Comentario de lectura sobre ‘El americano’
Jeffrey Lawrence
Chatos inhumanos, Nueva York, 2024

Aproveché el Día de la Hispanidad para leer por fin El americano, la novela escrita en castellano por Jeffrey Lawrence, estadounidense de Salt Lake City. En la ciudad en la que resido, en Córdoba (España), el Ayuntamiento decidió conmemorar la llegada de Cristóbal Colón al nuevo continente con un concierto dirigido a un público de perfil conquistador, con artistas tan poco dados al mestizaje como los bailables Siempre Así y el one-hit-wonder José Manuel Soto. Así que era un día propicio para leer la novela y, sobre todo, para tratar de entender qué había llevado a un joven estadounidense nacido en el Estado mormón a escribir un libro en castellano, con un rabillo del ojo puesto en Benjamin Labatut y su aplaudida novela Maniac, escrita originalmente en inglés y traducida por él mismo al castellano, por si podía servir de referencia.
El caso es que el Día de la Hispanidad era el día perfecto para iniciar un camino que me acabó llevando, como suele ocurrir, a un destino del todo inesperado. Fue difícil conseguir el libro, pero el milagro ocurrió gracias a las redes sociales y a las amistades no peligrosas. Uno de los editores de Chatos inhumanos -la editorial radicada en Nueva York donde se publicó la novela de Lawrence- es Ulises Gonzales, profesor y escritor peruano, que había anunciado en Facebook que estaría en la Feria del Libro de Madrid con diversos libros publicados por su editorial. A Ulises Gonzales yo le había leído La vida papaya en Nueva York, así que no fue difícil comunicarme con él y ponerle en contacto con un buen amigo de Gijón, verdadero prohombre de las letras hispanoamericanas en España: Eduardo García Blanco. El caso es que se encontraron en Madrid y Eduardo compró para mí El americano y también Campus, de Antonio Díaz Oliva, retrato de la ola woke de las universidades estadounidenses. Con estos precedentes, la lectura era obligatoria.
Tardé en entrar en esta novela post-juvenil. Las andanzas de un veinteañero Jeffrey Lawrence, primero en Guanajuato y luego en el Río de la Plata, tenían mucho de esa “literatura de Erasmus” -permítanme la acuñación del término- que consiste en narrar, de la manera más creativa y ocurrente posible, las desventuras de jóvenes estudiantes españoles en otros países, conviviendo con personas culturalmente muy diferentes, sobre todo chicas. Es un concepto manido y que aburre. Así que las confusiones lingüísticas de Lawrence me hicieron anotar en un momento de enojo nada menos que la referencia a Ninette y un señor de Murcia (de Miguel Mihura, para quien ande despistado), cuya adaptación televisiva vi en mi adolescencia, atento a la pantalla por el papel estelar de una Victoria Vera en sus años de esplendor. Mentiras, a estas alturas, las justas.
No fue fácil entrar del todo en el libro, a pesar de algunas situaciones atractivas, como la deificación de Rodolfo Walsh en la Universidad de Buenos Aires. Las confusiones, los estereotipos y las conversaciones articuladas de manera inconsciente en torno a una cierta superioridad colonial, o norte-sur, o blanco-mestizos, no terminaron de conseguir los efectos quizás deseados. Pero la pregunta seguía en el aire, las dudas no se habían despejado, y algunos otros destellos -como la aparición de Bolaño con toda su enorme influencia, las referencias a Onetti o las miradas a Henry James y Hemingway por el espejo retrovisor- mantuvieron el interés hasta el final. Jeffrey Lawrence, además, escribe en substack artículos muy interesantes sobre Literatura, y uno de ellos –A Note on the Vanishing White Novelist Debate– publicado el 14 de agosto, sobrevolaba mi lectura de su libro, una lectura que perseguía respuestas a mis preguntas: ¿Qué había llevado a un joven profesor de Utah a querer escribir y publicar en castellano esta novela, cuáles eran sus razones de fondo, incluso su expreso deseo de que sea clasificada como literatura hispanoamericana?
