Corto en Cádiz

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Para mi amiga Lourdes Gradillas 

 

Dicen que vieron a Corto por las calles de Cádiz. La historia no está contrastada, circulan versiones distintas. Pero todas hablan de un hombre alto y moreno envuelto en un chaquetón oscuro (“de color índigo”, dijo con precisión inverosímil quien me lo contó a mí, hace años, en el cafetín de un teatro ya clausurado). Al parecer gastaba gorra marinera y una gruesa bufanda alrededor del cuello… Apenas se le veía la cara, y eso ha dado vuelo a las dudas, pero hay quienes afirman que llevaba un pendiente en la oreja.

¿Corto, el de Malta? Hombres morenos y delgados con chaquetas de marinero hay muchos, así que algunos desconfían: conocedores de las aventuras del maltés, reproducen sus pasos, trazan rutas y calculan fechas para acabar dudando de su presencia en Cádiz. Además, ¿qué se le podía haber perdido allí, por Apodaca, por plaza Mina y el Mentidero?

Vagos negocios relacionados con el transporte de un cargamento de sal a Glasgow —cuentan unos— que se complicaron por el empeño de un grupo de seguidores de Fermín Salvochea en colar de matute en el barco un alijo de armas. Según otra versión, una mera escala en su viaje a Villa Cisneros, donde planeaba sumarse a una expedición que buscaría un oasis legendario: en las galerías de su foggara, se decía, estaba enterrado un antiguo manuscrito judaico sustraído siglos atrás de la biblioteca de Tombuctú.

No, apuntaban otros: en realidad Corto Maltés había ido a Cádiz para llevar un importante mensaje personal de su amigo Constantino Cavafis a cierto oficinista lisboeta con veleidades literarias, un apocado chupatintas sin nombre cierto (¿Álvaro, Alberto, Ricardo, Bernardo?) que muy probablemente asistiría esos días en la ciudad al conciliábulo anual de una secta europea de adoradores del ocaso… Rumores, hablillas, mixtificaciones varias.

Yo prefiero la versión de quien a mí me refirió la historia, aunque solo sea porque tendemos a dar más crédito a nuestras fuentes directas que a quienes nos cuentan lo que otros les han contado. Al parecer, un ferroviario gadita, conocedor de las peripecias del aventurero en Siberia, le había seguido desde Puerta Tierra hasta una venta de San Fernando, donde a esa hora violeta de la tarde se había juntado una sospechosa colección de personajes de extraña catadura. Todos parecían espiarse unos a otros. El Maltés, sentado en un rincón, había pedido una botella de palo cortado para esperar en silencio durante una larga hora —la gorra bien calada, detallaba la crónica, y simulando no prestar atención a los parroquianos— la llegada de otro marinero que respondía al nombre de… Maqroll.

Acerca de lo que hablaron Corto y el Gaviero hay también noticias diversas. En este punto mi informante perdía pie, entre alusiones no muy precisas a ciertos planes secretos para buscar un fabuloso tesoro tartesio en el subsuelo de la ciudad de Melkart. Pero esa historia la dejaremos para otro día.

 

NOTA: Este relato es mi modesto homenaje a Corto Maltés y a su creador, Hugo Pratt, así como a Juan Díaz Canales y Rubén Pellejero, quienes han continuado las aventuras del marinero en Bajo el sol de medianoche Equatoria. En este último álbum, Corto visita en Alejandría a Constantino Cavafis, y de ahí su aparición en mi texto, que también homenajea al escritor colombiano Álvaro Mutis, hijo adoptivo de Cádiz, y a su inolvidable Maqroll el Gaviero.