Amor fati es el título de un conjunto de ensayos de Abel J. Herzberg sobre la vida en el campo de concentración de Bergen-Belsen, en donde estuvo cautivo junto con su esposa catorce meses, entre 1944 y 1945. Escrito y publicado inmediatamente después de concluir la guerra, el libro sorprende por la frialdad con que, a pesar de la condición de víctima del autor, se examinan los motivos que llevaron a los nazis a obrar con la brutalidad con que lo hicieron, y su interpretación del problema del mal, muy cercana a las polémicas tesis de Hannah Arendt.
Herzberg nació en Ámsterdam en 1893 dentro de una familia de emigrantes judíos originarios de Lituania. Licenciado en derecho, ejerció como abogado antes y después de su paso por el campo de concentración. Aunque con anterioridad a la guerra había escrito una pieza de teatro, su carrera de escritor fue básicamente fruto de su experiencia como judío. El presentimiento del peligro que se cernía sobre ellos le empujó a adherirse a la Unión Sionista Holandesa y a participar activamente en ella. Tras la ocupación alemana de Holanda, vivió cuatro años en la clandestinidad escribiendo artículos para diferentes revistas sionistas en los que defendió la necesidad de una conciencia de la identidad judía capaz de contrarrestar el creciente antisemitismo. Consciente de que la integración de los judíos en la sociedad europea constituía un obstáculo para su salvación insistió una y otra vez en que debían prepararse para abandonar Europa y emigrar a Palestina, cosa que él no hizo. Arrestado junto a su mujer en 1943, pasó ese año en Barneueld, localidad donde fueron confinados los judíos prominentes. De allí fueron trasladados en enero de 1944 a Bergen-Belsen, un campo de prisioneros selectos que los nazis reservaban para eventuales intercambios con otros gobiernos. Herzberg creyó durante algunos meses que serían deportados a Palestina, pero a finales de abril supo que no sería así. Fue entonces cuando decidió escribir el diario que le serviría de base a sus textos posteriores. Las vicisitudes por las que pasaron hasta ser liberados por los rusos en mayo de 1945 cerca del Tröbitz no son relevantes para esta reseña. Sí, en cambio, el testimonio de Judith, hija de Herzberg, quien asegura que su padre no habló durante bastante tiempo de otro asunto que no fuese la guerra. Nada le parecía más urgente que investigar las razones de la degradación sufrida por la humanidad durante aquellos espantosos años. Lo que le interesaba no era señalar responsabilidades y establecer culpas, sino encontrar las fuentes del mal, comprender lo que había acontecido en la sociedad europea para que irrumpiera la barbarie. Fruto de estas reflexiones son, además de Amor fati, otros textos vinculados con la historia del judaísmo: Crónica de la persecución de los judíos, El diario de Bergen-Belsen, Eichmann en Jerusalén, etcétera. Este último escrito, fruto de su actividad como corresponsal en el juicio al que fue sometido el oficial nazi en Israel en 1961, reúne, de manera similar a como hizo Hannah Arendt, las crónicas que en forma de carta envió al periódico holandés De Volkskrant. Sus interpretaciones no difieren de las de Arendt, coincidiendo sobre todo en la idea de que una de las tareas fundamentales de los historiadores futuros habrá de ser la investigación del papel del individuo en el orden totalitario.
Las ideas de Herzberg sobre el judaísmo, el odio de los nazis al pueblo elegido, la importancia de la ley, etcécetera, son siempre curiosas y originales, pero conviene tener en cuenta que todo lo que hay en el libro remite en última instancia a sus recuerdos personales, por fuerza subjetivos. Él es consciente de ello y no lo oculta en ningún momento, aunque está convencido de que cualquiera que haya vivido aquella experiencia terrorífica confirmaría su impresión de que las infinitas atrocidades perpetradas por los nazis y sus colaboradores en aquellos lugares fueron hechas siempre con gusto y alegría. “No hubo en ellos el más mínimo titubeo (…), no les tembló el pulso para llevar las cosas al límite y hacer el mayor daño posible». Los alemanes competían entre sí a fin de superar cada crueldad con una crueldad mayor. ¿Cómo pudieron degradarse de tal modo personas nacidas en un país culto y civilizado como Alemania? Herzberg desaconseja contestar afirmando simplemente que se trataba de criminales, una canalla infecta que se limitó a aprovechar las circunstancias para apoderarse de los resortes del Estado y, una vez en el poder, dar rienda suelta a sus instintos. Lo que ocurrió en los campos de concentración y exterminio no fue responsabilidad de un número más o menos grande, pero limitado, de individuos, sino de una nación entera, algo que no se debe olvidar porque resulta evidente que lo criminal no puede constituir una peculiaridad de esa nación. Lo que hicieron los alemanes lo podrían haber hecho (y así ha ocurrido numerosas veces, por desgracia) otros pueblos. Atribuirles una maldad especial es una forma de lavar la propia imagen, de trazar una línea divisoria entre buenos y malos y colocarse del lado de los primeros. Igual que los alemanes degeneraron a consecuencia de la perversidad de su régimen político, cualquier otro pueblo podría terminar donde ellos. Aceptar esta posibilidad es, a juicio de Herzberg, indispensable ya que solo se alcanza a comprender de veras algo humano cuando se asume como una posibilidad propia.
