su lujoso apartamento en pleno BKK1, la zona más elitista de Phnom Penh. Esta vez no hubo llamada a mi teléfono, sino una suerte de mensajes en los que Donatas se identificó como Madeleine. Pero antes de descubrir todo el pastelazo entré en su casa pensando que a lo mejor era la clásica pareja que se quería montar un trío, observación que no me hicieron previamente y que quedó aparcada cuando Donatas, muy fijamente, me dijo que quería practicar sexo conmigo. Para amenizar el atentado puso un cedé extrañísimo que sólo emitía sonidos de pájaros canturreando. Antes de coger la puerta y marcharme me pidió clemencia. “Aspersor, quédate: sólo estoy enfermo. Muy enfermo”. Y yo, ante tanta transparencia, aparqué sus supuestos problemas mentales para ver cómo descorchaba un fastuoso Pintia de Toro que se nos quedó corto ante la sed de vino que gastaba un Donatas, que en memorable acto de confianza, se quedó en calzoncillos frente a mí.

 

Es que en Phnom Penh hace mucho calor, ¿sabes?

 

Pero si tienes el aire acondicionado puesto. Y además dos aparatos.

 

Donatas, abierto de piernas en un sofá del que se caía por los lados, me contó su dilema, que no era otro que su facilidad para sólo encontrar el fragor de la batalla si encima de él –supongo que no debajo- se encuentra una persona de su mismo sexo. Y por eso lo de llamarme, ya que pensaba que en vez de calvo y con gafas y casi cuarenta yo era un jovenzuelo de tardes interminables de gimnasio y melena en ristre con el cuarto de baño atorado de cremas hidratantes y la axila blanca de tanto Rexona.

 

Deberías poner foto en el anuncio.

 

Si pusiera foto sólo me llamaría mi madre. Y para que volviera a casa, que ya iba siendo hora.

 

Donatas, lituano que la mayor oenegé del mundo (la ONU) ha recogido en sus brazos, no es más que un auténtico pájaro con facilidad para los idiomas –chapurreaba hasta el español- y buenos contactos que consiguió una plaza en Camboya a la módica cuantía de 8.000 dólares americanos el mes. Era martes, por cierto, y no eran más de las tres de la tarde, por lo que: ¿En qué gastan sus tiempos laborales los empleados de la ONU? ¿Salvando al mundo o viviendo de él?

 

Soy el director de un proyecto para enseñar a los camboyanos a exportar sus productos y no tengo más jefe que mi mujer, que sigue viviendo en Vilna, con nuestros tres hijos.

 

Ah, ¿pero tienes mujer?

 

Claro. Y amantes de un día.

 

Y en tus ratos libres te acuestas con muchachos.

 

Y muchachas.

 

A pelo y a lana.

 

Tengo hijos, dos varones y una hembra, y eso no quita para que haya aprendido que el placer no tiene sexo.

 

Mientras Donatas hablaba, agitaba la mano derecha donde tenía agarrada de muy mala manera una copa de vino que en sí parecía una guarrería: los bordes manchados de restos, y el resto inundado de sus huellas dactilares que casi impedían ver con claridad el interior del vaso. Donatas, como nervioso, me contó que esa espalda como tres armarios empotrados se la sacó haciendo de estibador en Klaipeda, el puerto lituano más importante que besa el Mar Báltico; que mientras su mujer se hacía política, en la inopia del desconocimiento del destino, él cargaba y descargaba cajas hasta que le ascendieron de puesto para evitarle ganar más músculo: le dieron un grúa.

 

Muchos de mis amigos y todo el círculo de mi mujer fueron a la universidad. Algunos hasta dos veces. Yo, que no leí un libro hasta los treinta y tantos, y era algo sobre cómo deben tratar los padres a sus hijos, gané el dinero suficiente como para poder ir a bares de copas donde gastaban sus dineros los ricos de Vilna. Porque me fui a la capital a buscar una vida más asentada, si se puede llamar así. Y eso que en la grúa no se estaba nada mal.