La clave -es decir, mi clave- la encontré de manera muy indirecta. Durante el transcurso del libro se pone de manifiesto la condición judía del autor. En mis notas había apuntado también, ya sin enojo, una referencia a Zelig, la camaleónica película de Woody Allen, porque ya tenía una idea muy básica pero interesante acerca de la tendencia del autor a tratar de mimetizarse con sus entornos en México, Argentina y Uruguay. Así que este descubrimiento, su condición humana judía, me llevó a interesarme y a buscar artículos, libros e investigaciones sobre la literatura de origen judío o sefardí en Latinoamérica, deslumbrado por autores contemporáneos como Eduardo Halfón -¿y Gustavo Faverón?- y pertrechado con mis abundantes lecturas sobre el Holocausto y los testimonios de los supervivientes.
Esta búsqueda feroz y vehemente me permitió descubrir una relevante confesión de Jorge Luis Borges: “siempre lamenté no ser judío”. El artículo firmado por David Alejandro Rosenthal revela que le hizo esa declaración en 1969 nada menos que a David Ben Gurion. Y estos hallazgos, sobre Borges, sobre la fértil tradición de escritores latinoamericanos de raíces judías y sefarditas, se convirtieron en una epifanía sobre El americano y sobre Jeffrey Lawrence, confirmada unas horas más tarde al leer la brillante reseña escrita y publicada por Luis Othoniel Rosa en la Latino Book Review, cuando sostiene que Lawrence “echa mano de la tradición del sentido del humor judío de la auto-burla (self-deprecating)”.
Así que ahí estaba, delante de mis narices, la respuesta anhelada. Este libro, El americano, escrito en castellano por un estadounidense judío nacido en Salt Lake City, sólo podría haber sido escrito por un judío, porque sólo en el marco de esa fértil tradición cultural cabe la posibilidad de explorar otra cultura hasta el punto de mimetizarse con ella, hasta el punto de querer escribir una obra que pueda clasificarse como literatura hispanoamericana en los anaqueles de librerías y bibliotecas. Porque ese deseo borgiano de ser judío me trajo a la memoria de inmediato aquel deseo de ser piel roja de Kafka, cuadrando así el círculo de mi búsqueda: “Si uno pudiera ser un piel roja siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz, a través del viento, constantemente sacudido por la tierra estremecida hasta arrojar las espuelas, porque no hacen faltas espuelas, hasta arrojar las riendas porque no hacen falta riendas, y apenas viera ante sí que el campo era una pradera rasa, habrían desaparecido las crines y la cabeza del caballo”.
Quizás Jeffrey Lawrence lea esta entrada y piense que lo mío es una boutade. Si es así, me gustaría compartir con él que ese poema de Rubén Darío al que hace referencia en la página 100 (A Roosevelt) comenzó a ser escrito cuando el poeta nicaragüense descansaba en Málaga, mi ciudad natal, adonde llegó en diciembre de 1903 atraído por las bondades de su clima invernal, apenas un mes después de la invención impuesta del nuevo país centroamericano, Panamá. A veces la lectura tiene estas cosas: una novela de apariencia juvenil y testimonial se acaba convirtiendo en una invitación para descubrir y explorar la literatura de raíces sefarditas en Latinoamérica, para comprar más libros -como La extraña nación de Rafael Mendes, del brasileño Moacyr Scliar- y para reflexionar sobre la identidad, la Hispanidad y las diferencias y similitudes culturales transatlánticas. No es poco bagaje. Entre tantas páginas pretendidamente ambiciosas, literarias, epatantes, el reto de escribir un libro de literatura hispanoamericana, el deseo de ser un escritor hispanoamericano no deje de ser ambicioso y epatante. Así, El americano se ha convertido en una de las lecturas más complejas, iluminadoras y exigentes del año que casi termina. Un regalo inesperado.





