El 2 de marzo de 1974, hace casi 41 años, fueron ejecutados dos hombres en España. Uno en la Cárcel Modelo de Barcelona: el anarquista catalán Salvador Puig Antich, de 25 años. El otro en la prisión de Tarragona: el alemán Georg Welzel, de 29 años, bajo la falsa identidad de Heinz Ches. Fueron los dos últimos ejecutados a garrote vil de la dictadura. La perversidad del régimen franquista unió sus destinos. No se conocían. Sus familias tampoco. A finales de 2003 el autor de esta crónica, que investigó el caso de Welzel de forma obsesiva durante casi diez años, organizó un encuentro en Valencia entre los hermanos de Georg Welzel y Salvador Puig Antich. Fue un sábado 13 de diciembre. Esta es la crónica de aquel día.
Hace calor. El cielo está radiante, de un azul casi eléctrico. Aunque es 13 de diciembre, y en Valencia en estas fechas se supone un otoño más frío, el termómetro marca 21 grados. Ninguno de los vecinos de la calle Cavite, en el barrio de la Malvarrosa, tiene idea de que en uno de sus edificios se va a producir un encuentro tan excepcional como emocionante. Es una calle tranquila, a pesar de que suele estar abarrotada de coches aparcados a ambos lados de la calzada, con edificios a la izquierda y viviendas unifamiliares a la derecha. Su trazado rectilíneo discurre paralelo al mar, a poca distancia, salpicado por moreras.
Poco después de las doce y media de este sábado llegan a un ático con una bella vista a la playa dos mujeres de mediana edad, acompañadas del periodista. Las ha recogido a las 11:50 en un andén de la céntrica Estación del Norte. Han viajado en Euromed desde Barcelona, donde viven. Una tiene el cabello rubio y liso, a la altura de los hombros; la otra, cano, ondulado, y más largo. Visten de una manera sencilla: una, chaqueta de punto marrón verdoso, y pantalones vaqueros; la otra, jersey rojo vino, y pantalón blanco. Ambas llevan gafas de sol negras. Están de muy buen humor.
Una de ellas, la que lleva el jersey rojo vino, sin embargo, se confiesa algo nerviosa:
—No sé si sabré qué decirles.
—No tienes que decirles nada. Déjate llevar –le propone el periodista–. Eso bastará.
Les recibe la dueña del ático, una profesora de instituto, gran amiga del periodista. Les invita a entrar y les acompaña hasta la terraza, donde se sientan. Las tres mujeres, anfitriona e invitadas, tienen más o menos la misma edad. Hablan como si se conocieran desde hace mucho tiempo. La mujer que lleva el jersey rojo vino se ve más relajada. El sol es intenso. El mar se diría que duerme.
Alrededor de la una y media de la tarde suena el timbre, estridente. Y algo más de un minuto después, lo que se tarda en llegar al ascensor y subir las seis plantas, entran en el apartamento tres personas. La primera es un joven muy alto y delgado, con una amplia sonrisa. Es un colaborador del periodista, su traductor, un alemán veinteañero que vive en Valencia. Le siguen una mujer y un hombre mucho más mayores. También son alemanes y de gran estatura. La mujer parece feliz, a pesar de lo que ha visto, escuchado y sentido durante las últimas cuarenta y ocho horas. Su cabello está tintado de rojo y sus ojos son de un azul muy claro. El hombre tiene el mismo color de ojos, el pelo gris bien peinado, y la barba canosa pulcramente recortada. Sonríe de una manera contenida. El modo de vestir de ambos es sencillo y muy parecido al de las primeras mujeres, pese a su distinta procedencia: ella, cazadora y pantalones vaqueros, y jersey fino de franjas azules sobre fondo blanco; él, cazadora más gruesa de color gris, chaqueta de punto oscura, camisa gris, y vaqueros. Parecen algo desubicados.
Al verlos entrar, la mujer de pelo rubio y liso, una de las dos que ha llegado una hora antes, se levanta de la silla como disparada por un resorte. Se quita las gafas de sol, abre los brazos, sonríe, y avanza hacia la mujer de cabello tintado de rojo, que la supera en muchos centímetros y que le dice, a modo de presentación:
—Monika.
