Dieter Wetzel y Rentsch Christoffer son profesores de Historia en un colegio público en Ostholstein en Schleschwig-Holstein, Alemania. Son famosos porque sus alumnos devoraron un conejo crudo en clase. Se trataba de captar, en lo posible, las estrategias alimenticias y de supervivencia del hombre del neolítico.
En el sistema educativo alemán se complementan los exigentes programas de estudios con breves interludios temático-prácticos. Es el modo de preparar a los escolares de primer y segundo ciclo de enseñanza para los estudios superiores, donde abundan los “seminarios”, esto es, cursos donde el programa es sustituido por un “problema” que debe abordarse con el máximo rigor y profundidad posibles. Con frecuencia, los asuntos tratados de este modo acaban convirtiéndose en libros colectivos (el catálogo de Suhrkamp, por ejemplo, está lleno de títulos cuyo origen es un Seminar). El argumento de Die Welle (La ola), filme de 2008 dirigido por Dennis Gansel arranca precisamente de una de estas actividades teórico-prácticas.
Dieter Wetzel y Rentsch Christoffer están hoy en la picota porque muchos de alumnos vomitaron, lloraron y luego los denunciaron. La delación, como se sabe, es uno de los vicios nacionales germanos, un vicio que empaña sin duda las notables virtudes del pueblo alemán. Se chivaron, eso sí, en nombre de la fe animalista: por lo visto, es costumbre socio-ecológica entre muchas familias alemanas sustituir los muñecos de peluche por mascotas, de modo que los niños aprenden a responsabilizarse de su cuidado y alimentación a la vez que disfrutan de un juguete de verdad, es decir, vivo. Es obvio que se excluyen algunos clásicos del peluche: no se puede dormir abrazado a un oso o a un mono, pero sí a un perro, a un gato… o a un conejo. Estos últimos, los conejos, gozan de gran popularidad en Alemania: son animales muy caseros, razonablemente estúpidos y muy previsibles. Carecen de los sofisticados mecanismos psicológicos de los gatos y de la extrema dependencia del amo que exhiben los perros. Son mascotas cómodas y simpáticas. Los alumnos de Dieter Wetzel y Rentsch Christoffer lloraron y vomitaron porque se pusieron en lugar de sus mascotas: hubo que adormecer primero al bicho, y luego eviscerarlo a lo bruto con instrumentos de época. Luego había que comérselo, se supone que crudo. Quizá alguno de los escolares fue capaz de encender fuego al estilo neolítico, pero este extremo es dudoso: probablemente debieron deglutir la carne del animal tal cual, sin más aliño que su propia saliva.
Como cabía esperar, el asunto ha sido abordado en Alemania con extraordinaria seriedad. Demasiada seriedad, diría yo, habida cuenta de que incluso se debate si este tipo de ejecuciones animalescas deberían o no cumplir las normas sanitarias generales previstas para los mataderos. No es lo mismo sacrificar un conejo neolíticamente que hacerlo según las normas del ministerio de sanidad germano. En esencia, sin embargo, el debate ha girado en torno a una cuestión en absoluto baladí: ¿cuál es el límite de lo que puede y debe experimentarse? Rainer Wenger (el protagonista de Die Welle encarnado por el excelente Jürgen Vogel) decide que el mejor modo de comprender el nazismo es reeditar una experiencia semejante. El filme —edificante— acaba mal: si se juega con fuego, se acaba quemado.
Pero el caso es que Dieter Wetzel y Rentsch Christoffer no pretendían otra cosa que la verosimilitud de la experiencia propuesta, la autenticidad. En la sociedad del simulacro permanente, las experiencias auténticas están de más, se las evita o se las anula. Se huye de la muerte, de la vejez, de cualquier hecatombe vital. Vivimos en la cultura del buen rollo y del smiling. Comerse un conejo crudo no mola porque es demasiado real, es decir, irreal. Lo real es irreal y lo irreal, real. Es preferible que la vida transite sobre los cauces prefijados de la virtualidad posmoderna que sobre los azarosos de la experiencia tout court, desnuda y salvaje.
No se sabe cuántos alumnos de Dieter Wetzel y Rentsch Christoffer disfrutaron con la experiencia. Es probable que no se atrevan a confesarlo en público. Habrán aprendido que, a veces, la realidad pertenece al reino de lo clandestino, de lo oscuro, de eso que todos temen y de lo que nadie habla.
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