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¿Cuánta desigualdad queremos? En torno a ‘El capital en el siglo XXI’, de Thomas Piketty

 

Karl Marx no llegó a saber del reconocimiento que El capital cosechó como vertebradora de una línea ideológica que cambió el mundo, bien por acatamiento, bien por la asunción de respuestas alternativas. Pero el alemán ya había muerto cuando su gran obra se publicó de manera completa. Exactamente lo contrario que le ha sucedido a Thomas Piketty (Clichy, Francia, 1971). En el último año este economista ha cosechado reconocimiento y animadversiones profundas entre los académicos. Su libro El capital en el siglo XXI (Fondo de Cultura Económica) se ha convertido en la obra económica de mayor impacto en décadas, y ha llevado a su autor a una gira por todo el mundo. La gira de la desigualdad, la han llamado algunos. Esa divergencia no es la única entre ambos, y pese a lo que la similitud en el título pueda sugerir el texto de Piketty no es una adaptación del marxismo a los nuevos tiempos. Su obra no ha estado exenta de críticas, muchas de ellas con gran fundamento. También abundan los reproches de quiénes (sospecho que sin leer el libro) han tachado a Piketty de vulgar marxista trasnochado. Incluso han criticado que haya ganado dinero con el libro. Por si acaso él mismo ha dejado claro que no es marxista, e incluso ha reconocido no haber leído la obra de Marx.

 

¿Quién es entonces Thomas Piketty? El activismo político de sus padres ha propiciado que se le bautice como un hijo de Mayo del 68. Cuentan que sus progenitores militaban en Lucha Obrera y que ello le predispuso políticamente. En su reciente visita a España puso de manifiesto esta faceta, a la vez que sirvió para contemplar un fenómeno poco frecuente para un académico. Las entrevistas, las conferencias o los perfiles que sobre él se han escrito han sido el broche de una visita que tuvo como episodios centrales dos encuentros políticos. Pedro Sánchez y Pablo Iglesias consiguieron su ansiada foto con el economista francés. La pelea que subyacía es la que PSOE y Podemos libran en el tablero político, y en la que ambos se encuentran necesitados de ideas y referentes.

 

Piketty ha llenado auditorios en las principales capitales europeas y en Estados Unidos sencillamente porque ha dotado a la izquierda política mundial de un discurso, de un argumento. Su libro ha logrado situar la desigualdad en el centro del debate económico, para poco a poco trasladarse al puente de las decisiones políticas. Pese a la crisis, el capitalismo había sobrevivido ciertamente indemne, incluso fortalecido por la ausencia de alternativas. Aunque muchos otros autores y el propio Piketty ya habían escrito extensamente sobre la desigualdad ha sido en el último año cuando ha vuelto a adquirir relevancia política. En paralelo a la recuperación de los beneficios empresariales y del repunte de multitud de parámetros macroeconómicos, el aumento de la desigualdad se ha convertido en la mejor baza de quiénes responden no a la pregunta de si hemos salido de la crisis.

 

Una foto junto a Piketty puede representar que uno está verdaderamente preocupado o al menos interesado por el aumento de la desigualdad. Por eso el economista francés se quejaba amargamente en una entrevista de que ningún miembro del Ejecutivo español hubiese querido reunirse con él. La desigualdad no ha sido una inquietud clave de las políticas europeas, motivo que llevó a Piketty a rechazar le Legión de Honor, la máxima distinción civil de Francia. Era su forma de mostrar su distanciamiento con el rumbo económico emprendido por el presidente francés, Françoise Hollande, a quién abiertamente había apoyado y asesorado ante las elecciones presidenciales del año 2012, que le llevaron al poder.

 

 

Lo que la obra significa

 

Pese a sus más de mil páginas en su edición original, las cuestiones esenciales de la obra no son difíciles de resumir. Pero en primer lugar es conveniente analizar otras cuestiones que hacen a este libro valioso desde el punto de vista académico. La primera es que consagra el trabajo en equipo. Pese al brillo que la figura de Piketty ha adquirido, si el libro existe es fruto de quince años de investigación y recopilación de datos por parte de una serie de profesionales, entre los que destacan Emmanuel Sanz, Gabriel Zucman y Anthony Atkinson. Multitud de académicos han manifestado cómo este método refleja un modo de trabajo cada vez más habitual en las ciencias sociales. Este trabajo ha dado lugar a un ambicioso tratado de teoría económica, en el que se recopilan datos sobre renta y patrimonio a lo largo de 200 años y 20 países. Las gráficas, las estadísticas y las habituales referencias bibliográficas hacen de El capital en el siglo XXI una pieza de muy sencilla lectura para el que esté acostumbrado a obras de economía.

 

Le preguntaba hace unos días a un amigo economista qué era para él lo más destacado del libro. Mi amigo, al que podríamos encuadrar en el espectro político del centro izquierda, trabaja en una multinacional y destaca por un marcado enfoque pragmático de la realidad, y de la economía. Su respuesta inicial a mi pregunta constituye a mi juicio una definición perfecta, en pocas palabras, de la obra ante la que nos encontramos: “A nivel académico lo más destacable son las bases de datos que ha creado para su trabajo. Nadie había hecho series históricas con tantos datos y países”. Correcto, pero había más. Tal vez la parte más importante, de la que partiremos: “A nivel político lo fundamental es que ha devuelto la desigualdad al primer plano de la actualidad económica”. El objetivo final que el propio Piketty reconoce es que la democracia pueda retomar el control del capitalismo financiero globalizado. Con especial atención a su obra, pero atendiendo también a otros autores, vamos a abordar la problemática de la desigualdad, el debate entre los que la estiman inconcebible o los que la consideran como el precio a pagar por la libertad. Son estos últimos los que proclaman: “si esculpimos una estatua a la libertad y no a la igualdad por algo sería”.

