El miedo a ser descubierto me persigue. Me preocupa que las pruebas me delaten y que el ADN sea mi fin. Pero no es por mí, sino por la cantidad de series de criminalistas forenses que ve mi compañero de piso.
Por ejemplo, la noche anterior no recogí la mesa y cuando me he despertado esta mañana había acordonado la cena del crimen con papel higiénico. Aunque esto no es peor que la vez que murió nuestro pez de colores, «Grissom». Yo pensaba que estaba nadando de espaldas, aunque en realidad llevaba dos días fiambre. Descartó el suicidio al no encontrar ninguna nota de despedida, así que lo más probable era el asesinato. Pasamos unos días muy ajetreados con interrogatorios al cartero, los vecinos, etc. Después de la autopsia concluyó que había muerto ahogado.
El día que más disfrutó fue a la vuelta de unas vacacaciones que no habíamos sacado la basura y se pensó que teníamos un muerto en el piso. Con los bastoncillos de los oídos se pasó el día buscando sangre por toda la casa y a falta de luminol un poquito de cristasol, que suena casi igual. Allí el único cuerpo que había era el de una cucaracha que bien nos podría haber indicado desde cuándo no tirábamos la basura o habernos contado un chiste por su tamaño XXL.
Aunque lo que peor llevo de mi compañero es que, para entretenerse, tire pelotillas de mocos y luego intente recrear las trayectorias que han seguido. O que haga un informe de balística para ver si las pelotillas salieron de la misma arma. Cuando lo intento yo, siempre me pilla. Dice que es porque lee mis gestos y mi expresión facial me delata. Yo simplemente creo que se me quedan pegados en el dedo.
Una noche me propuso quitarnos las huellas dactilares, así de sopetón; que sería genial no manchar los CD, ni hacerse daño al rascarse el ojo, pero ¿cómo íbamos a pasar de pantalla en el Ipad?
La obsesión llega hasta el punto de que en Hacienda, en la última declaración, se vino abajo y pidió un abogado, aunque no había hecho nada.