A pesar de mi predilección por los partidos del Preston North End obtuve plaza en la Universidad de Cambridge para estudiar Francés y Español en el departamento de Filología Románica. Se eligió para mí el Downing College, fundado en 1800, porque acogía con simpatía a alumnos procedentes del norte industrial. Los colleges más antiguos y ricos, en cambio, como Trinity, King’s, Queens’ o St. John’s, reservaban un número importante de sus plazas para los alumnos aventajados que procedían de los colegios de élite como Eton, Westminster o St. Paul’s, a quienes preparaban para ingresar en Oxford y Cambridge como parte de su propuesta tradicional. No fue así en el Preston Grammar School. Mi profesor de francés, Mr. Clarke, me dijo: «No recibirás ninguna ayuda de mi parte para ir allí. Manchester es mucho mejor» (era donde había estudiado él). Más cordial fue mi profesor de español, Mr. Foreman que provocó en mí un interés duradero por España. Contaba anécdotas fascinantes acerca de las costumbres de aquel exótico país, que describía con todo lujo de detalles: el chocolate con churros, los patios y balcones de Granada y Sevilla, etc. Había trabajado en el MI6 durante la Segunda Guerra Mundial, según decía, y cuando no teníamos ganas de estudiar le preguntábamos por el papel determinante que había desempeñado en la derrota final de Hitler.
Llegar a Cambridge era entrar, de repente, en otro mundo. La belleza arquitectónica de los colleges, los claustros adornados de flores, el césped cuidado con mimo por los jardineros, el ambiente de estudio y erudición, todo ello dejó una impresión imborrable en mí. He vuelto a ellos muchas veces desde entonces y siguen presentando el mismo aspecto de perfección imposible. Recuerdo como si fuese ayer la tarde primaveral del año 1964 cuando atravesé por primera vez los portales de Downing College para acudir a la entrevista que decidiría mi posible ingreso en la Universidad. Su vasta expansión de verde césped rodeado de edificios neoclásicos de piedra de color amarillo pálido dorada por un tibio sol de abril, proporcionó una imagen que ha quedado grabada en mi retina para siempre. Tenía 18 años a la sazón, y mi madre me había comprado un traje gris con camisa azul y corbata granate para dar una buena imagen a los dos tutores que me recibirían. Por encima llevaba puesta una trenca no tan nueva, y con esta indumentaria entré en la antesala del despacho del jefe del departamento de Filología, en espera de ser llamado.

Antes de que pudiera sentarme, sin embargo, o siquiera quitarme el abrigo, el tutor abrió su puerta y, esbozando una amplia sonrisa, me hizo pasar con un gesto fino y educado. La entrevista transcurrió, por tanto, sin que pudiera lucir mi traje nuevo, para disgusto de mi madre cuando se lo conté después, porque pienso que ella cifraba gran parte de mis posibilidades de éxito en la impresión que causaría aquel elegante conjunto. No recuerdo muchos detalles de la conversación, salvo que traté de disimular cuanto pude mi acento de Lancashire, y que pregunté al final cuándo conocería el resultado de la entrevista. El tutor me contestó, con otra sonrisa que ahora interpreto como cómplice, que él podría decírmelo en aquel mismo momento, pero que me enviarían una comunicación formal. No adiviné, entonces, que su respuesta fuera positiva.
Tras una despedida cordial, Mr. Wisbey me indicó el camino hacia otro despacho donde tendría lugar la segunda entrevista, con un tutor cuyo nombre no recuerdo y que nunca llegaría a darme clase. Recuerdo que con un aire de cierta condescendencia me preguntó qué libros de teología había leído, ya que en la solicitud, bajo el epígrafe «hobbies o intereses», había escrito «la Biblia». El tutor me miró en silencio, y luego me preguntó si mi concepto del Nuevo Testamento cambiaría si supiera que San Pablo no había escrito las Epístolas que se le atribuían. La idea era novedosa para mí, pero sin darle vueltas al asunto, le dije, aunque sin gran seguridad, que no, que no me afectaría.
Unos días después llegó a casa una carta oficial, que conservo aún, con matasellos de la Universidad en la que se me ofrecía una plaza con la condición de que cumpliera «los requisitos de matriculación», una expresión que me llenó de zozobra y que interpreté, tal vez por mi nerviosismo, como un rechazo. Una lectura repetida de la carta logró convencerme de que se trataba tan solo de abonar una cifra modesta para poderme matricular, y que el resto de los gastos ocasionados por los tres años de carrera —manutención, clases y libros, etc.— serían satisfechos por una beca del Departamento de Educación. Mis padres se pusieron muy contentos, pero yo tan solo recuerdo haber tenido una sensación de sorpresa mezclada con inquietud. «No estaré a la altura» —pensé—, un sentimiento que me ha acompañado a lo largo de mi vida, incluso al redactar estos artículos para Fronterad.
Ante la necesidad apremiante que tenía de poner a punto los dos idiomas que estudiaría en Cambridge, el director del Preston Grammar School, Mr. B. J. Moody, me dio permiso para renunciar al último trimestre del curso escolar 1963-64 para pasar los meses de primavera y verano en Francia y España, y pasé unos cuatro meses muy felices en Bergerac y Terrassa antes de acudir a la Universidad.

Recuerdo que en el primer seminario al que asistí en la Universidad, de traducción francesa, me tocó sentarme al lado de un joven con voz potente, un tal Hinchingbrooke, vizconde, descendiente de una familia aristocrática. Tuve la impresión de que sabía menos que yo, y saqué mejor nota que él en el examen final, pero él no dudó en dar a conocer su importancia ante los demás. Mi natural timidez y la necesidad de evitar situaciones embarazosas me marcaron en aquella etapa estudiantil, las clases me asustaban, y nunca creí que fuera capaz de superar los exámenes de primero y de último año, que eran los que otorgaban el título al final.
Nada más instalarme en las habitaciones que tenía asignadas en Downing, dos estudiantes que procedían de un colegio de élite del sur del país con un acento posh sacaron el tema de la fe religiosa: «Tú solo eres creyente porque tus padres lo son», me informaron con desdén, y su comentario me dejó intranquilo. Afloró la ansiedad que me había invadido en los partidos de fútbol y me sentí solo, en un mundo que no conocía y me llenó de inquietud. Me vi obligado por tanto, a plantear el asunto de la fe desde una perspectiva más racional y por fortuna, conocí a personas que me ayudaron a relacionar la Biblia con la vida real, entre ellas el profesor Gooding, de quien hablé en un artículo anterior.
Después de superar con nota el examen final, y tras unos años en Madrid, en 1972 nos encontrábamos en Philadelphia donde me incorporé al departamento de Filología Hispánica de la Temple University donde se dio otro paso más en mi comprensión de la relación entre Biblia y fe.





