
Como en un verso de Camoens. Hay una terraza perteneciente a un bar de Tomelloso, en la provincia española de Ciudad Real, que se exhibe curiosa y grandemente observable. Terraza curiosa, aunque no deja de ser soberanamente normal, consuetudinaria, como todas las terrazas veraniegas en lugares donde la temperatura alcanza, en virtud del en boga cambio climático, también llamado calentamiento global, más de cuarenta grados a la sombra.
La aludida terraza, en el espurio atardecer de una jornada de final de julio, está repleta de individuos atendidos por unos cuantos muy serviciales camareros. La ocupación comprende familias con niños distribuidas en tres generaciones, grupos mixtos de chicos jóvenes, grupos de chicas solas recién salidas de la adolescencia, y un especimen solitario (otras veces un hombre solitario, muy solo, ubicado bajo la sombra de un gran pino) que apura su copa de vino blanco con sifón y de vez en cuando teclea algo reflejándolo en el block de notas de su teléfono celular, aunque no es argentino el que escribe.
Este ser solitario se despreocupa del entorno, alrededor abrasador: Una gasolinera plantada ante el más burdo edificio; una hilera de toscos «chaletes» adosados; el asfalto quemante; radios que desarrollan su arbitraria extensión en larguísimas calles partiendo desde el centro de ese vasto círculo constituido por la terraza. Ese entorno lo pueblan algunos anuncios que pasan desapercibidos. Pero no hay metro y, por lo tanto, no hay libros, un solo libro. Sólo discurre, y se percibe manifestando su carácter contumaz, el estruendo de unos terribles triciclos a motor que muy raudos circulan cegando totalmente el rumoroso compás de la terraza.
La melodía, extendidamente ambiental y muy sonora y dicharachera, potenciada por la peculiar y acusada cadencia fonética del hablar tomellosero, está constituida por la dinámica conversación, muy variada y a la vez homogénea, que fluye sin cesar. Conversación marcada por el tiempo, la tradición o un haz de referencias mayormente mezquinas e insustanciales. El solitario quiere transformarlas en aceptable literatura. Por ejemplo, la alarma de una chica que tiene al lado de su asiento, la que, aún con sus hermosos 24 años, va a cumplir «nada menos» que un cuarto de siglo, relatando este sencillo e irremediable hecho con una especie de horroroso sentir. O las evocaciones redundantes, hueras, nostálgicas, de individuos viejunos que portan en sus muñecas pulseras trenzadas con hilos rojos y amarillos, colores del pendón español.

En los campos de Tomelloso sobresalen, innumerables, los campos de cultivo, irguiéndose, altivos y con legítima vanagloria, como perfecta naturaleza ordenada. Aparentemente, el polo opuesto, e inconcebible con la naturaleza, es la sociedad impuesta por el género humano. Aunque esta apreciación es engañosa, pues lo social en verdad es una imitación natural (sociedad de flores, sociedad de árboles, sociedad de animales, etc.), si bien es cierto que es más flexible en comportamiento que la conducta conformada por las rígidas leyes que la pura naturaleza posee. La sociedad tiene como base la vida. Afirmaba Rubén Darío que la vida es dulce y seria; dulce es vivir, pero también es sometimiento a graves reglamentos. Vivir siempre es un énfasis. Una pasión. Sin embargo, el filósofo Jean Paul Sartre, siempre tan pesimista, apostillaba que la vida, siendo efectivamente una pasión, empero se mostraba como una pasión inútil.
Viaje. Parada. El solitario recala en histórica villa de Castilla La Vieja. En un buen restaurante, de amplio patio, deglute un refrigerio reparador. Fuera, muchas campanas originan un insomnio característico hecho de piedra vieja.
Y al fin, el solitario fecha este texto en la grata hospedería de una abadía. Entre sus sacros muros se conjuga el delicado impulso desarrollado por una discreta sociedad, sumando los educados modos de monjes y huéspedes, con un silencio perdurable manifestado como el más suculento paisaje. La charla comedida, concebida como un silencio provechoso, tan didáctico para el aprendizaje interior. Y el silencio, amable, artístico y, sin contradecirse, agradable, locuaz. La abadía está regida por cistercienses. El cisterciense más conocido fue Thomas Merton, magnífico escritor y estupendo saboreador, a gran escala, de la palabra y el silencio. Merton ensalzó la sociedad con esta cabal y potente cláusula: «Es glorioso destino ser miembro de la raza humana, aunque sea una raza dedicada a muchos absurdos y aunque cometa terribles errores: sin embargo, con todo eso, el mismo Dios se glorificó al hacerse miembro de la raza humana. ¡Miembro de la raza humana! ¡Pensar que al darse cuenta de algo tan vulgar sería de repente como la noticia de que uno tiene el billete ganador de una lotería cósmica!»
Y vamos ya, para finalizar, con Camoens, un muy idóneo poeta ibérico que escribió, ejemplarmente, en portugués y castellano. De Luis de Camoens es este soberano endecasílabo: «Transforma-se o amador na cousa amada» («Se transforma el amante en lo que ama»). Pero el verso que da pie temático a este artículo es este otro: «Um andar solitário entre a gente». De fácil traducción: «Un andar solitario entre la gente.»