Cuenca, 21 de mayo de 2023
Desde hace mucho tiempo, he ido viniendo a Cuenca con frecuencia. Sin embargo, hace poco que, por nuevas circunstancias de la vida, resido aquí, viviendo en realidad a caballo entre La Mancha viva, donde tengo mis referencias familiares (por otra parte, llevo ya algunos años jubilado) y la ciudad de las Casas Colgadas. La altura de la villa, esos casi mil metros, me sienta bien. Habito en un pequeño mas coqueto apartamento, situado en una de las calles más destacadas del pintoresco y empinado recinto antiguo. Frente a mi balcón y a una ventana se levantan sendos gruesos muros de viejas iglesias.
No tiene todas las ventajas morar en un bonito rincón de la arcana Cuenca. Tráfico moderado de automóviles y personas durante los días laborables. Pero los fines de semana, no digamos los puentes, no mentemos la Semana Santa, un turismo a destajo, muy avasallador, invade y trastorna el cobijo del hermoso hieratismo que, sin ese turismo que perturba las serenas esencias, abriga al Casco con intenso encanto. Frente al ruido y a la desmesurada presencia de individuos que atoran calles, plazas, aceras, a veces pienso que me gustaría que Cuenca volviese a los tiempos, que amigos conquenses de pura cepa me refieren, en los que la villa, menos desarrollada y pulcra que ahora, reunía sólo a una buena cantidad de sotanas negras, a una escasa y privilegiada burguesía y a unos vecinos que se solazaban recoletamente en su barrio alto, sin turistas, sin tener ni siquiera la necesidad de bajar a Carretería, un antiguo arrabal, proveniente del siglo XV, actualmente dotado de una apariencia de ensanche decimonónico, provinciano y comercial de la ciudad.
Se me pasa por la cabeza, para lo sucesivo, venir a Cuenca los domingos por la tarde y largarme los viernes por la mañana. O trasladar la vivienda a otro ambiente urbano. Hace días bajé por la calle Alfonso VIII, todavía en la Cuenca antigua, atravesé toda Carretería, ahora completamente peatonal, repleta de concurridas terracitas, y, al cabo de unas calles céntricas, me adentré en el barrio de Casablanca, plantado en un lateral de la vieja estación de tren, antes de que la nueva, por nombre «Fernando Zóbel», adorado por Cuenca, trajese el AVE. Es un barrio digamos no bonito, como sí lo es la ciudad histórica, pero tiene un ambiente muy concreto y característico.
Casablanca es un barrio que carece de casitas bajas, de viviendas unifamiliares, y donde únicamente hay bloques. Su marco sociológico es mayoritariamente obrero. Los parroquianos de los bares lo delatan de forma explícita. Por sus aceras deambulan mujeres emigrantes, ataviadas con velo, arrastrando carritos de niño y sosteniendo bolsas de la compra, lo que no se ve, o se ve muy poco, en la Cuenca alta. Hay un buen, amplio y bien nutrido supermercado AhorraMás, bien provisto, entre otros alimentos, de una buena carta de vinos. Yo la primera vez que entré en el barrio fue para dirigirme a Rastro Betel, una especie de cooperativa cristiana que vende diversos artículos de segunda mano, desde muebles a libros, para cubrir sus fines caritativos. Compré, a muy buen precio, un silloncete de mimbre que estaba como nuevo.
En el barrio se eleva una iglesia, la parroquia de Santa Ana, santa patrona, además, del barrio, mostrando su exterior la más genuina opción obrera, el ladrillo. Su interior ofrece una gran sala, muy luminosa y decorada con mucho gusto, diseñada en un estilo que podríamos calificar de vanguardia proletaria, con muy amplias cornisas de cemento crudo, un poco al modo del Moneo en la estación de Atocha. Y en el terreno existe un cine, llamado Odeón, sito curiosamente en la Plaza del Cinematógrafo. Hoy sólo abre los miércoles para un público restringido, los 700 socios del cineclub Chaplin, que lleva funcionando desde hace 53 años y que saca una revista anual, Tiempos modernos, libros, vídeos, y hasta organiza un ágape al año para todos los socios. El abultado número de adscritos se ha de repartir en tres sesiones. Si la película es extranjera se ofrece la versión original, con subtítulos. Adentrarse en el Odeón es la manera ideal de ver cine, sin molesta publicidad previa, sin inútiles tráileres, rodeado de un público asistente respetuoso, es decir, silencioso; no como en las salas comerciales, donde suenan los celulares y se mantienen encendidos, y donde los espúreos espectadores hasta llegan a hablar por teléfono y entre sí como si estuvieran en el salón de sus casas.
En Casablanca vive gente sencilla y mucha de esa gente dispone de una economía apurada y sufre la estrechez monetaria por la constante subida de los precios, a la vez que es sensible a los mensajes propuestos por los partidos políticos. Ya sabemos que la gente más débil está muy expuesta a las veleidades pronunciadas por los mandatarios; y algunas de ellas pretenden abolir los conquistados derechos democráticos en favor de mejoras sociales a lograr, según dicen, sin esa democracia. La ultraderecha, en ya varios países europeos, propugna ciertos proyectos yendo en contra de la emigración, de lo público, esgrimiendo el término «libertad» con un abominable modo hipócrita. Y mucha de esa gente cae en el engaño y se ilusiona con la propuesta de estas prontas y «salvíficas» soluciones.
Yo no soy francés, y por tanto no votaría a Marine Le Pen, porque soy intelectual (no reniego de serlo, como Sánchez Dragó, que en paz descanse, porque trabajo con el intelecto) y medito las cosas con cierto raciocinio, retórica y dialéctica. Aún en el peor de los casos, sigo votando a la izquierda. Pero si fuese otro, siendo francés, digo, es posible que la votara. En España estamos algo vacunados, y vemos que las proclamas de Vox atacan al aborto, a la eutanasia (al divorcio no, el propio Abascal está divorciado) y defienden los toros, la caza, la Semana Santa, la bandera roja y gualda, la eñe. Recuerdan, descaradamente, al desfasado y denostado franquismo. Le Pen no hace nada de esto, sino que en su discurso, aparte de sus mentiras negacionistas, defiende, sobre todo, a la República Francesa, llena de católicos pero rigurosamente laica. La manía de la izquierda es presentarse desunida. Ese dato nos es palpable. En Francia ahora la izquierda es un desastre. Marine Le Pen es superior a Meloni, a Abascal, a Orbán. No es de extrañar que, no tardando, llegue a ser la primera mujer, próxima presidenta francesa.