Él vino al mundo para ser feliz y para hacer felices a los demás. ¡Qué vocación de felicidad! Por donde va, crecen las risas como enredaderas de un verde jugoso. Un entusiasta druida, ese es mi hijo Diego, siempre en busca de la planta ideal.
Va tras las sombras y calibra la luz, se entusiasma con Tarkovsky, con Truffaut, con Wong Kar-wai (en sus ojos, esa chispa). Mi hija Sofía: desplegada en sus pasiones, persiste en la curiosidad. Y multiplica el amor: ¿es que no tiene fondo?
Mi niño ya no es un niño. Pero una cosa no ha cambiado: cuando sonríe, se ilumina el mundo. Fuerte y sólido, mi hijo Pablo sabe siempre lo que quiere. Y él lo tiene, ese imán. No es raro que todos busquen su compañía.
¿Cuál podría ser mejor? ¿Cuál de mis tesoros? No hay elección posible. El tesoro es uno: tres personas que emiten luz. Quién iba a decirme que la vida —y ella— me daría esa riqueza que no es mía.
Pablo o el magnetismo, la elegancia, la seguridad. En su olímpica distancia adolescente, no puede evitar que se revele una vena genuina de ternura. Yo sé que él lo sabe: si algo merece la pena, es estar con los humildes. La fuerza de esa empatía estallará, y entonces… Mientras tanto, se concentra en beberse la vida a grandes sorbos, como es justo que uno haga cuando acaba de cumplir quince años.
Sofía o la alegría de repartir su cariño, de darse a sus amistades. Y la compasión, la estética, el amor a la belleza. ¿Sospecha el impacto que me produce verla dejar en la mesa, como quien no quiere la cosa, el libro que venía leyendo en el autobús? Haikus, Berger, Sontag…, ¡Al faro, de Virginia Woolf! La disciplina es también Sofía, el esfuerzo sostenido: la energía encaminada, las pasiones con un fin.
Diego o la fina percepción de lo que no se dice, Diego o los entusiasmos, Diego o la sensibilidad. Un buscador que no se desanima fácilmente, y si alguna vez lo hace, basta recordarle que él ha venido al mundo a hacer felices a los demás. ¡No es misión baladí! Para ella se requiere un corazón grande y tierno. Como el suyo. Diego o el sentido del humor, también: hasta cuando duele te hará reír.
¿Cuál podría ser mejor? (No hay que escoger). Un druida alegre, mi hijo Diego, tras la hierba de la felicidad: en sus arrebatos, en sus reflexiones, en sus carcajadas, un no sé qué divino que lo ilumina todo. Mi hija Sofía: la princesa del amor incuestionable por lo vivo. Entre el blanco y el negro, al final del arco iris, encauzará la luz (¡crear belleza, hacer el bien!). Manda mi hijo Pablo en sus dominios: la suerte, los juegos, la amistad, la inteligencia. En su sonrisa hay magia con precisión, y en su mano, a veces, el don de parar el tiempo. Cuál de mis tesoros que no son míos…
NOTA: Desde hace muchos años, al escuchar la canción «Tesoros», de Antonio Vega, pienso siempre en mis hijos: «Cuál podría ser mejor, cuál de mis tesoros…».