Cuento de Nochebuena (y 2)

1080

Tenía los nervios a flor de piel. Todo debía funcionar sin defectos. Nada podía dejar a la improvisación. Amigo, me decía a mí mismo mirándome frente al amplio espejo de una de las hojas del armario de mi dormitorio, no siempre te viene a casa todo un Papa y una canciller. ¿Canciller o cancillera, que uno ya no sabe? Cavilaba si vestirme de chaqué o con una americana y corbata, pero al final opté por enfundarme un elegante chandal azul oscuro muy chulo, marca Calvin Klein, en el que me había hecho grabar en la pechera en letras blancas: Bosco, The One”. Se lo vi un día a Mourinho y decidí imitarle. Si él era narcisista, ¿por qué yo no podía serlo también?

La víspera de la gran cita y tras digerir, un año más, la decepción de no tocarme ni la pedrea en la lotería de Navidad, recibí sendas llamadas del Vaticano y Berlín para confirmarme que los dos distinguidos visitantes llegarían a la hora indicada (las ocho de la noche) acompañados de escoltas. Hablé con el conserje para que accedieran por el garaje lo más clandestinamente posible. “¿Ha bebido otra vez, Bosco?”, afirmó guasón al pensar que estaba bromeando. “No, no, en serio. Es cierto, aunque le cueste creerlo”.

En esas estaba cuando sonó el timbre de la puerta varias veces. Abrí y me encontré a un tipo algo más alto que yo, lo cual no es difícil, disfrazado de Santa Claus y con unas barbas blancas. “Ahó, ahó, Santa is coming tonight”, se anunció sonriente. “¿Qué pasa, rata de alcantarilla, ya no me reconoces? Soy Pablo, Pablo Iglesias Turrión, tu odiado y amado compa de juergas de madrugada durante el confinamiento?”. Estaba magníficamente bien caracterizado. Tras entrar me entregó una voluminosa caja de mantecados, mazapanes y polvorones. “Ya veo, burguesazo, que lo del virus es cuento chino para ti. Vives como un marqués aquí. ¡Qué envidia!”. “Hombre, Pablo, tú también tienes tu casoplón”. “Calla, calla. Estoy fuera de allí. Problemas domésticos. Vivo en un apartamento en el centro de Madrid y paso días en Barcelona dando clases”, contestó con una pizca de amargura. Evité preguntarle a qué clase de problemas domésticos se refería. “¿Y cómo te va tras dejar temporalmente la política?”. “Bah, regular”, me dijo. “No me gusta nada lo que está ocurriendo en el Gobierno. Sánchez ha puesto a gente que de izquierdas no tiene ni las uñas como el nuevo ministro de Exteriores”. “¿Ah sí?”, me hice el inocente. “Mira, Pedro es un trepa sin parangón. No tiene más ideología que aferrarse al poder cueste lo que cueste. Yo ya lo intuía, pero no podía imaginar que llegara a tanto”, se desahogó. “Hombre, Pablo, pero tiene a tu amiga Yolanda…”. No me dejó terminar. Se quitó la barba luenga y con el ceño fruncido gritó: “Esa es aún peor. Es una loba con piel de oveja. He estado a punto de no venir al saber que venía también ella, pero luego he repensado y me he dicho que no todos los días uno va a cenar con un Papa y una lideresa alemana”.

