Cuarto pecado capital

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Te despiertas un día y la tienes ahí, perfectamente doblada en la silla, preparada para el día que comienza, junto a la ropa elegida la noche antes. No hay que buscarle muchas explicaciones. Es algo que aparece, de repente, y se instala en tu vida. Puede durar unas horas, el tiempo antes de tomarte dos cafés, o quedarse para siempre. Si sucede esto último vas lista. A partir de ese momento te acompañará al trabajo todos los días, se colará en los saludos de rigor alicaídos que repartas, aliñará el menú del día del restaurante entre el segundo plato y el postre. Incluso saldrá contigo por la noche y cortará posibles relaciones a esa hora en que la madrugada ya está hecha para dormir o para morir en el intento. Será, lo quieras o no, tu compañera de viaje. Porque ni siquiera te la podrás quitar de encima, como se apartan los amigos gorrones o los moscones de bar. Forma parte de ti y es imposible arrancarte un trozo de ti misma. Al menos sin sangrar, claro. Y olvídate de acudir a un médico o a un farmacéutico. Ellos no sabrán lo que te pasa. No te verán nada, se preocuparán y te recetarán pruebas y medicamentos. La mitad, ya te lo aviso, efectos secundarios, ni siquiera irás a hacerlos o se te olvidará tomarlos. Los psicólogos querrán acercarse y pensarán que lo han conseguido. Te dirán que sufres depresión y te animarán a descansar y a ser optimista. No sabes entonces que el descanso la engorda, la hace más grande, más fuerte. Ni el cine con amigos ni las cenas tranquilas te sacan de casa. Ni el carné de conducir, ni renovar el DNI ni el cursillo ese de inglés que siempre dijiste que harías. Todo pasa delante de tus ojos, en tu propia casa, mientras ella lo conduce a la puerta y lo echa de tu vida. Se lo agradecerás, sin ver que cada vez el sillón lo ocupa más ella y menos tú. Cuestión de tiempo será que alcances el punto más alto: te conviertes casi en un mueble, te alimentas para seguir adelante, te encierras en tu capullo y ni meditas. Lograste vivir bajo mínimos, sin necesitar nada, sin querer nada. Lo que para millones de personas es una aspiración vital, tú lo tienes por todo lo contrario. Y sólo un día, vete a saber por qué, tal vez una ráfaga de aire, tal vez una neurona inquieta, te despiertas, enciendes el ordenador, y antes de que ella despierte también, escribes, como puedes, sin reparar en ortografías ni significados, este post. La angustia por la mala conciencia, afortunadamente, es pasajera. Pronto se la come también la pereza.