 

Para atajar un problema es fundamental reconocer su existencia y tratar de hallar sus causas. El año que dejamos atrás ha servido para recuperar la vieja causa de la desigualdad. Un debate que tanto en su vertiente humana como en la puramente económica tiene una importancia crucial para el desarrollo sostenible. Más allá de los errores o las desavenencias que se puedan expresar respecto a Piketty y su obra, economistas como DaronAcemoglu han criticado la relación que el profesor francés establece entre rentas de capital y crecimiento económico, o incluso en el análisis de las causas de la desigualdad y en sus soluciones. Lo que es innegable es que la desigualdad es una realidad económica de nuestros días. Como también lo es que todavía encontramos una oposición muy fuerte al mero planteamiento de este hecho. No deja de ser llamativa la guerra que numerosos economistas neoliberales han desatado contra Piketty. Quieren atajar el discurso de que su modelo, el que ha imperado en los países occidentales en las últimas cuatro décadas, provoca profundas diferencias entre los individuos, acentúa las diferencias entre ricos y pobres. ¿No son ellos los principales defensores de la diferencia, de que no todos somos iguales, de que el mérito prevalece sobre todas las cosas y de que hay que limitar los subsidios que tratan de corregir la desigualdad? Su modelo económico necesita la desigualdad para sostenerse, es condición indispensable. Pero cuando no sólo la propicia sino que la amplía no quieren verla, y llegan incluso a negar que el sistema que ellos defienden con tanto énfasis provoque tales efectos.

 

La clave está, al menos para los que no creemos en una sociedad igualitaria, en cuánta desigualdad estamos dispuestos a aceptar. Partiendo de Piketty, que por cierto tampoco cree en el igualitarismo, debemos hacer esa aproximación. Mi amigo economista lo explicaba así: “Es cierto que un poco de desigualdad siempre se consideró positiva para el crecimiento de la economía. Ahora entendemos que su exceso también es malo. Lo jodido es saber cuál es la desigualdad aceptable. E incluso cuundo la encontráramos deberíamos preguntarnos si la desigualdad adecuada para la economía es la que desean políticamente los ciudadanos”. Me vi obligado a plantearle la pregunta: ¿Y cuánta desigualdad es aceptable? “Creo que la ciencia no está en condiciones de responder a esa pregunta. Pero parece que la actual ya es demasiada, por lo menos en Occidente”.

 

La preocupación por la desigualdad pone de manifiesto lo que el propio Piketty siempre ha destacado de sí mismo. El francés ha reconocido en algunas entrevistas que se ve más como un investigador social que como un economista. Un convencido de que las fronteras entre la economía, la historia, la sociología y las ciencias políticas deben ser menos claras de lo que los propios economistas pretenden. “Algunos piensan que han creado una ciencia aparte, y esto hace mucho daño. Hace falta un acercamiento a la economía más modesto”, ha explicado en alguna ocasión. La economía es demasiado importante como para dejársela solo a los economistas.

 

En el libro, Piketty trata de analizar la evolución del capital en la historia. Cómo se ha pasado de un modelo de propiedad de tierras a otro de propiedad inmobiliaria, financiera o inmaterial como las patentes. Que el economista francés abra el libro con el primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y el Ciudadano es sin duda una declaración de intenciones, valga la redundancia: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en cuanto a sus derechos. Las distinciones civiles sólo podrán fundarse en la utilidad pública”.

 

Esa aparente contradicción entre la primera parte de la frase y la segunda, primero permanencia de igualdad para a continuación admitir las distinciones civiles, constituyen el foco de debate fundamental sobre la desigualdad. ¿Cuánta desigualdad queremos? Y ante todo, ¿qué tipo de desigualdad?

 

Las propuestas de Piketty distan mucho de plantear una enmienda total al capitalismo, aunque se muestran tremendamente críticas con sus dinámicas, las que tienden y propician la acumulación de riqueza. De hecho puede decirse que llega a la conclusión de que el capitalismo es justamente un buen sistema para generar riqueza. Sin embargo, su tesis principal es que esta creación de riqueza acaba degenerando en un aumento de la desigualdad. Y cree además que sin las adecuadas herramientas correctivas la dinámica tiende a perpetuarse. Piketty defiende que en sus pesquisas solo se encuentra un periodo en el que se pueda advertir una importante reducción de la desigualdad: tras la Segunda Guerra Mundial, y se debió a una combinación de factores. En primer lugar y el determinante en un primer momento fue la destrucción de capital durante el conflicto bélico. Las consecuencias de la guerra favorecieron que se alcanzase un consenso político para poner en marcha un sistema impositivo de carácter progresivo. A lo que siguieron planes de estímulo excepcionales y unos años de gran crecimiento económico. Piketty considera que la desgracia de la guerra sí tuvo una incidencia radical a la hora de adoptar medidas que ayudaron a paliar la desigualdad. En este sentido, recuerda cómo Francia no adopta el impuesto sobre la renta hasta 1914. Y no para costear escuelas, sino para financiar la guerra contra Alemania.

 

Pero Piketty considera que ese periodo no ha sido más que un espejismo, y que desde los años 70 lo que está teniendo lugar es un proceso mediante el que las rentas del capital aumentan a un ritmo desenfrenado, lo que está provocando un paulatino aumento del capital en detrimento de las rentas del trabajo. El autor francés explica que las rentas del capital tienden a estar mucho menos repartidas que las del trabajo. Esto produce un efecto concentración que es lo que provoca la desigualdad. Piketty denuncia que los niveles de desigualdad están repuntando, aunque no son todavía comparables a los niveles experimentados en los siglos XVIII y XIX

 

 

La persona más rica de la historia

 

Antes de Piketty ya hubo otros autores que mostraron su preocupación ante el problema de la desigualdad. Branko Milanovic, jefe de investigaciones sobre desarrollo del Banco Mundial en Washington y catedrático por la Universidad de Maryland, es uno de los más reputados especialistas en la materia. En su libro The Have and the Have Nots. A Brief and Idiosyncratic History of Global Inequality (Los que tienen y los que no tienen. Una breve y singular historia de la desigualdad global) se aproxima a la desigualdad desde tres perspectivas: interpersonal, entre países y global. Con las salvedades que el propio autor reconoce, como la ausencia de una tasa de cambio entre monedas del pasado y del presente o el cambio en la consideración del valor de los bienes y servicios, en uno de los apartados del libro realiza un curioso experimento para determinar quién ha sido la persona más rica de la historia. Lo hace valorando la capacidad económica en función de su capacidad de comprar mano de obra. Sigue así los postulados de Adam Smith: “Una persona es rica o pobre en función de la cantidad de trabajo ajeno que puede tener a su disposición”.