Sonó de nuevo el timbre y se presentó un fornido individuo de traje oscuro y pinganillo en la oreja que sin pedir permiso entró en el salón, lo inspeccionó al igual que el resto de las estancias y luego en alemán, lengua que no entiendo, intuí que me decía que era el guardaespaldas de Angela Merkel. Y efectivamente a los pocos instantes apareció la ex canciller con gorro de montaña, forro marrón, pantalones de igual color y botas de senderismo. “¿Cómo está?”, afirmó en un español decente pero con fuerte acento. “¿No le molestará que venga disfrazada así, verdad? El servicio de seguridad me ha recomendado llegar clandestinamente”. Recurrió al inglés pero se disculpó de inmediato. “Estoy aprendiendo español. Lo entiendo casi todo, pero apenas lo hablo. He empezado con Quevedo y su Buscón…”. “Caray, pues ya es valentía la suya”, interrumpió Iglesias presentándose. “Me parece que los dos estamos en el paro, aunque de la política uno no se retira jamás”, afirmó el fundador de Unidas Podemos. “Ah, pues no. En eso no estoy de acuerdo. Mire, yo desde que dejé la Cancillería disfruto más de la vida. Leo, duermo, veo películas, doy largos paseos con Joachim, mi esposo, y trato de aprender su maravillosa lengua. Me encanta el Siglo de Oro. Tan pronto pueda quiero leer El Quijote en español”. Merkel me entregó una gran bandeja de dulces de su país, galletas navideñas Plätzchen y otras de jengibre y almendra. “Me temo que esta noche nos vamos a saltar la dieta”, dijo con una gran carcajada al tiempo que se quitaba la gruesa zamarra.

Mientras Iglesias hacía sus pinitos en inglés y peroraba de lo divino y de lo humano ante la ex canciller que parecía distraída sobre el discurso del político español, fui a la puerta donde un policía vaticano me avisaba en perfecto español que el Papa Francisco estaba a punto de hacer acto de presencia. Y así fue. Mi sorpresa e intuyo que la de mis otros dos invitados fue mayúscula al ver a un anciano elegantemente vestido en ropa de civil tocado con un borsalino de terciopelo gris, un blazier, unos pantalones grises y una corbata azul oscura. “No se me ofendan, por favor, si no traigo la sotana. Los de seguridad me han forzado a venir así para que nadie supiera de mi presencia”. “¡Anda, Francisco, no tiene pinta de Papa sino de banquero!”, gritó riéndose Iglesias. “Ajá”, respondió algo molesto el ilustre dirigente religioso. “¿Y este Santa Claus con pintas, quién es?”, agregó el ilustre religioso. Una vez aclarada la broma y tras las presentaciones correspondientes, el Papa me entregó una gran canasta, que portaba el agente vaticano, con pastelillos y pandulce típicamente argentinos. “Miren, yo soy muy dulcero. Siempre me ha encantado la confitería pero debo controlarme ahora”, se disculpó. Trajo también un pequeño belén: “Es argentino. Un nacimiento muy modesto para que presida esta noche inolvidable”. Y lo colocó sobre uno de los estantes de la librería.

Quedaban aún dos invitados por llegar. El primero fue Javier Bardem, irreconocible con una barba rojiza y unas largas melenas. Traía una gran caja con botellas de champán francés y cava catalán. “Disculpen. Vengo de un rodaje. Mi vida es de locos. Ayer estaba en Los Ángeles promocionando una película americana y esta mañana en Madrid comenzando otra. ¡Y ahora con ustedes! Un gran placer conocerlo Papa Francisco y también a usted, canciller Merkel”. Esta se había separado diplomáticamente de Iglesias para acercarse a mi biblioteca. Hubo un flechazo inmediato entre Bergoglio y Bardem. “¿Te puedo tutear?”, “Naturalmente, Francisco”. “Mirá, ché, he podido ver un par de películas tuyas, Mar adentro y Los lunes al sol y me gustaron muchísimo. Claro que yo no puedo estar de acuerdo con lo que hizo Ramón Sampedro quitándose la vida”. “¿Y qué otra alternativa le quedaba a Ramón, Santidad, si no podía disfrutar y se sentía como un guiñapo?”.