—Carme –le responde la mujer de pelo rubio y liso.
Y se abrazan. Y se hablan, una en alemán, y otra a medias en español y en catalán. Y se ríen, porque no se entienden. Se unen a ellas la mujer de pelo ondulado y cano, y el hombre de barba pulcramente recortada. Ellos también se presentan: son Imma y Peter. Los saludos se entrecruzan.
El encuentro de estas cuatro personas no es uno cualquiera. Las primeras en llegar al apartamento han sido Carme e Imma Puig Antich, dos hermanas de Salvador Puig Antich. El hombre y la mujer de ojos azules son Peter Welzel y Monika Howack, los hermanos de Georg Welzel. Es así como se conocen, casi treinta años después, los familiares de los dos últimos ejecutados a garrote vil en España.
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La historia de Salvador Puig Antich siempre fue conocida. La desmenuzó el periodista Francesc Escribano en su excelente ensayo Cuenta atrás, en el que se basó Manuel Huerga años después para su película Salvador. Puig Antich, el tercero de seis hermanos –Quim, ya fallecido, Imma, Montse, Carme, y Merçona–, era miembro del grupo anarquista MIL. Según la sentencia del 8 de enero de 1974, fue condenado a la pena máxima por la muerte del subinspector de policía Francisco Anguas. Todo ocurrió durante su detención junto a uno de sus compañeros, en Barcelona. Para reducirle, a Salvador le golpearon en la cabeza hasta siete veces con la culata de un arma. Después cinco agentes les introdujeron en un portal. Forcejearon. Cuando creyeron que le habían desarmado, sacó una pistola que llevaba oculta. Hubo un fuego cruzado. El policía cayó muerto y Antich, herido.
A los jueces militares no les importó que la autopsia no se realizara en el Instituto Anatómico Forense, sino en una comisaría; que varios testigos vieran en el cuerpo de Anguas un número de impactos que no se correspondía con los proyectiles que habían salido del arma de Antich; y que las pruebas de balística desaparecieran.
Uno de los diecinueve ministros que decidió las ejecuciones junto al dictador Franco le confesó al periodista que investigó el caso de Welzel, a cambio de su anonimato: “Había una decisión clara de ejecutar a Salvador Puig Antich”. En su destino se había cruzado el atentado mortal de ETA contra el presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco, a finales diciembre de 1973. El régimen decidió golpear duro y aplicar la pena. “Parece obvio que la condena a Puig Antich era mejor no presentarla sola, al menos era mejor que hubiera dos”, agregó el ministro.
El elegido fue un tal Heinz Ches (no “Chez”, con zeta, como siempre se ha publicado por error), un supuesto apátrida de origen polaco sin familia. Según la sentencia, dictada también por un tribunal militar, fue condenado por matar al guardia civil Antonio Torralbo el 19 de diciembre de 1972, en el bar de un camping en L’Hospitalet de L’Infant, Tarragona. Además le acusaron de haber herido, seis días antes, a otro guardia civil en el puerto de Barcelona.
Cuando fue detenido, declaró llamarse Heinz Ches y haber nacido en Stettin (Polonia) en 1939. Contó que había perdido a sus padres en la guerra, que creció con unos feriantes, y que vagó por diversos países hasta llegar a España. Pero, según un informe de la Interpol enviado a la policía española cuatro meses antes del juicio, su historia no era cierta: las huellas de aquel hombre correspondían en realidad a Georg Michael Welzel, había nacido en Cottbus (Alemania) en 1944, y era hijo del carpintero Karl Heinz Welzel y de la enfermera Ursula Rothe, de soltera Ches. La información de este documento policial nunca trascendió.
