Con Juan Carlos en Caracas

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Tiene Monedero una preciosa voz de niño cantor de la que no se disfruta tanto como se quisiera. De cómo Juan Carlos ha pasado de la oscuridad de los informes a la luz de las candelas que se lo pregunten a los que le iluminan a pesar de lo tenebroso de una evolución que recuerda un poco a la del hombre, y menudo hombre: cómo se va irguiendo desde las mazmorras de la Complutense hasta presentarse completamente erecto bajo el cielo de Madrid. Esta tiesura de Monedero podría ser consecuencia de la excitación que produce la cercanía del poder y del dinero, similar a la de, por ejemplo, la posesión de una tarjeta negra que debe de hacerle a uno perder los estribos y la decencia como el anillo de Tolkien. Que Rato le pregunte al politólogo cómo hacer para que resbalen los pecados y entonces habrá una sociedad más justa. Monedero llegó el otro día no para aclarar algunas dudas sino para cantar sus consignas con el timbre alegre y ensayado de un niño de San Ildefonso con chaleco y todo, y con un desparpajo que hizo esconderse hasta a Iglesias y a Errejón. Todo es susceptible de mensaje y cualquier momento es bueno, hasta el peor. Su arenga sonó como el volumen alto de la tele una tarde en La Habana mientras conversan Hyman Roth y Michael Corleone. Cambiar el sistema debe de ser eso: hablar del “régimen” del setenta y ocho y que no se le caiga a nadie de los presentes la cara de vergüenza, que es una cosa muy española mientras la ideología se escapa como si no se pudiera, y en el fondo no se quisiera, contenerla: zumo colado de Gramsci y la sonrisa maquiavélica que disfruta observando el efecto del engaño, del truco bien planteado partiendo de una frase verídica, la misma que le permitía a Hemingway elaborar los cuentos que siempre pueden seguir contándose si se apunta a una caza de brujas, la conspiración que se da, casualmente, en el mismo tiempo y forma en Madrid y en Caracas.