
Esta primavera han coincidido en la cartelera de cine de Madrid dos películas con afinidades profundas y alguna diferencia fundamental.
Las películas se titulan: Oh Boy (Alemania), de Jan ole Gerster, y Frances Ha (Estados Unidos), de Noah Baumbach. Ambos filmes en blanco y negro, cine independiente. Empiezan con una ruptura de pareja que obliga a los dos protagonistas a iniciar un periodo de búsqueda de un lugar donde vivir; piso alquilado en solitario o compartido.
La película alemana está protagonizada por un joven varón y la americana por una mujer joven, aunque ambos corren a enorme velocidad hacia los treinta. Ninguno de los dos logra definir su vida ni profesional, ni social. El protagonista de Oh Boy ha dejado de estudiar y la joven americana está esperando una oportunidad para asentar su carrera de bailarina. Por supuesto, ambos tienen dificultades para sostener su independencia económica. Los dos tienen pocos amigos, no ligan, tienen un gran desapego a la vida y no se adaptan con facilidad a las circunstancias.
En ella podemos adivinar un lesbianismo no asumido que le hace estar siempre fuera de lugar. El desapego de él tiene unas razones más abstractas y filosóficas, ligadas a la inutilidad y a la falta de motivación de la vida actual, la consciencia de que el mundo no tiene arreglo. El final también es muy diferente. Él encuentra un espejo, en un bar perdido, donde ve que hay gente que nunca encuentra apego a nada a lo largo de la vida. Ella se aferra a una esperanza, ha sido capaz de definir su vida profesional, que al menos la permite poner parte de su nombre en el buzón de una casa.
Las dos propuestas me resultaron muy actuales y conmovedoras y me puse a reflexionar…
La pregunta era evidente: ¿Qué nos deja al margen? ¿Qué produce el desapego?
Empecé a hacer una lista: la lucidez, la enfermedad, los defectos físicos, las rupturas, el paro, las mentiras, la hipocresía, las adicciones, la traición, la falsedad de las relaciones, el mundo es una mierda, ver las cosas como son, las expectativas no cubiertas, los demás…
Mientras elaboraba la lista me llego un mail. Paloma, una amiga de la infancia me escribía para felicitarme por un libro mío que había encontrado en internet. Acababa de heredar la casa de su madre en el pueblo y se había ido a vivir allí. Hacía mucho tiempo que no iba por allí y no mantenía ninguna relación con nadie. Era la primera vez que era propietaria de una casa. Su madre le pasaba una pequeña asignación económica que le permitía sobrevivir dentro de los límites de la pobreza. Mi amiga se alejaba, sin ninguna pausa, de los 40. Ya que parecía que iba a acabar en el pueblo, quería criar gallinas y hacer una huerta, pero no era capaz de levantarse de la mesa del ordenador. Nunca había sido capaz de apegarse a nada ni a nadie. Me decía que paseaba, hacía la compra, iba al cajero y poco más. Entre bostezo y bostezo le daba por buscar en internet a gente que había desaparecido de su vida. La casa heredada estaba al lado de la casa de mi abuela. Preguntó a mi familia por mí y notó una extraña vibración que disparó su curiosidad. También aprovechó el mensaje para contarme que ninguno de nuestros amigos de infancia y adolescencia se mantenía en buen estado, ni siquiera, para un encuentro ocasional. No había tentaciones a la vista.
¿Qué dejó fuera a Paloma? Yo, desde luego, lo vi claro. Su padre murió muy joven. Ella era una niña y su madre empezó al llevar el negocio del padre, una pequeña flota de camiones. Las fotos de la boda de sus padres fueron en blanco y negro, pero es que en nuestro pueblo todo seguía siendo en blanco y negro.
No recuerdo que su madre me mirase ni una sola vez a los ojos, siempre se escabullía de los demás. Imagino que quería esconder su derrota y su dolor. Yo era muy pequeña para comprender todo aquello, pero lo percibía; era un peso extraño que sosteníamos con nuestros hombros, pero ahora lo podía contar tal como ocurrió. Les agredieron tanto, solo por ser mujeres, mujeres bonitas que se habían quedado sin protección. Las rodearon con falso rumores. La madre se acostaba con los camioneros, a la hija mayor la habían visto en varios clubs de alterne, y la pequeña, mi amiga de juegos en la infancia, ya tenía andares de puta. Fue una cacería en toda regla. Querían desesperarlas para que tiraran la toalla y renunciaran a su independencia porque eran carne sin dueño y en el pueblo había mucho hambriento. Por supuesto, no todo el mundo participó en aquello, pero nadie puso ningún límite, simplemente se alejaron de ellas. Ellas aguantaban el tipo como podían, pero tuvieron que levantar un enorme muro para sobrevivir.
La hermana de Paloma nos preparaba para desayunar las tostadas con mermelada más ricas que he comido en mi vida y nuestras siestas en los columpios de su patio fueron inocentes y divertidas.
La madre se volvió a casar y dejó el puesto de víctima vacante. La hermana mayor se fue a vivir a París y nunca volvió por el pueblo, pero Paloma no supo protegerse. Buscó el amor pero no tuvo fortuna, siempre había otra a la que querían más y se sintió utilizada. Eso la hizo retraerse y dejó de encontrar sentido a nada, como nuestros protagonistas de cine vagos, de piso en piso, de intento fallido a intento fallido…
En su mensaje se lamentaba de su suerte. ¡Si alguien me hubiera amado lo suficiente como para fijarme en alguna realidad, aunque fuera ajena a mí!
Le deseé mucha suerte porque los finales abiertos siempre dejan una puerta abierta para que la suerte entre por ella…