La respuesta definitiva al enigma esperaba en Alemania. En 2003 el autor de esta crónica, acompañado de su colaborador-traductor, entró en un bloque de viviendas de cinco plantas en Cottbus. En ese momento llevaba ya ocho años atrapado por una búsqueda obsesiva, que había incluido un largo litigio judicial contra la Administración para acceder al sumario del caso. Allí le esperaban Peter Welzel, de 57 años, y Monika Howack, de 56. Aquel encuentro confirmó que Heinz Ches era el alemán Georg Welzel, que era cinco años más joven de lo que dijo, y que sí tenía familia: una madre (Ursula), dos hermanos (Peter y Monika), una mujer (Christa) y tres hijos (Christiane, Sylvia y Michael). Además permitió saber que Welzel, con ansia de libertad, había intentado fugarse de la dictadura comunista de la República Democrática Alemana en tres ocasiones. El resultado: se pasó casi toda su juventud en prisiones de la temible Stasi, el Ministerio para la Seguridad del Estado.
Welzel no le reveló su verdadera identidad a nadie en España, ni a su abogado civil ni al sacerdote al que se confesó en su última noche. Es probable que tratara de protegerse de aquel pasado, y también a su familia. Quizá por eso decidió construir una personalidad falsa con el nombre de su padre, Heinz, el apellido de soltera de su madre, Ches, y el origen polaco de su abuelo materno Roch, procedente de Silesia.
Georg finalmente logró cruzar a la República Federal de Alemania. En su amplio expediente elaborado por la Stasi no se explica cómo atravesó la frontera el 16 de mayo de 1972. Al fin era un hombre libre. Sin embargo, desde ese momento su destino rodó hacia abajo, imparable: viajó hacia el sur –como le había anunciado a su madre por carta– con un pasaporte robado y manipulado; hirió de gravedad a un guardia civil con una pistola; sustrajo una escopeta de caza con la que mató a otro agente; fue defendido sin mucha pericia por un abogado civil en un juicio militar descrito por algún testigo como “amañado”; y se cruzaron en su camino la muerte de Carrero Blanco y el consejo de guerra a Salvador Puig Antich. Ahí se terminó todo.
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El sábado 13 de diciembre de 2003, alrededor de una mesa circular con pie de metal y cubierta de vidrio grueso, están sentados los hermanos de Georg Welzel, Peter y Monika; dos de las cuatro hermanas de Salvador Puig Antich, Carme e Imma; la anfitriona, Rosa Sanz –que en plena dictadura participó en asambleas, manifestaciones y pintadas contra la ejecución del catalán–; el periodista, y dos de sus colaboradores y amigos –el traductor Jochen Beese, y el documentalista Ricardo Macián; falta un tercero, el sonidista José Manuel Sospedra–.
Entre todos, llaman la atención los rostros de satisfacción de Peter y Monika. Meses atrás habían expresado su deseo de viajar a España para seguir las huellas de su hermano. Es lo que han hecho durante las últimas cuarenta y ocho horas, desde el aterrizaje de su vuelo AB 7612 en el aeropuerto de El Prat, en Barcelona.
Primera parada: la Cova de Sant Ignasi, en Manresa, una casa de ejercicios espirituales, donde les esperaba el pare Juan de la Cruz Badell, ya anciano. El jesuita les narró las últimas horas que compartió con Georg en la prisión de Tarragona, desconcertantes por su entereza. No les contó que a las nueve de la mañana de aquel 2 de marzo un verdugo que no había ejecutado jamás a nadie puso en marcha el ritual; ni que fue aún más espantoso, si cabe, por su incompetencia. Tampoco les dijo que uno de los jueces que le condenaron a muerte, el comandante Francisco Muro, allí presente, impuso una ley del silencio sobre las circunstancias de aquella carnicería a los cinco testigos oficiales, y al resto de asistentes, unos diez o quince.
Segunda parada: el bar Emilio, junto al puerto de Barcelona. Su propietario, y testigo en el proceso, Francisco Gómez, les confirmó que Georg Welzel estuvo en aquel lugar, aunque él siempre lo negara. Y recordó que llevaba un medallón al cuello, se tomó unos whiskys, pagó, le dejó una propina, y se fue. Después Monika y Peter caminaron unos doscientos metros en diagonal, hasta donde su hermano habría disparado contra el guardia civil Jesús Martínez.
