
Alameda de Cervera, 14 de abril de 2023
Hoy se celebra el día de la proclamación de la Segunda República Española. Ese régimen debería ser el natural, por supuesto democrático, de todos los estados. Sin embargo, ahora mismo nuestros reyes, en mi opinión, son defendibles, no desde el punto de vista del mantenimiento de la institución -las monarquías no tienen sentido- sino meramente del personal. Por el momento.
Leo a la vez los diarios de Cioran y El libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, atribuido al semiheterónimo Bernardo Soares. Obras que me resultan similares en muchos puntos. Cioran dice en su libro que lleva mucho tiempo sin escribir y que se agarra al diario, al fragmento, como a la obligación irrenunciable de la escritura.
Pessoa, o Soares, alude a la imperfección de su escritura, declarando no sólo que lo que escribe no le satisface, sino que lo que ha de escribir tampoco le satisfará. «¿Por qué escribo entonces?», se pregunta: «Porque, predicador que soy de la renuncia, no he aprendido todavía a practicarla plenamente. No he aprendido a abdicar de la tendencia al verso y la prosa. Tengo que escribir como cumpliendo un castigo.»
Inicio este diario sumido, como lo enuncian estos dos genios, en la obligación de escribir, como forzado a cumplir un castigo, al decir de Pessoa. Yo en un tiempo escribía mucho, hacía versos, en ocasiones varios poemas al día. Construía ensayos, montaba biografías, traducía. Desde hace años, la poesía me sale tan sólo esporádicamente, no siento la frecuente inspiración de entonces, obligatoria para escribir poemas. De los ensayos francamente me he cansado; no quiero ya elaborar trabajos con epígrafes y notas a pie de página. Hace casi una década, quise hacer un trabajo, un texto extenso, un libro, ¡vaya!, que tratase del tiempo de la poesía española que ya no quise llamar de posguerra, dudando de hasta dónde llegaba la posguerra, sino, acotando más resueltamente, tratar de la poesía española en la época del franquismo. Pero, como acabo de decir, me negaba a gestarlo con epígrafes y notas al pie. A ver si se me enciende la bombilla, me dije. Y se me encendió.
Comencé a escribir la autobiografía apócrifa de un poeta que yo he estudiado con asiduidad; gran poeta y hoy olvidado: Gabino-Alejandro Carriedo. Su singladura literaria coincide bastante con el periodo de la dictadura de Franco. Comenzó su andadura en su Palencia natal nada más concluirse la guerra civil, y falleció en 1981. Si no llega a morir tan pronto hubiese logrado un éxito considerable. El año antes del óbito, se publicó en la editorial Hiperión una antología de su obra, Nuevo compuesto descompuesto viejo, prologada por Antonio Martínez Sarrión. Había sido un poeta notorio, considerado en el panorama. En realidad, su poética era la de la llamada Generación del 50. Pero fue excluido, como su íntimo Ángel Crespo y otros, en la decisoria antología de García Hortelano, al parecer por no llevar a cabo ciertas prácticas de la ortodoxia comunista. En mi libro habla Carriedo, refiriendo sucesos y eventos del momento considerado; pero también comenta vicisitudes de su vida, de forma que el relato me salió algo novelesco. Lo que, al no estar dotado, como yo querría, para la novela, me produce cierto orgullo. También me hubiese gustado escribir teatro.
Ya llevo mucho tiempo escribiendo habitualmente sólo artículos que publico en algunos medios, ya todos digitales. En ellos reflexiono sobre distintos temas, abundando en ellos la reseña, siempre breve, de obras literarias, el relato de algunos viajes y el comentario sobre autores dilectos para mí. La unidad de estos textos míos es el párrafo, unidad en la que insisto en su cuidado, en su pulcritud, tanto en su continente (extensión, ajuste de frases, etc.) como en su contenido. Ahí procuro poner en práctica con esmero un arte combinatorio de palabras que salga lo mejor posible, como ha de hacerse con respecto a la poesía. Hay que escribir. El escritor no es en su vida, fundamentalmente, sino escritor. No sólo debo ceñirme al párrafo, sino implorar de nuevo la poesía. Porque no soy otra cosa, como digo, más que escritor. Y el producto debe aflorar idealmente con prolijo empeño. Si acaso, al morir, no me incinerase, en la lápida de mi tumba habría de figurar, al lado de mi nombre, prescindiendo incluso de fechas, únicamente el vocablo-epíteto: escritor.
Quiero terminar esta entrega refiriendo una anécdota, un hecho contundente que me ha ocurrido hoy, Día de la República. Escribiendo esta entrada, hace un rato tuve que coger el mencionado Libro del desasosiego, situado en la balda más alta de una de las estanterías de mi biblioteca. Me desplacé al gabinete desde el salón y eché mano de una cuca escalerita de madera que yo sabía que fallaba; y falló. Me di un hostión morrocotudo. Menos mal que no me dañé la cabeza. Pero el golpetazo lo recibí de lleno en el codo y la muñeca derechos y en la muñeca izquierda, la cual comenzó a amoratarse enseguida. En esto llama mi amigo José Ángel García para quedar mañana en Cuenca. Le digo lo que me ha pasado y me aconseja que sumerja los brazos en agua con hielo. Así lo hago. Aún estoy escribiendo entumecido. ¡Qué burla del Destino haberme dado esa gran «leche» al querer alcanzar precisamente el Libro del desasosiego!
Escribir consuela, aunque la apreciación de nuestra escritura resulte cada vez más dudosa y nuestro juicio, en cuanto a la calidad de la obra escrita, sea en extremo vacilante. En el tan citado Libro pessoano, el autor declara: «De niño, escribía ya versos. Entonces escribía versos muy malos, pero los creía perfectos. Nunca más volveré a sentir el placer falso de producir obra perfecta.»
Bienvenido, Amador, al microcosmos de los diarios personales. Me gusta como has empezado el tuyo y te deseo constancia en el empeño. ¡Bravo!
Espero que se te haya quitado el dolor. Me ha gustado mucho esta entrada, y el blog, que desconocían.