 

Donatas conoció a su mujer en uno de esos bares, aprovechándose de tres circunstancias claves a la hora de encontrar el éxito: ella iba borrachísima, además de que estaba en plena fase de separación, y Donatas, un ex estibador con gracejo físico, supo cómo empotrarla para que de aquella noche naciera una relación que ya dura doce años.

 

Mi mujer estaba harta de listillos, de inmaculados currículos formativos y flojera de piernas a los siete minutos de acto. Y entonces llegué yo, que debe dárseme bien esto del sexo porque decidió terminar con su ex marido y aceptó casarse con un don nadie; no sabes su familia cómo me rechazaba.

 

¿Es que ya no te rechaza?

 

Aspersor, esa es la gracia de la vida: me rechazaban cuando le era fiel y ahora que vivo en el delirio sexual, con amantes pasajeras repartidas por medio mundo, me admiran. Y sólo porque soy el padre de sus hijos. Volvemos siempre a lo animal; al respeto por la sangre; a la raza; a la cercanía porque sí, sin más justificación.

 

¿No sospecha nada tu mujer?

 

Mi mujer trabaja para el gobierno lituano. Un gran puesto. Además asesora en la ONU. Y a mí me enchufó en esto de la Naciones Unidas pensando que estaría poco tiempo fuera. Pero tras mi periplo de dos años en Nepal, y creyéndose que iba a desertar, pedí traslado a Camboya. Y que siga la fiesta. Y no, evidentemente no sospecha nada. Pero deberías saber que a ciertas edades y tras tantos años de relación no se debe espiar para impedir la cana al aire; otra cosa es permitir una doble o triple vida. Además de que nos vemos tres veces al año, las justas y necesarias para que nunca nos peleemos: en navidades y en julio en Lituania, y cuando ella viene a verme.

 

Donatas se contradecía al mismo tiempo que iba vaciando en su boca de manera violentísima cada copa de vino. La segunda botella, un Sangiovese de la Toscana, voló como vuelan las ofertas de los escaparates un siete de enero y yo, sin quererlo ni beberlo –ojo a la palabra- me encontré beodo junto a un armario empotrado que no debía andar muy sereno. Donatas me confesó que bebía como un poseso; y que el beber le hacía buscar sexo a cualquier precio.

 

Te contacté ayer porque me había bebido una botella entera de vodka. Y cuando sabía que hoy venías estuve a punto de cancelarlo. O de no abrirte la puerta. Pero ha sido mojarme los labios con un par de bloodymarys y zas: aquí me tienes, presto y dispuesto.

 

¿De verdad creías que tenía veinte años?

 

Te lo prometo.

 

Y así, calvo y casi cuarentón, ¿te pongo?

 

A estas alturas me pone hasta una tía de sangre que tengo en Kaunas. Pero todo depende, como te he dicho, de lo que me haya metido. Normalmente sólo mujeres o señoras. Que a la vez que voy consumiendo voy abriendo mi punto de mira hasta llegar a mi tía la de Kaunas. O a muchachos. O quién sabe.

 

Una vez me dijo un amigo, canadiense, hoy en la cárcel, que la peor droga es el alcohol, porque está no sólo permitida por la sociedad sino jaleada; y que hay estudiosos, columnistas, enólogos y demás profesionales que se jactan de promocionar y vender un mal que a él le llevo a prisión. “No es lo mismo tres gintonics con veinte años que una botella de ginebra a diario cuando cruzas el principio de la cuesta abajo: los cuarenta años de vida”. Donatas, al que le conté esta anécdota, hizo caso omiso a mis advertencias aunque reconoció que aquello del alcoholismo tenía enjundia, como una remolacha en una ensalada, que acaba coloreando todo de rojo por mucha lechuga que añadas.

 

Sinceramente creo que tengo un problema, que es el alcohol; y eso me lleva a tomar decisiones que no tomaría si estuviera sobrio.

 

O sea, reconoces lo que dijo mi amigo el canadiense.

 

Reconozco que tiene sentido. Pero como en el juego, uno nunca piensa que en una partida se va a arruinar.

