Doy por hecho que, aparte de algunos especialistas, la gran mayoría de los españoles saben poco de la relación que tenía Middlebury College con la flor y nata d los poetas y hispanistas que se exiliaron de España gracias a la Guerra Civil. Allí llegaron para seis semanas cada verano Pedro Salinas con su familia, Jorge Guillén con la suya, Luis Cernuda, Germán Bleiberg, y todos los García Lorcas que lograron llegar a salvo a los Estados Unidos.
La semana pasada hice un viaje allí en plan homenaje y la primera cosa que llama la atención es lo difícil que es llegar. Está lejísimo de todo y yo tenía la gran ventaja de poder partir desde un pueblo en Massachusetts, el mismo donde escribía Melville su obra maestra. Alucina pensar como habrá sido al principio de los años cuarenta y partiendo desde Nueva York y de Boston. Pero el viaje recompensa. Es precioso – praderas, bosques, granjas, lagos y ríos y riachuelos, caballos y vacas, y una cadenita de poblaciones mínimas, cada una con su iglesia blanca hecha de madera, su Inn y su General Store.
El pueblo de Middlebury, que se divide por un río que va a toda velocidad, dispone de un ‘gran’ hotel, varios restaurantes buenos, tiendas, librerías, y una pastelería fuera de serie. Pero lo que domina es el campus del College que fue fundado en 1800 y que sigue siendo una de las universidades más modernas y progresistas de los Estados Unidos.
Vi una foto hace unos años en Madrid que resumía todo que sentía caminando entre los edificios del campus con mi perrito un día gris pero bonito hace unos días. Fue la foto oficial de la boda que tuvo lugar allí mismo en el año 1942 entre Francisco García Lorca, el hermano tan querido por Federico y Laura de los Ríos, hija única de Fernando de los Ríos y amiga íntima de Isabel García Lorca desde una infancia vivida plenamente en Granada. En el centro se ve la pareja, él muy guapo y ella con un vestido y sombrero con vela bastante chic (dónde los conseguía?), rodeado por sus respectivas familias – salvo algunos. Están los padres del novio y los padres de ella, y las dos hermanas de él, Isabel que nunca se casó, y Concha con sus niños, sentados en la césped de Vermont, huérfanos. Los mayores están haciendo lo mejor posible para sonreírse pero no lo consiguen del todo, no lo consiguen porque el olor de la barbarie está todavía pegado a ellos. Fernando de los Ríos, que fue Ministro con Azaña y que terminó la guerra siendo el embajador del gobierno legitimo en Washington sin poder sacar ni un rifle de Roosevelt, lo había perdido todo. Los padres del novio, mucho peor todavía, habían perdido su hijo mayor vilmente asesinado (como tantos otros) y su yerno Manuel Fernández-Montesinos Lustau, asesinado también. Allí estaban en la foto en ese pueblucho de Vermont, haciendo lo mejor que pudieron, destrozados pero uniéndose.
Allí estaban donde pisaba yo hace nada, allí estaban gracias a la estrechez de la repulsiva Iglesia Católica Norteamericana y la influencia que tuvo sobre Franklin Delano Roosevelt con los nervios que tenía por unas elecciones cercanas. Allí estaban gracias al racismo de los Ingleses y de la emblemática tacañería de los Franceses, gracias al cinismo de dos matones llamados Stalin y Hitler y la llamativa ausencia total de piedad del pequeño y gordito general de El Ferrol con esa voz de castrado y su campaña de asesinar pordoquier acompañada por – lo que suele pasar en las guerras civiles y lo que nadie todavía me ha podido explicar, algo que se remonta seguramente en la naturaleza primitiva de nuestro especie – el ensañamiento espontáneo de tanta gente. Y … finalmente … gracias a la astucia y la generosidad de no sé quien exactamente allí en Middlebury College que tuvo el impulso entonces de invitarles a dar clases cada verano.
La pena mezclada con la culpa (de los que sobreviven), la rabia y el alivio salían de la foto palpables.
Yo tuve la gran suerte de conocer bien a Granada en los años sesenta y setenta, después del horror inimaginable de lo que pasó allí en el verano de 1936 y antes del horror inmobiliario que tuvo lugar sobretodo en los años ochenta y noventa (y que sigue metiendo a la ciudad en un saco de caos urbanístico tan lejano de lorazonable que casi pide reflexiones apocalípticas). La mala uva sí estaba allípero uno ya podía pasar de ello lo suficiente, y muy especialmente en lo que era mi estado de guiri veinteañero con barba y ojos azules con el pasaporte del Imperio en mi bolsillo. Así que andaba yo mucho por la Vega entonces cuando todavía seguía conectada a la ciudad. Caminaba por las plantaciones de álamos y de tabaco y de remolacha oyendo el agua fluyéndose debajo de mis pies. Podía probar un sorbo de cómo había sido y vivía allí varios años, fue mi casa para varios años, mi hija nació allí. Sé donde está. Y ahora sé también donde está Middlebury y con todo el respeto del mundo intenté en ese viaje a Middlebury ponerme en los zapatos de esas familias intentando imaginar lo que sentían ellos – tan lejos de su paraíso perdido y de su cultura destrozada, de sus casas donde seguían estando los muebles y sus camas. Sé muy bien que hablo de una tragedia demasiado común en el mundo, y que muchos países a lo largo del tiempo han generado historias parecidas y ‘se la vie’. Pero esta historia me tocaba relativamente de cerca, yo que solo he sido un observador.
Por todo que he oído, los españoles se pasaron bomba allí en Middlebury, fiesta tras fiesta, abrazando la arquitectura de Nueva Inglaterra y la vida de ese pueblo tan modesto y hermoso con gusto. Lo llevaron bien rescatando a la vez tradiciones culturales de Iberia – y enseñándolas a unos estudiantes muy afortunados – que sabían como pocos en el mundo y que en España misma iban a pudrirse a lo largo de cuarenta años.