 

Milanovic se traslada a los estertores de la República romana. Nos acerca a la figura del cónsul Marco Craso, cuya fortuna en el año 50 antes de Cristo se estimaba en unos 200 millones de sestercios. Utilizando una tasa de interés anual del 6%, lo que el autor considera el estándar en aquella época, el resultado es que la renta anual de Craso era de 12 millones de sestercios. El autor utiliza los datos de ingresos medios de los ciudadanos romanos en esa época: 380 sestercios anuales. La renta de Craso equivalía a los ingresos de 32.000 personas. Una cifra que equivaldría además a 1 de cada 1.500 habitantes de la época en todo el territorio que Roma dominaba.

 

En el libro de Milanovic se hacen aproximaciones más detalladas, pero vayamos a la más importante: John D. Rockefeller. Con una fortuna estimada en 1937 en 1.400 millones de dólares, sus intereses en aquel año equivaldrían a los de 116.000 estadounidenses. Casi cuatro veces más que Craso. Una cifra que equivaldría a 1 de cada 1.100 habitantes de Estados Unidos. El experimento, casi un juego, no puede tomarse como baremo para medir de qué forma ha evolucionado la desigualdad a lo largo de la historia, sobre todo por el hecho de que la industrialización y el advenimiento de las libertades personales crearon la gran diferencia entre las sociedades arcaicas y las modernas: la clase media. Pero sí arroja un dato revelador. En 1937 la persona más rica podía comprar a más personas que en el 50 antes de Cristo. La distancia entre la base y la cúspide de la pirámide no se ha estrechado, sino más bien al contrario. Producto desde luego del mayor desarrollo de la parte alta, sin que ello suponga un detrimento en el desarrollo de la parte baja y media. Pero hablamos evidentemente de un decurso de veinte siglos. Más que preocupante sería que no se hubiera reducido la desigualdad media ni aumentado el nivel de vida de la población.

 

 

La desigualdad global

 

Como comenta el también economista y profesor de la Universidad de Harvard Kenneth Rogoff en su artículo Where is the inequality problem?, la realidad constatable es que en las últimas décadas la desigualdad ha decrecido como nunca antes a escala global porque han salido de la pobreza millones de personas, especialmente en Asia y América Latina. Y da en la clave: “La misma máquina que ha incrementado la desigualdad en los países ricos ha nivelado el campo de juego a nivel global en millones de personas”.

 

Es un argumento que también defiende Daniel Lacalle, uno de los economistas españoles más influyentes de los últimos años. A Lacalle, a quién podemos enmarcar en el espacio ideológico del liberalismo, se le podrán rebatir muchas cosas, pero siempre es claro y coherente a la hora de escribir lo que piensa. En Piketty se equivoca, señala: “Piketty no rechaza la desigualdad como algo negativo, pero asumía, incorrectamente, que los niveles de la misma llegaban a máximos cercanos a los registrados antes de graves conflictos o guerras y que, por lo tanto, se debía prevenir con megaimpuestos para evitar un estallido bélico. (…) Buscar la igualdad a cualquier precio es desincentivar la creación de riqueza y empobrecer a todos”.

 

¿Es por tanto la desigualdad menos importante que el crecimiento? ¿Qué grado de desigualdad debemos aceptar? “La desigualdad surge en el mismo momento en que nace la sociedad, porque las diferencias de poder y riqueza acompañan a todas las sociedades humanas”, afirma Milanovic. O mejor, como afirma Jean-Jacques Rousseau en su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres: “El primero a quien, después de cercar un terreno, se le ocurrió decir: ‘Esto es mío’, y encontró personas bastante sencillas para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil”. Hay que hablar de dos tipos de desigualdad que pueden existir. Lo que los autores definen como “desigualdad buena” y “desigualdad mala”. La primera es la que en teoría debe incentivar el esfuerzo, la superación personal y premiar la iniciativa, la creatividad y las capacidades personales. El resultado implícito es el surgimiento de cierta desigualdad.

 

Salvo casos muy concretos, prácticamente todo el mundo está de acuerdo en que esta desigualdad no sólo existe sino que incluso es deseable. La diferencia radica entre quienes quieren paliarla o limitarla y los que consideran que el asistencialismo es un lastre para el desarrollo y que al final propicia un menor crecimiento y una desigualdad mayor. Es en cualquier caso un tipo de desigualdad que no niega Piketty. La desigualdad no sería por tanto mala en sí misma. Y aquí va una de las tesis principales del libro: el problema radica en que la dinámica de la desigualdad se enquiste y se haga endémica para algunos sectores. Esa sería la desigualdad negativa, la que en vez de promover la mejora individual crea las condiciones para mantener inalterable el statu quo, paraliza el ascensor social, o peor, hace que este empiece incluso a descender.

 

Una de las principales preocupaciones de Piketty en ese retroceso del ascensor social y en el enquistamiento de la desigualdad es cómo tras la crisis en que están inmersas las sociedades desarrolladas se avecina la figura de lo que podríamos llamar la generación heredada. El componente hereditario tiene cada vez más reflejo en la realidad social y condiciona el porvenir de los más jóvenes. Pensar en España y en su generación de jóvenes azotada por el desempleo y un mercado laboral que primero los expulsa y luego solo los admite en condiciones precarias se hace inevitable.

 

Es a lo que Piketty se refiere cuando habla del retorno a la riqueza patrimonial. Esta generación va a estar muy condicionada para bien o para mal en lo que le dejen sus progenitores. En el contexto actual, los padres tienen los mejores contratos, la propiedad del patrimonio y las subvenciones fiscales. Podemos hablar de que, desde luego en España, la desigualdad es entre generaciones. Nos encaminamos a un punto en el que existe más riesgo que hace una década para que esa desigualdad se herede. Y en un contexto de debilitamiento de los servicios públicos esto puede suponer un riesgo para que el ascensor social funcione de la manera en la que lo hizo en las últimas décadas.