Tercera y última parada: el cementerio de Tarragona. Allí recorrieron sus pasadizos –Peter con una cruz de hierro galvanizado en su mano derecha–, hasta la antigua fosa común donde fue enterrado Georg Welzel. El acto en memoria de su hermano se detuvo cuando uno de los brazos de la cruz se partió, al clavarla en el suelo. La reparación retrasó la ceremonia hasta el anochecer. Entonces, casi devorados por la oscuridad, sonó la sirena que indicaba el cierre del cementerio. Apenas quedó tiempo para plantar unas flores blancas y abrazarse. “Ya sabemos dónde está”, dijo Peter. Después siguieron su viaje hasta Valencia, sin parada en el camping Cala d’Oques, donde su hermano mató al guardia civil, porque ya no cabían más emociones.
Ahora, a las dos de la tarde del 13 de diciembre de 2003, nada de eso existe. Tampoco el dolor, la impotencia y la rabia de las hermanas Puig Antich en la última noche de vida de Salvador. Solo hay ocho personas que acaban de comer un poco de jamón ibérico en un ático frente a la playa de la Malvarrosa, y que observan una paella de pollo y conejo con caracoles –aunque la anfitriona los ha retirado discretamente por si los hermanos de Welzel sienten aversión–, decorada con ocho gajos de limón. La han preparado en una casa de comidas cercana. Nadie recuerda en ese momento que los cinco miembros del tribunal que juzgó a Georg Welzel en Consejo de Guerra cerraron la vista con una paella, traída desde un hotel cercano, y que Els Joglars parodiaron la escena en su mítica obra La torna (1977).
Ahora todos comen, beben rioja y sangría, ríen, y hablan de cualquier cosa, menos de las muertes de sus hermanos. Solo Imma Puig Antich se pone un poco seria al confesar su incredulidad cuando, meses atrás, le escuchó decir a su hermana Carme que el periodista había encontrado a la familia de aquel Ches en Alemania. Y el tiempo vuela con el café y unos dulces. Y todos salen a la terraza, y los hermanos se colocan uno al lado del otro para tomarse una fotografía.
—¡Historia a tope! –dice Carme.
—Kartoffel –bromea Ricardo Macián, mientras les encuadra.
—Aquí decimos treinta y tres –sigue el juego Carme.
—¡Casablanca! –suelta Monika.
—¿Casablanca? –se sorprende Carme–. Quina gràcia.
—Una, dos –cuenta Macián– y…
—¡Kartoffel! –acaba diciendo Carme.
Las hermanas Puig Antich deben irse. Son las cinco de la tarde. Una hora y cinco minutos después deben tomar el tren de vuelta a Barcelona. Antes, el periodista les pide que describan su emoción en su cuaderno de tapas negras, en el que está recogida buena parte de su investigación del caso Ches-Welzel. Imma Puig Antich anota: “Ha sido, cómo lo diría… ¡Increíble! Hace muchos años de todo, pero lo tengo muy fresco. Y pensar que hemos comido con los hermanos de Heinz. Parece mentira, ¡pero es cierto!”.
—Hasta pronto –dice Carme, abrazada a Monika.
—Hasta pronto –le repite en español la hermana de Georg.
Después Carme se acerca a Peter.
—Gut nach Hause –le dice él.
—¿Gut qué? –Carme se gira hacia el traductor.
—Que tengáis un buen viaje –le traduce–, y pasadlo bien –se inventa.
Un día después Monika Howack escribirá en el mismo cuaderno de tapas negras: “Ha sido un tiempo difícil, pero también bonito. Estamos muy contentos por saber ahora mucho más sobre nuestro hermano. Nuestro encuentro con todos vosotros, que sentís junto a nosotros, nos ayuda mucho. Estamos muy agradecidos. Este tiempo no se nos olvidará nunca”.
Raúl M. Riebenbauer (Valencia, 1969) es periodista, escritor y documentalista. Su investigación, narrada en El silencio de Georg (RBA, 2005), le devolvió la identidad a Georg Welzel. Actualmente vive en Lima, Perú, donde ha publicado una nueva edición (Fondo Editorial UPC, 2013). En Facebook: raul.riebenbauer. En Twitter: @RaulRiebenbauer.