 

Trasteaba Donatas con el teléfono tras haber descorchado una tercera botella –un abrumador Zinfandel californiano; que hay que ver cómo se las gastan estos expatriados bajo las faldas de la ONU- cuando antes de detenerlo estaba llamando a dos meretrices, una osadía incomprensible cuando yo quería cobrar y no abonar. Que no son pocas las veces que por la boca muere el pez.

 

Aspersor, montémonos una fiesta. Eres una compañía perfecta; y no todos los días hay ocasiones como ésta. Hagamos un Corralito a la argentina, pero en vez de quedarnos con sus cuentas corrientes cerremos la puerta hasta mañana, al amanecer. Será grandioso, hasta próspero, único. Y hasta podremos intercambiar.

 

Mira Donatas, es que a mi el vino me afloja el tema.

 

¿Qué quieres decir?

 

Que al contrario que tú cuando bebo o quiero dormir o comer. Además, no te olvides de que yo cobro por esto, o sea, no abono.

 

Mira Aspersor, aparte de que yo tomo Viagra te iba a decir que todo corre por mi cuenta.

 

Te lo agradezco. Pero no quiero tirar por la borda mi negocio.

 

Joder, ¿es que los chefs no visitan restaurantes? ¿Acaso las putas no desearían un novio en una noche discotequera camuflada? ¿Un mecánico de Ford no puede manejar un Toyota? Hasta yo, heterosexual de libro, me acuesto con muchachos.

 

Donatas, la próxima vez. Prefiero ir al cine. Y no será por vicio.

 

Cerraba la puerta de su casa, tras un abrazo de despedida descomunal, con mis vertebras rondando la operación y mi cuello desencajado de su sitio, cuando salían del ascensor, en postal para las que luchan por una igualdad de sexos sacada del tiesto, dos prostitutas de tomo y lomo, dos bellezas que ayudaban a sus evidentes beneficios físicos con una puesta en escena de clara vocación comercial: micro falda a la altura del tanga, escotazo de muy señor mío, y maquillaje hasta tal extremo que casi aviso al de la lavandería de debajo de su casa para que pasara al día siguiente a recoger las sábanas de un Donatas al que la fiesta le puede por su alcoholismo gracias a unos ingresos majestuosos por unos trabajos en la ONU que no pasan ni auditoria externa ni moral alguna.

 

Y soñé con su Viagra, sus copas de vinos, y su percusión continua contra aquellas damas que en sí no eran más que mis contrincantes en este desierto de vicio en donde me he metido de lleno para ayudar a la variedad y a mi bolsillo. Aunque debo reconocer que según el abrazo de despedida, descomunal y violento, aquellas princesas se iban a plantear al día siguiente eso de llegar a cualquier casa y a cualquier hora sin preguntar. Me imagino a Donatas preguntándoles, con un fajo de billetes de cien dólares si tienen hermanos. Y ellas, sin enterarse, narrándoles una alineación familiar que para Donatas no sería más que una ayuda tremebunda a una erección química en lo físico y transparente en los psíquico.

 

El tuk-tuk me devolvió a casa sin más ingresos que un billete de mil rieles que me encontré en el suelo –algo así como un cuarto de dólar-. La pea era descomunal y la ira no brotó porque en el fondo no había sido sodomizado por un ex estibador lituano que si llega a tirárseme encima hubiera cambiado el curso entero de la historia de mi vida. Mi casa volvía a estar anegada de agua por ese problema de aceptación que tengo: siempre dejo la ventana abierta del salón cuando cada día cae una tromba de agua, de al menos, treinta minutos. Y dos mensajes seguidos en mi móvil me hicieron saltar de alegría, pensando que alguien requería mis servicios; pero no, la vida seguía igual: el primero, de la polaca del Cambodia Times, que me exigía renovar el anuncio por palabras; y el segundo, de Donatas, ya no como Madeleine: “Esto es increíble. Una hasta se ha desmayado. O eso espero. La que te estás perdiendo”.

 

26/08/13, Phnom Penh.

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