 

La crisis, y las incógnitas que plantea sobre el porvenir del Estado del Bienestar, ha aumentado el riesgo de que los hijos de una familia con dificultades hereden esas condiciones. Del mismo modo, los hijos de familias acomodadas podrían mantener su condición gracias a la “herencia recibida” y a la imposibilidad de que nuevos actores escalen hasta su posición en el estrato social. Hay dos formas evidentes de vivir con holgura: mediante e trabajo o gracias a una herencia. Esta cuestión la aborda Piketty con el análisis del flujo sucesorio. El economista utiliza el caso de Francia para presentar la evolución del flujo sucesorio anual como porcentaje del ingreso nacional entre 1820 y 2010. Al principio de la serie se observa cómo representaba el 20%, llegando a alcanzar cerca del 25% a comienzos del siglo XX. Desciende bruscamente tras la Primera Guerra Mundial: a menos del 10%. Se estanca levemente durante las dos décadas siguientes y vuelve a caer tras la Segunda Guerra Mundial. A partir de 1940 oscila entre el 4% y 8% durante más de medio siglo. En las dos décadas siguientes, hasta 2010, se duplicó hasta el 15%. Son niveles estos últimos superiores a 1920.

 

Dos puntos hay en común entre Piketty y Milanovic: la preocupación por algunas herramientas que favorecen el tránsito de una desigualdad positiva a una negativa. Una de esas palancas es lo que Piketty llama la “meritocracia falsa” y que tiene que ver con las remuneraciones relacionadas con los rendimientos del capital y del sector financiero. Milanovic también lo expresa así: “Las personas tienen derecho a empezar a cuestionarse la justificación de ciertas rentas y la enorme brecha que existe entre los ricos y los pobres de la mayoría de los países. (…) La economía de mercado es una construcción social creada para servir a las personas, por lo que en cualquier sociedad democrática plantear cuestiones sobre su manera de funcionamiento es absolutamente legítimo”.

 

Son estos asuntos de actualidad en nuestro país. Podemos aceptar la desigualdad que se pueda desprender del natural desarrollo de la economía, de las libertades individuales y de los diferentes réditos que el mérito y el trabajo de cada uno pueden aportar. La socialdemocracia ha tratado durante años de explicar lo que representa la igualdad de oportunidades, y que ello se requiere un Estado que equilibre, pero que no necesariamente tiene que convertirse en un Estado invasivo y mastodóntico. Eso no equivale a una defensa del igualitarismo. El problema radica en el momento en que la desigualdad se estanca, y se potencia con prácticas como las remuneraciones desorbitadas a los directivos de las grandes corporaciones, que reciben cuantiosas jubilaciones e indemnizaciones incluso cuando abandonan un barco que dejan zozobrando y a la deriva. Eso también es desigualdad. Por eso, cuando los economistas que han criticado a Piketty presentan como argumento –cierto– que en este mismo periodo se ha producido el mayor aumento de la riqueza en las clases medias y bajas, a la vez que en los países subdesarrollados millones de personas han abandonado la pobreza, conviene preguntar si la distribución de la riqueza ha sido justa y proporcional a lo aportado por cada uno.

 

 

La ineficiencia de la desigualdad

 

Hemos aceptado que cierto grado de desigualdad es necesaria para incentivar el desarrollo personal y fomentar el trabajo y la creación de riqueza. Pero también sabemos que su exceso es nocivo e injusto. El 2014 no ha sido solo el año de Piketty. El economista francés no ha predicado solo en el desierto. El economista francés ha recibido el espaldarazo de muchos otros economistas. Uno de ellos ha sido el del Premio Nobel Paul Krugman: “los conservadores parecen incapaces de elaborar un contraataque a sus tesis”. El economista estadounidense entiende que el libro de Piketty rompe con la idea de los liberales, lo que él llama “el mito más preciado de los conservadores”, de que vivimos en una meritocracia y las grandes fortunas se ganan y son merecidas. Es a lo que nos referíamos antes cuándo hablábamos de la falsa meritocracia y de cómo las grandes riquezas proceden, como empieza a plantear Piketty, no ya de la iniciativa empresarial sino de las herencias. Pese a las divergencias que se pueda tener con Piketty no estaría de más esperar por parte de economistas conservadores alguna respuesta más sólida que tildar de extremista de izquierdas a cualquiera que discuta el funcionamiento del libre mercado.

 

Importantes organismos internacionales no han dejado de mostrar en años recientes su inquietud ante el influjo de la desigualdad en la economía. Los economistas que quieran cuestionar esto ya no se tendrán que hacer frente solo a Piketty, sino a entidades como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), que a comienzos del pasado mes de diciembre publicaba un informe en el que acreditaba que la desigualdad tiene consecuencias adversas para el crecimiento. Pau Mari Klose explicaba en un artículo las consecuencias para todos los ciudadanos de esos países: “Las sociedades desiguales echan a perder el talento natural de jóvenes que se crían en entornos naturales desfavorecidos, y con ello no capitalizan adecuadamente los recursos humanos de que disponen. Este comportamiento económicamente ineficiente se agrava por el hecho de que la falta de oportunidades educativas se traduce en menores niveles de participación de estos grupos en el mercado de trabajo, menos aportaciones fiscales a los sistemas públicos de bienestar y, por el contrario, un mayor número de disfuncionalidades en el entramado social, que generan situaciones de necesidad que redundan en costes para las arcas públicas. La desigualdad es una pesada losa económica”. Aquellos que no quieran ver el rostro humano de la desigualdad que al menos comprendan que sus preciados cuadros macroeconómicos serían más sostenibles con menos desigualdad.