Se trata, por consiguiente, de intentar comprender la barbarie planificada en los campos. Con ese propósito, elige tres figuras siniestras surgidas ahí y las analiza echando mano de sus recuerdos: los guardianes SS (el Scharführer X le gusta decir a él), los capos y las guardianas o Blockführerin. Sus reflexiones, como comprobará el lector del libro, son jugosas y, dadas las circunstancias en que fue escrito, de una objetividad pasmosa. La tesis de Herzberg es que el guardián habitual del campo de concentración, el Scharfüher, prototipo del nazi, es un hombre vacío, sin ideales ni opiniones. Esta clase de hombre fue la base de la que se nutrió el partido nazi. El vacío constituye su suelo espiritual, la raíz de la que se alimentaba un tipo de persona que “en realidad lo único que desea es no tener que elegir”. Entender bien en qué radica este miedo a la libertad es fundamental para saber lo que ocurrió. No se trata de maldad, sino de vaciedad, un vacío que se llena a ratos de sentimentalismo (el peligro del kitsch, como demostró Hermann Broch, no es solo estético) y, a menudo, de miedo, una inseguridad pánica que trata de enmascararse con el ensañamiento en los demás. “Tiene miedo de su miedo y a eso lo llama valor”, escribe Herzberg. Este miedo es la razón de que fueran capaces de actuar igual que el golem, un ser sin conciencia al servicio de otro que cuando pierde el control obra destructivamente sin que nadie pueda ponerle freno.
La segunda figura es el capo. Los capos no eran nazis, sino víctimas suyas que, a cambio de algunos beneficios, se prestaban a ejercer funciones de carceleros y verdugos. Para ellos la supervivencia estaba por encima de cualquier consideración moral. No eran necesariamente hombres vacíos, pero si gente capaz de dejarse corromper. Que entre ellos fueron frecuentes los presos políticos quizá no sea casual. Herzberg recuerda que cuando el campo de Bergen-Belsen se convirtió en un verdadero campo de concentración, cambió su organización y aparecieron los capos, prisioneros privilegiados que hacían el trabajo sucio a los nazis y gracias a los cuales no solo se rompía la posibilidad de una resistencia unánime, sino que se lograba un control mayor de los cautivos. En el libro se explica quiénes eran estos sujetos, de dónde procedían y la gran sorpresa que experimentaron al descubrir que allí había… “mujeres”. Esto no había sido relevante en ningún momento para los prisioneros. El erotismo y la promiscuidad no casan bien con la situación en que se encontraban. “Hombres y mujeres habían olvidado que pertenecían a géneros distintos”, apostilla Herzberg. La desnutrición, la debilidad física, el horror y el miedo no favorecen la pasión sexual. Sin embargo, los capos estaban bien alimentados y la presencia de hembras fue un regalo imprevisto para ellos. ¿Qué más fácil cuando se pretende conseguir las complacencias de una mujer hambrienta que ofrecerle un poco de comida? Curiosamente, observa el autor poniendo de manifiesto su capacidad para mantener la objetividad en cualquier situación, esto rebajó la tensión y la violencia en Bergen-Belsen, como si la satisfacción sexual atenuara la agresividad de quienes tenían el poder de ejercerla. Sus reflexiones sobre “el deseo animal por la mujer extranjera” (a su juicio una de las causas de los recurrentes progromos sufridos en diversos lugares de Europa por los judíos y también de la condena nazi a las relaciones sexuales entre arios y judíos) son realmente interesantes.
El último tipo analizado es la Blockführein, la mujer responsable de los barracones. Nada especial diferencia a esta variante femenina del tipo SS masculino, aunque Herzberg reconoce que, a ratos, estas mujeres eran capaces de comportamientos más humanos, incluso entrañables, especialmente con recién nacidos o niños muy pequeños. Se extraña, no obstante, de que la justicia internacional apenas se haya ocupado de ellas y que muchas, amparándose en su condición de mujeres, hayan eludido sus responsabilidades criminales.
El análisis del funcionamiento de los campos no se limita a la descripción de quienes ostentaban el poder, también se ocupa de los prisioneros. Lo primero que destaca al hablar de ellos (y en esto coincide con otros muchos supervivientes), es lo rápida y radicalmente que se quebró entre ellos la conciencia social. Los prisioneros se convierten pronto en entes solitarios y egoístas y cuando logran mantener algún tipo de conexión, el pequeño grupo resultante se comporta igualmente de un modo ferozmente egoísta, incapaz de sentir compasión por sus compañeros de cautiverio. El cansancio, el sueño, el hambre destruyen antes de nacer cualquier buen sentimiento hacia el prójimo. Narcotizados por el hambre y por el miedo, parecen una masa de zombis desprovistos de alma y sensibilidad. “Sombras chinescas” es la expresión que usa él, aunque si se tiene en cuenta el modo en que todos los días se arrojaban a un carro tirado por dos caballos los presos muertos quizá el vocablo “zombi” sea más adecuado.
Tras relatar la enternecedora historia de un maestro de Bengasi (también los judíos de esa región fueron capturados y enviados a campos europeos) que se negaba a ingerir la sopa habitual porque solía llevar incorporado algún trozo de carne de caballo, explica que una de las causas por las que Hitler odió y persiguió a los judíos era la creencia de estos en que existe una diferencia insalvable entre lo puro y lo impuro, entre cosas que están autorizadas y cosas que no. El nazismo, con su voluntad de ir más allá del bien y del mal, no aceptaba límites, ninguna línea divisoria que no se pudiera cruzar. Este contraste entre cultura del límite y cultura de la violación constituye una de las aportaciones más interesantes de Amor fati. Cuando uno se pregunta cómo es posible que un pueblo como el judío haya sobrevivido una y otra vez a colosales imperios empeñados en destruirlo, hay que renunciar a cualquier apelación a lo sobrenatural y, como dice Herzberg, insistir en aquello a que se debe en rigor su fortaleza: el profundo convencimiento en la posibilidad de una existencia moral. Haber titulado estos ensayos como lo ha hecho no parece, desde luego, casual.
Amor fati. Siete ensayos sobre Bergen-Belsen, de Abel J. Herzberg. Siruela.