
Incumplí una máxima de la que siempre me había sentido muy orgulloso: salir a la noche madrileña bien follado. Pero eran otros tiempos. Entonces yo era de los primeros en entrar en el puticlub más caro y elegante de Europa a las cinco y media de la tarde, cuando las putitas están frescas y jugosas, todavía con ganas de fingir orgasmos inimaginables en cualquier encuentro con intercambio de fluidos sin transacción monetaria. Un par de polvos entre sábanas limpias, un cuarto de baño decente donde aprovechaba para echar el último polvo de pie, penetrando salvajemente coñito del Este y mordisqueando piel tersa veinteañera, para salir poco después relajado y optimista, viendo la vida color de rosa y con trescientos euros menos en la cartera. Ayer, sin embargo, salí pasadas las diez de la noche, después de casi once horas de curro y con pocas ganas en el cuerpo. Pero había quedado con un par de amigos a los que hacía tiempo que no veía y, además, quería probarme a mí mismo.
La primera parada fue la más agradable: cenar con los colegas sentados, como señores no como jovenzuelos al pie de la barra y en actitud de «a la mínima te entro», con cerveza y buen vino, también agua sin gas, no jodas, que si no después de las dos de la madrugada no hay quien folle. Y de allí a la Plaza de la Independencia, un sitio «cool» con ambiente neoyorkino, donde el precio de las copas no baja de los quince euros y las tías mean colonia. Coches de lujo en la puerta (el aparca corre de aquí para allá como puta por rastrojo), bolsos de Prada, zapatos Jimmy Choo, dos mariconas elegantes cantando en vivo al más puro estilo George Mikel, y yo totalmente desubicado mientras oteo el horizonte de culos prietos, tetas y labios de silicona y chaquetas de Armani que me empujan y me apartan tan pronto intento acercarme a algún chochito para arrimarle el paquete. Mi referencia era la relaciones públicas del sitio. Era su cumple (la cifra, un misterio) y yo la besé por compromiso y la noté más vieja y cascada que la última vez que la vi. Las múltiples operaciones disimulan malamente sus arrugas, su cara de porki echa para atrás, aunque sus piernas se mantienen firmes e impresionantes. No consigo pegar la hebra y los pedazos de hembras que pasan por mi lado resoplan desagradablemente sobre mi calvorota. Creo que este no es mi sitio.
Cambio de tercio y me acerco al New Garamond, al lado del Meliá Castilla, una de las zonas de putas con más solera de Madrid. La discoteca es enorme, elegantemente hortera y el material femenino bascula entre las pijas desorientadas, las bajunas de Morata de Tajuña mal disfrazadas de niñas de La Moraleja y las putitas de todos los lugares del mundo intentado sortear la crisis. Copa por aquí, copa por allá, me paso al refresco con burbujas y disfruto de la conversación de mis amigos. Vaya hombre, nos entra una rusita, gordita, con formas, agradable la pobre, pero desde luego no es para echar cohetes. En cuanto me llama guapo y me invita a pasar un rato agradable en un hotel se me encoge la polla. A cambio de un regalito, me dice; está claro que la crisis causa estragos. ¿Y cuánto me cuesta el regalito? Ciento cincuenta euros, negociables. ¡Joder, yo no tengo tantas ganas de follar, si te los pagara se me iría la noche por encima de los trescientos euros y la crisis nos agobia a todos. No, desisto, ¿por qué no nos entrará alguna que no sea puta? Uno de los colegas, divorciado él, quiere volar al Garamond, pero yo no soporto el olor a sudor de ese sitio, los «nens» con camisetas marcando músculos, las chonis con piel de naranja y las rubiejas emperifolladas buscando guerra.
Incluso barajo la posibilidad de irme al Buda, un sitio que nunca se me ha dado mal, pero nadie me secunda. Coger coche hasta la A-6 un jueves a las dos de la mañana y con un jefecillo (el jefe no está) dando por el culo en la reunión de la mañana siguiente a las diez tienta poco y eso que llevo unos cuantos días sin echar un polvo. Me planteo una retirada honroso antes de que la noche vaya a peor; parece claro que hoy no me voy a cobrar ninguna pieza. Sólo el divorciado quiere seguir adelante, está encantado de vivir solo, aunque echa de menos un coñofijo y bocacerrada. En otros momentos desvaría y habla de encontrar el amor de su vida. Ya, le digo yo, pues no la busques a las tantas de la noche en el Garamond. «No seas imbécil amigo mío, todas las mujeres dan problemas y yo prefiero recoger velas», remato haciéndome el chulito.