 

A la OCDE se sumaba también la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que constataba en el caso de España que había sido el país desarrollado en el que más había aumentado la desigualdad en los últimos años. La diferencia en España entre los que más ingresan y los que menos habría aumentado un 20% desde el año 2009. El organismo concedía que la práctica totalidad de esta desviación venía originada por el desempleo y las devaluaciones salariales, factores que han hecho que el poder adquisitivo de los hogares haya caído de media un 17%. España forma parte de un club, junto a Irlanda, Italia, Grecia, Japón y Reino Unido, en el que los sueldos reales fueron en 2013 inferiores a los de 2007.

 

Pero no todos han sufrido igual. Los estudios e informes sobre los salarios que utilizan los economistas y presentan los organismos suelen dividir la sociedad en diez compartimentos (deciles) en función del nivel de ingresos. Según este informe de la OIT, el decil en el que encuadra a las personas con menos ingresos han visto estos mermados en un 43%. Por el contrario, el decil más alto solo ha visto reducido su poder adquisitivo en un 4%. Los que menos tenían han perdido una proporción muy alta sobre su ya de por sí estadio de escasez. Mientras que los que más tenían han visto muy limitada su pérdida. Es seguro incluso que, en el actual entorno económico, su poder de compra sobre ciertos bienes que se han depreciado haya aumentado considerablemente.

 

Ya hemos visto que hay muchos académicos que limitan, justifican o al menos cuestionan el origen político y económico de esta desigualdad. Y difieren de Piketty y otros en el modo de combatirla. Al menos la aceptan. ¿Queda alguien incapaz de aceptar estos datos? Aunque parezca sorprendente parece que sí. Vamos a destacar al que más nos afecta. Nos toca muy de cerca. Se llama Mariano Rajoy Brey y desde hace algo más de tres años preside el Gobierno de España, un país que, no solo por su gestión pero también por ella, es –solo por detrás de Grecia– el país de la Unión Europea con más desempleo, más paro juvenil, además del miembro con más personas por debajo del umbral de la pobreza (en 2013 solo por detrás de Rumania y Letonia). Según datos del INE, para 2013 los ingresos que marcan el umbral de pobreza de una persona se situó en 8.114 euros, y en 17.040 euros para los hogares compuestos por dos adultos y dos menores. Pues bien, el 20,4% de la población vive por debajo de ese umbral, elevándose al 26,7% en el caso de los menores de 16 años. En cualquier caso, podrían tratar de engañarles con las tasas de pobreza si en ocasiones bajan unas décimas. No estamos ante un descenso real de los niveles de pobreza, sino que al medirse estos sobre los ingresos medios del conjunto del país, que también descienden, también lo hace el límite que marca el riesgo de pobreza. Pero es que además, este octubre conocimos el dato de que el 12,3% de los trabajadores españoles están por debajo del umbral de pobreza. Tener un trabajo ya no es suficiente.

 

Pobreza y desigualdad no son lo mismo, pero están relacionados. Como me decía mi amigo economista, una sociedad en la que solo viviesen Bill Gates y Cristiano Ronaldo sería muy desigual. Y una sociedad en la que todas las personas fuesen pobres sería muy igualitaria. Pero dejemos las fábulas de los economistas. Porque todos entendemos que en las sociedades desarrolladas a las que nos estamos refiriendo ahora la desigualdad genera riesgo de pobreza en el estrato social más bajo respecto al más alto. Pues con todos estos datos en la mano de desigualdad y pobreza, el presidente del Gobierno dijo en una entrevista hace un año que no había ni en España ni en Europa indicadores precisos sobre la desigualdad. Aunque la mayoría de los aquí expuestos son posteriores a esas declaraciones, a fin de tener un enfoque más actualizado, desconocemos la cara con la que se debieron quedar en Eurostat al leer esas palabras. Ya en marzo de 2013 había publicado datos reveladores al respecto. La Fundación Alternativas, la Fundación FOESSA o Cáritas ya habían elaborado para entonces informes que detallaban como la crisis estaba aumentando la desigualdad y elevando el riesgo de pobreza de la población.

 

Sin embargo, y pese a todas estas evidencias, la desigualdad no ha entrado en la agenda política ni del Gobierno de Madrid ni sobre todo de Bruselas, lugar en el que se toman las decisiones y se definen los objetivos de los países que forman la Unión Europea. En los últimos meses hemos visto cómo las instituciones comunitarias han comenzado a cambiar el rumbo de su discurso a partir del dogma imperante hasta el momento que ha dado prioridad por encima de todo a la consolidación fiscal. El periodo 2009-2014 ha marcado como objetivo irrenunciable la reducción del déficit público para calmar los episodios de tensión financieros que pusieron en entredicho el futuro de la zona euro. Y para hacerlo no ha importado llevar a los socios de la UE a dos recesiones y a un estancamiento actual que ya ha servido a muchos para decir que Europa se encuentra ante una década perdida. La nueva Comisión Europea, y la mejor predisposición de la canciller alemana, Angela Merkel, que parece que ya no volverá a enfrentarse a las urnas, han permitido que Europa empiece a hablar de inversiones y de crecimiento. Dos percutores indispensables para generar empleo. Aunque desde el Gobierno de España se ha utilizado la coletilla de que “la mejor política social es crear empleo” como excusa para no hacer nada, es cierto que ese sería un instrumento capital para solucionar el problema. Sin embargo, la desigualdad sigue sin estar en la agenda gubernamental. Y en concreto en nuestro país cada vez son más los desempleados sin prestación, los parados de larga duración y los hogares en los que no hay ingresos. Son estas realidades que no se solucionan con unas décimas más o menos de crecimiento o de déficit público, sino que requieren de la voluntad política: tomar medidas al respecto. Porque no hacerlo significará ahondar en esa tendencia que dejará atascado el botón de stop en el ascensor social.

 

Detrás de la desigualdad hay familias que se quedan atrás. Con un paro juvenil que supera el 50%, con una economía incapaz de absorber los empleos que vomitó tras los excesos de la burbuja y con un mercado laboral que consagra la desigualdad generacional, el presidente del Gobierno declaró hace poco más de un año que no creía que “después de la crisis y cuando la recuperación empiece a consolidarse de una manera clara” vayamos a una España o a una Europa más desigual.

