
Al final el discurso vespertino de Snchz el día anterior provocó que la réplica de Rajoy pareciera el discurso de la investidura a la que no se quiso presentar. Era una cuestión de costumbre: madrugar y no ver al candidato sino a Rajoy, que en estos días es un poco Claudio, el tío de Hamlet, antes de verter el veneno en el oído de su hermano. Luego yo me di cuenta de que realmente era Claudio, pero el gallo, por la alegría de su tono. Su bancada reía alborozada, casi no creyéndose a su líder redivivo y crecido en su elemento donde uno podría hasta imaginarle bailando claqué.
Con los toros de Guisando dejó a los socialistas petrificados, a unos por desconocimiento (pero con la sensación, como en un cuento de Faulkner, de que algo terrible estaba pasando), asegurándoles que acabarían entendiéndolo todo, y a otros con toda la luz del flash en los ojos que les estaba descarnadamente retratando. Fue antes de que el presidente en funciones relatara cómo y cuando Snchz descubrió Portugal, instándole a reconocerle que aquello le deslumbró como a Hernán Cortés las leyendas de El Dorado. Todo fue dicho para concluir que lo que se daba era la comedia, un mes de representaciones ininterrumpidas que se hubieran ahorrado, en esta hora capital, si el candidato se hubiera ahorrado (también) algún «no».
Lo malo de la intervención de Rajoy fue que parecía Cánovas en la forma, lo cual, aunque también hubiera sido en el fondo, hubiese significado lo mismo por no parecer alguien más actual y mediático (un tertuliano de moda, por ejemplo) en ese auditorio del cambio que podría no saber nada de la Restauración. Ni falta que hace. Lo bueno fue cuando se mezcló con el vulgo, y esto todo el mundo lo entendió, afirmando que ellos, el PP, no usan cordones sanitarios, si acaso Rajoy la dialéctica (esa cosa rancia) en el Congreso, definiendo las intenciones de Snchz como «un ejercicio de demolición iconoclasta» o citándole el bálsamo de fierabrás, que para muchos debió de ser como derramarles sobre la cabeza un jarro de potingue.
Inició la dúplica el candidato avisando de que iba a «hacer una intervención respetuosa» (precisión importante viniendo de quien venía) y añadiendo que le iba a decir más (eso esperaba todo el mundo: precisión innecesaria) aunque al final no dijo nada, al menos que no se supiera. La intervención respetuosa duró mucho pero a mí se me pasó en un suspiro: lo que tardé en hacer la lista de la compra. Estaba pensando en si tenía pasta de dientes cuando ya estaba otra vez Rajoy en la tribuna diciéndole a Snchz con la retranca aún de pie (Rajoy se había bajado de la tribuna dejándola allí apoyada como un rifle para cuando volviera) que esta investidura era un engaño, un fracaso, lo mismo que su programa, porque no había querido hablar con él. «Ese es el gran fraude», dijo, con el rictus de cuando le llamó indecente, antes de volver al retranqueo ya intercalándolo con los palos y los chistes de humorista de club elegante donde también se asiste a variedades. Una especie de Jake La Motta, el boxeador comediante.
Me gustaría extenderme en este combate bipartidista (un combate desigual: Don Quijote contra los molinos), pero el pluriempleo me obliga a acortar. En realidad a acortarlo todo, y es una lástima. Llegó Pablo, al fin, quien una vez cumplido su sueño está lanzado al grito de ¡carguen! sin precauciones socialdemócratas sino nítidamente marxistas. Podría haber dicho entonces: “Hasta la victoria siempre”, pero empezó con un: «Permítanme que diga La Verdad», continuando con que «la política está para transformar la realidad», frases que se entienden absolutamente pero de las que nadie le podrá acusar porque Pablo es un animal político de impresión cuya ausencia de moralidad podría ser el principal problema para esta España que se interroga. Pablo nos dio el listado completo de sus lecturas, que es en lo que, para muchos, debe consistir el miedo, y habló sin tapujos en modo tertulia televisiva, en modo mitin para los suyos, para La Gente que sufre a los poderosos y a las oligarquías, al «dogmatismo económico liberal» y a la “Naranja mecánica” que da paso al fraude y a la precariedad.
Snchz en ese momento ya era un invertebrado, un muñeco de trapo que se dobla y no parece sufrir, lo que le honra, tratando de enderezarse entre las notas de color local (como aquellas de Capote en las que describía, casi pudiéndose sufrir el asco, un viaje en tren por aquella España que Pablo no vivió y que sin embargo intenta revivir) como la de las concertinas o el niño muerto en la playa. Era La Gente, Su Gente, la que estaba en juego, donde Pablo se apoya para saltar, sin importarle pisotearla, para alcanzar el cielo. Ahora está sobre las nubes, y desde ellas se dirige con tono de sermón y timbre de rapero a cualquiera que se encuentre por debajo, como Snchz, recordándole la displicencia con la que antaño trató su partido a «hombres justos» como Labordeta o Gerardo Iglesias. Pdr trató de convencerle sin intentarlo siquiera, incluso le recordó la muerte de Isaías Carrasco por lo que Pablo, ya en pleno frenesí, se puso a cantar a Manu Chao: «Me gusta Malasaña, me gustas tú…» lanzándose sobre el morrillo del PSOE diciendo de Felipe González que tenía «la espalda manchada de cal viva», lo que igual aparece en alguna canción (de las suaves, una de amor quizá, una de La Fábrica de Amor de Podemos) de Pablo Hasel.
A eso se le llama Medley, tan delicado que Pablo (Iglesias) no pudo soportar ¡cómo se puso! los habituales abucheos de los diputados, a quienes regañó con el ímpetu del Maestro que es, incluso doblando los tiempos de intervención, por lo que Patxi en un primer momento, el señor López en el segundo (detalle de tratamiento que hizo notar Pablo con una autoridad descarada, reaccionaria de puño en alto), presidente de la Cámara y protagonista por alusiones, puso voz de profesor de primaria como si le hablara a Pablito, joder con Pablito, mientras Íñigo, su amiguito, parecía que se hurgaba la nariz. Ahí, más o menos, se acabó la batalla (al menos hasta donde yo pude ver) a la que no quiso sumarse Rivera, una batalla terrible y cruel y divertida, quien habló cargando con la Transición a cuestas y recordando que a ese acuerdo se avinieron muchos que llegaron del exilio, hecho superado por el que también levantará el puño Pablo, que ha venido para levantarlo todo.
Lo que hizo Rivera fue edificarse como presidente. El presidente era él mientras el candidato se evaporaba. Era Suárez. Suárez hablaba en él irreconocible con ese peinado de patricio y ese traje y esa corbata que no le visten a uno sino que le enfrascan. Albert les hizo el vacío a los otros tres grandes partidos echándoles a la cara el guante de su arrogancia, aunque cuidándose de sólo acariciar con él a su socio, que se rascaba. Les echó la bronca moderada, centrada y decorada con motivos como el que los jefes son los ciudadanos o que se dejasen de pelear por las sillas y lo hicieran por los ciudadanos. Habló del paro y de los contratos temporales y de la pobreza. Asumió el mestizaje político, ese concepto imposible con estos mimbres. Mencionó a los autónomos con la misma emoción que Pablo a su abuelo y habló en catalán: “Tranquils, tranquils”, les dijo a los folloneros; y citó a los estadistas de la historia como Pablemos a los teóricos del fracaso: Suárez, otra vez, Churchill (que viene mucho últimamente por España) al que un día Patxi, o el señor López, puede que acabe dándole la palabra (como a Gramsci, y hasta a los Chikos del Maíz) por alusiones.