 

 

La desigualdad y el crecimiento

 

Al hablar de su ineficiencia ya hemos alertado no solo de lo nocivo de la desigualdad desde el punto de vista de la justicia social, sino también desde el del crecimiento económico. Y ya es habitual que los economistas y los informes que elaboran los más flamantes organismos internacionales difieran de las políticas que finalmente ponen en práctica. Al igual que Raghuram Rajan fue el primer economista de relieve en predecir el crash financiero de 2008, no parece que lo escuchasen mucho pese a ocupar altos despachos en el Fondo Monetario Internacional, con el debate entre desigualdad y crecimiento está sucediendo algo parecido.

 

Sin embargo, el FMI, que como miembro de la troika carga en su reputación con las pesadas losas que la austeridad ha impuesto sobre las espaldas de los países del sur de Europa, ha comenzado a preocuparse por esta cuestión. Entender al FMI no es fácil. Recientemente ha pedido a España una nueva vuelta de tuerca en la reforma laboral. Conviene abrir los ojos porque aunque hace hincapié en la dualidad y en la moderación salarial, en su seno parece haber calado por fin el debate sobre la desigualdad. Y aunque parezca inútil por el momento, debemos apreciarlo como una buena señal. Como dijimos antes, el reconocimiento del problema es condición para atajarlo. Y así, podemos afirmar que a lo largo de este año pasado en el FMI, organización que se ha ganado a pulso ser considerada por muchos como la encarnación del mal y del capitalismo, ha empezado a echar raíces el concepto de que la desigualdad es profundamente nociva. Ya no es una consecuencia de la libertad y la meritocracia, sino que en la manera en la que se está desarrollando en los últimos años, la desigualdad perjudica gravemente el crecimiento económico. Y por lo tanto el futuro del propio sistema.

 

En el mes de abril de 2014, Guy Ryder, director general de la Organización Internacional del Trabajo, señaló que ya existe un consenso sobre los perjuicios que la desigualdad causa sobre la economía, y que precisamente por ello es una oportunidad única para ponerse manos a la obra para reducirla. Ryder dijo que mientras antaño se entendía la desigualdad como el precio para que la economía mundial funcionase, ahora “tanto el FMI como otros organismos reconocen que existe una convergencia entre un mejor funcionamiento de la economía mundial, la creación de empleo y la reducción de la desigualdad”. Ryder realizó estas declaraciones en un seminario organizado por el FMI y el Banco Mundial en el que también participó Winnie Byanyima, directora Ejecutiva de Oxfam. Además de decir que la desigualdad era moralmente incorrecta, Byanyima dejó esta sentencia: “No podemos admitir que millones de personas vivan en la pobreza absoluta mientras que otras, aunque vivieran mil vidas, no llegarían a gastar toda la riqueza que poseen”. También participó en el evento el economista estadounidense Jeffrey Sachs, volcado en el análisis de la pobreza y sus causas, para criticar el aumento de la desigualdad en Estados Unidos por haber permitido que los más ricos secuestren el proceso político en su propio beneficio. Sachs se refirió a algo que ya hemos comentado anteriormente: la transmisión de la desigualdad entre generaciones. Expresó que puede agravarse de una generación a otra porque los ricos pueden invertir más en capital humano que los pobres. “Exigir que los ricos paguen más impuestos para permitir que todos tengan una oportunidad es solo una pieza de este rompecabezas. No se trata de un conflicto entre equidad y crecimiento, sino de conectar las dos piezas”. Por un momento debió parecer que el FMI había sido tomado por fuerzas ajenas al capitalismo. Min Zhu, subdirector gerente del organismo, dijo que “las políticas macroeconómicas son importantes en este sentido”. Es decir, reducir la desigualdad puede ser una cuestión de voluntad política. “Pensémoslo bien: si el ingreso está concentrado en un pequeño grupo de personas, el consumo es diferente según el nivel de ingreso”.

 

De todo este arsenal de afirmaciones las más contundentes fueron las que pronunció Tyler Cowen, profesor de la Universidad de George Mason. En primer lugar propuso algunas medidas que ayudarían a paliar la desigualdad –en este caso a escala global–, para paliar la desigualdad entre países ricos y países pobres. Entre ellas destacan promover la inmigración y proporcionar transferencias monetarias condicionadas a la inversión en salud pública y agricultura. Pero dejó la frase que lo resume todo: “Creo que la desigualdad es un síntoma de un problema más profundo, que es la falta de oportunidades”.

 

Además de en estos simposios que acogen a economistas tan poco representativos del sentir de los más férreos defensores del libre mercado, el FMI ha amparado algún estudio que ha arrojado luz sobre esta controversia. Ya hemos visto de qué manera la desigualdad no es solo censurable desde el punto de vista humano, sino también desde la perspectiva de la eficiencia económica. ¿Pero cómo se produce esa alteración? ¿Cómo afecta la desigualdad al crecimiento? Los economistas Charalambos Tsangarides, Andrew Berg y Jonathan Ostry tratan de responder a la pregunta en el estudio Redistribución, desigualdad y crecimiento. Su conclusión no es que los países desiguales no puedan crecer –la realidad los dejaría en entredicho–, pero sí que esos periodos expansivos son menos duraderos y más propenso a desestabilizaciones. En cambio, en las sociedades con menos desigualdad los lapsos entre crisis son más prolongados. Son sociedades más estables y su economía les acompaña.

 

El debate sobre la desigualdad ha desbordado los márgenes de la academia, ha irrumpido en los grandes organismos internacionales. Ahora quedan por abrir de par en par las puertas de la política y las instituciones que tienen la capacidad de actuar.

 

 

Los efectos de la desigualdad

 

Dos de los mejores artículos que se han publicado en nuestro país en el último año sobre la desigualdad se deben a politólogos. El primero, José Fernández-Albertos, bajo el título de Nuestra desigualdad, analiza la forma que tiene la desigualdad en España. Además de corroborar a partir de los datos de la OCDE que la desigualdad ha aumentado, analiza el porqué. No es por nuestras empobrecidas clases medias. La respuestas es que en España la desigualdad se produce porque “nuestros pobres son mucho más pobres que los pobres de los países de nuestro entorno (…) Dicho de otra manera, nuestros ricos no son particularmente ricos, pero nuestros pobres sí son particularmente pobres”. A partir de las gráficas de la OCDE que Fernández-Albertos recupera para su estudio podemos comprobar como el 10% más pobre de la población en España apenas alcanza el 2% del ingreso total. De los miembros de la OCDE solo los más pobres de Estados Unidos, Chile y México tienen menos que los pobres españoles. El 10% más rico acumula el 25% de los ingresos totales del país, situándose en la media de la OCDE. Sin embargo, en países como Nueva Zelanda, Francia, Israel, Portugal, Reino Unido, Estados Unidos, Turquía, México y Chile el 10% más rico lo es en mayor medida que los ricos de nuestro país. Somos tan ricos como la media, pero más pobres que la media.

 

Mientras nuestra clase media ingresa un porcentaje muy similar a la renta promedio del conjunto de la OCDE (17,4% frente a 17,3%), el 10% de los más pobres dispone en nuestro país del 1,8% del ingreso total, mientras que la media de la OCDE dispone del 2,9%. Fernández-Albertos también constata como en los años de crisis la diferencia entre los ricos y la clase media se ha mantenido más o menos estable en Europa, mientras que en España ha aumentado ligeramente. Sin embargo, la diferencia se ha incrementado más notablemente entre la clase media y la clase baja. Así lo explica en su estudio: “Antes de la crisis, España ya era distinta a nuestros vecinos europeos: la distancia entre clases medias y clase baja era la más alta de entre los países de la UE (un hogar de clase media ingresaba 2,2 veces lo que un hogar pobre mientras que la media europea era menos de 2). Pero desde el inicio de la crisis esa distancia no ha dejado de aumentar, y en 2011 (el último año del que se tienen datos) es de 2,6, récord europeo y solo una décima por debajo del valor de Estados Unidos”. Cuando uno atiende a estas cifras es imposible no pensar en el gran drama de nuestro país, el desempleo, y en las vertientes que nos llevan a pensar en el empobrecimiento y en cómo se está enquistando para convertirse en un problema estructural: el paro juvenil, el paro de larga duración y el descenso en la cobertura al desempleo. Se trata de una triada mortal que convierte al desempleo español en un problema para toda una generación a la que la desigualdad y la pobreza ya no le son ajenos.

 

Otra extraordinaria referencia es el artículo El aumento de la desigualdad en contexto histórico. En él, Kiko Llaneras y Jorge Galindo muestran en un sencillo gráfico cómo en el periodo 2008-2012 a la vez que desciende la renta en España ha aumentado la desigualdad. En los últimos cuarenta años esto solo había sucedido en el periodo 1990-1993. Llaneras y Galindo constatan la buena noticia de que mientras en España la renta se ha multiplicado la desigualdad se ha mantenido constante entre el 30% y el 35% del Índice de Gini de renta de hogares. “El crecimiento español no parece haber generado una mayor inequidad en el largo plazo. Su análisis nos permite ver cómo esa desigualdad se dispara en las recesiones, y cómo en los 90 tardó una década en recuperarse los niveles de desigualdad”. Y aquí aportan ese lado más social. Tardamos una década en recuperar nuestros índices de desigualdad. ¿Pero recuperamos todo lo perdido? “También cabe analizar si efectivamente todo lo perdido es recuperado después. O, aún más importante, si los perdedores de las crisis coinciden con los ganadores de las recesiones”. La desigualdad no pueden ser solo cifras. Cuando dentro de una o dos décadas recuperemos los estándares de desigualdad que se están disparando en esta crisis no sería justo caer en la autocomplacencia. Mucha gente se habrá quedado atrás. Los riesgos que la pobreza y la desigualdad genera no pueden esperar. Por eso, la mejor receta no es combatirla, sino prevenirla.

 

 

Las propuestas de Piketty. El necesario debate

 

El capital en el siglo XXI ha sido un soplo de aire fresco en el debate de la desigualdad. Una obra que intenta responder a la pregunta de si Marx tenía razón al considerar que las dinámicas de acumulación de capital privado conducen inevitablemente a la concentración en unas pocas manos, y por tanto a reducir las oportunidades. Pero también trata de responder a Simon Kuznets y su teoría de que las fuerzas equilibradoras del crecimiento, la competencia y el progreso conducen de manera automática a la reducción de la desigualdad.

 

Un libro que no esconde sus intenciones al afirmar que “existen medios para que la democracia y el interés general retomen el control del capitalismo”. Quienes traten a Piketty con displicencia y etiquetándolo de marxista deberían leer un libro que en esencia constituye un análisis sobre la distribución de los ingresos y de la riqueza desde el siglo XVIII hasta nuestros días. Sería de necios obviar la historia. También trasladarla sin más a nuestra época para hacer frente a los desafíos de la actualidad. La tesis principal de Piketty es que cuando la tasa de rendimiento del capital supera de modo constante la tasa de crecimiento de la producción y del ingreso el capitalismo produce mecánicamente desigualdades insostenibles y arbitrarias que cuestionan los valores mismos del capitalismo, como la meritocracia y la promesa de que con este modelo todo hombre puede alcanzar sus sueños, el sueño americano. Aunque ese grado de meritocracia nunca se ha desarrollado en su versión más idílica, es cierto que en la segunda mitad del siglo XX la desigualdad se ha reducido como nunca antes. Dentro de los países lo ha hecho entre las diferentes clases, entre hombres y mujeres y entre las generaciones, pues los hijos vivían mejor que sus padres de modo prácticamente sistemático. Además, con la asignatura pendiente de África, el mundo ha reducido también la desigualdad entre países por la reducción sin precedentes de la pobreza en Asia y América Latina.

 

Por el contrario, los últimos años de expansión económica y algunos aspectos de la desregulación financiera, especialmente en Estados Unidos, propiciaron que el reparto entre los individuos de los frutos del crecimiento se distribuyese de forma harto desigual, concentrándose de forma exponencial en la cúspide de la pirámide. Con el advenimiento de la crisis financiera y el indisimulado recorte de los servicios públicos (como educación y sanidad, que son los que posibilitan de manera más clara la igualdad de oportunidades, que aunque nunca fue perfecta sí que significó un importante avance social), lo que nos encontramos es el riesgo de estancamiento: la parálisis del ascensor social, convertir privilegios, por una parte, y escasez, por otra, en hereditarios, y quebrar el celebrado principio de la igualdad de oportunidades. Algo que, aunque tímidamente, parecía que comenzaba a ser una realidad sólida en Europa y Estados Unidos. Además, que no se consuelen quiénes piensen que esto es sencillamente un cambio de era, el fin de Occidente. Porque en un mundo global y conectado el menor desarrollo de Occidente solo podrá deparar menores oportunidades para las regiones en desarrollo, que tendrán por ello menos oportunidades para reducir la desigualdad.

 

Thomas Piketty propone repensar el impuesto progresivo sobre el ingreso, a cuya implantación en el siglo XX el economista francés atribuye gran parte de la reducción de la desigualdad a lo largo del último siglo. A partir de ahí podremos discrepar sobre su propuesta fiscal, que se centra en un importante aumento para la tasa marginal superior. Realiza una estimación por la cual un gravamen del 80% sobre los ingresos superiores al medio millón o al millón de euros no perjudicaría al crecimiento estadounidense y en cambio ayudaría a redistribuir mejor y reducir notablemente la desigualdad. A quién escribe estas líneas le parece un porcentaje confiscatorio. Así lo considera también el propio Piketty cuando afirma que “la aplicación de tasas confiscatorias en lo más alto de la jerarquía de ingresos no solo es posible, sino que es también la única manera de contener las desviaciones observadas en la cima de las grandes empresas”. Pareciese que, de algún modo, lo que se pretende es desincentivar esas remuneraciones, no tanto perseguir la recaudación que implicarían. Al menos parece el efecto más inmediato. Amén de que en caso de que se llegase a tal nivel de recaudación deberíamos abordar cuestiones como el destino de ese dinero, y cómo los Estados recurren a veces a la arbitrariedad y el abuso para aplicar esas políticas recaudatorias. Educación como prioridad, sí. ¿Pero de qué manera se invierte en educación de la mejor manera para corregir la desigualdad? Es un problema complejo que no se resuelve únicamente haciendo pagar más a los que más tienen. La desigualdad no se reduce solo consiguiendo que el Estado tenga más recursos, sino repensando para qué partidas y cómo gastarlos.

 

La otra figura que plantea Piketty es la implantación de un impuesto mundial sobre el capital. El economista francés admite que se trata de una utopía. “Es difícil imaginar que a corto plazo todas las naciones del mundo se pusieran de acuerdo para instituirlo”. Pero cree que es una “utopía útil”, en tanto merece ser estudiada, y recuerda que muchos lo rechazarán “por considerarlo una ilusión peligrosa, de la misma forma que se rechazó el impuesto sobre los ingresos hace poco más de un siglo”. Piketty no renuncia a esta figura impositiva y cree que es perfectamente posible avanzar por etapas hacia esa “institución ideal”, empezando por implantarla a escala continental o regional. Su propuesta es la siguiente: “En cuanto a la escala tributaria que se aplicaría a esta base gravable, se puede imaginar, por ejemplo, para dar una idea precisa, una tasa igual al 0% para patrimonios por debajo del millón de euros, una tasa del 1% para patrimonios entre uno y cinco millones de euros y de 2% para patrimonios de más de cinco millones de euros. También se podría optar, por otra parte, por un impuesto al capital sobre las fortunas más grandes (por ejemplo, con una tasa de 5% o 10% para patrimonios por encima de los 1.000 millones de euros). Sin embargo, tener una tasa mínima para los patrimonios modestos y medios (por ejemplo del 0,1% para aquellos por debajo de los 200.000 euros y de 0,5% para los de entre 200.000 y un millón de euros) también podría ser una ventaja”.

 

Al igual que en el escenario de la progresividad fiscal, la propuesta de Piketty es eso, un proyecto, una suerte de invitación al debate. Es importante la consideración que Piketty le da a esta figura impositiva, precisando que el impuesto sobre el capital no tendría como objetivo sustituir todos los recursos fiscales existentes. “En cuanto a los ingresos, siempre será solo un complemento relativamente modesto dentro de la escala del Estado social moderno, apenas unos puntos del ingreso nacional (de tres a cuatro, como mucho, pero de todos modos nada despreciable). La función principal del impuesto sobre el capital no es financiar el Estado social, sino regular el capitalismo. Se trata, por una parte, de evitar una espiral de desigualdad sin fin y una divergencia sin límite de la desigualdad derivada de la riqueza y, por otra, de permitir una regulación eficaz de las crisis financieras y bancarias”. ¿Para qué hemos avanzado en cuestiones como la transparencia financiera y la transmisión de información que actualmente imperan?, se pregunta el francés. ¿Qué queremos hacer con toda esa información?

 

Lo que parece urgente es que la política debe abordar de inmediato la cuestión de la desigualdad. Cuando lo haga será tarde, porque mucha gente se habrá quedado atrás. Pero no hay que permitir que esa situación se prolongue. Hemos aprendido que la desigualdad es un lastre para la eficiencia y el desarrollo económico. Pero por encima de todo, la desigualdad debe tener rostro humano, y debe abordarse desde la perspectiva de la justicia social, con el ánimo de hacer efectiva la igualdad de oportunidades, haciéndola compatible con la libertad individual y con el desarrollo personal y profesional de los seres humanos.

 

 

 

 

Víctor Ruiz de Almirón (Madrid, 1990) es periodista, fogueado entre primas de riesgo y crisis de deuda. En Twitter: @vic_almiron 

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