Eran bien pasadas las ocho cuando llegó la última invitada, Yolanda Díaz, vicepresidenta y ministra de Trabajo, causando un gran revuelo de estupor e incredulidad en los presentes por el atuendo. “Buenas noches, buenas noches. Perdonen el retraso pero es que estaba negociando con Sánchez y Calviño la reforma laboral”, manifestó con una cautivadora sonrisa. La vicepresidenta iba vestida ni más ni menos que de papisa y una estola que cubría los hombros. “Felisiño deja en la cocina la caja de mariscos que hemos traído para celebrar esta Nochebuena”, ordenó a su escolta, al parecer gallego igual que ella. “¡Ay, Santo Padre! Espero que no le moleste que me haya vestido así, ¿verdad? Además usted va también un tanto peculiar…” “No, por Dios, eres el anuncio de lo que tarde o temprano llegará. Después de la papisa Juana, la papisa Yolanda…”, respondió él en absoluto turbado. “Mire, Santo Padre”, afirmó la política gallega entrelazando las manos del Pontífice con las suyas, “me encanta el traje papal. Se lo comenté a nuestra embajadora vaticana y me llevó a una tienda de ropa religiosa cerca del Panteón, creo que se llama Barbiconi o algo así. Se quedaron bastante perplejos cuando expliqué lo que yo buscaba, pero accedieron, me tomaron medidas y hoy ha llegado directamente a mi despacho desde Roma. Lo he pagado yo. Cuando me lo he puesto mis colaboradores han estallado en aplausos”. “Hola, Pablo, ¿cómo estás? ¡Cuánto tiempo! Pareces un poco enfurruñado y no hay motivo para ello. Hoy es Nochebuena y mañana Navidad”, exclamó siempre sonriente. “Sí, y pasado, querida Yolanda, ¿a saber con qué estarás enredando?”, respondió ácido el ex líder de Podemos y Santa Claus por una noche. “¡Qué cosas dices, Pabliño, con lo que te quiero!”, dijo ella sin perder la compostura.

La cena discurrió con la serenidad y la compostura que corresponde a seis personas cultas y educadas, conscientes de sus discrepancias y que cuando emergían elegantemente yo u otro comensal cambiábamos de asunto. Eso fue evidente cuando Pablo y Javier espetaron al Papa la corrupción o la pederastia en la Iglesia, “No hacéis lo suficiente”, apuntó con el dedo Iglesias a Bergoglio. “Eso no es cierto. No admito que la pederastia haya invadido la Iglesia”, replicó molesto el Pontífice. “Venga, venga, calmémonos. ¿Angela, un poco más de besugo?”, pregunté a la canciller. En algún momento de la velada la noté abstraída, quizá por los problemas de la lengua. Y eso que de vez en cuando se sacaba del bolsillo del pantalón un traductor electrónico.

Estoy muy orgullosa y contenta de haberte conocido, Santo Padre”, dijo a los postres un tanto enchispada la vicepresidenta Díaz. “Claro, claro. Y yo también: de Papa Francisco a Papisa Yolanda”, respondió malicioso el líder de los católicos. “Mira, Francisco, el otro día cité el Evangelio en el Congreso para recordar que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos. Y hubo un pateo de la oposición gritando que yo era comunista”. Iglesias la miraba entretanto con ojos de saurio como si quisiera abrir sus fauces y despedazarla.

A un cierto punto Angela dio un brinco y en inglés nos anunció que teníamos que cantar Noche de Paz. “Venga, pónganse dos delante, los papisos, y tres detrás. Yo dirijo, que se me da bien”. Todos aplaudimos y cantamos a capela el villancico alemán muy emocionados y atentos a la batuta de la canciller. “Hagámonos para terminar un selfie”, dijo Bardem, que nos enseñó el último móvil que ha salido en el mercado y que acababa de comprar en Los Ángeles. Completada la operación, Bergoglio se dio un pequeño cachete en la frente: “Ché, se me olvidaba. Les traje unos rosarios. Tómenlos aunque no sean católicos”.

El ágape navideño estaba a punto de terminar felizmente y tras la bendición apostólica impartida por Francisco sin su elegante borsalino cubriendo la cabeza, cuando escuchamos una algarabía que venía de fuera. Los escoltas de Merkel y Bergoglio trataban de frenar a varios vecinos que querían entrar. Los gritos se mezclaban entre vivas al Papa, bendición, bendición y muerte a los comunistas. “Ya ves, Santidad, cómo de revuelto está el patio hispano español”. Y para mis adentros blasfemé y eché pestes contra el conserje por haberse ido de la lengua y anunciar al vecindario lo que iba a tener lugar en la morada “del asocial”, como me calificaban algunos de ellos, “del tipo de la cueva que no salía al balcón cuando hacíamos caceroladas y poníamos el himno nacional”.

De repente, sudado y con las sábanas revueltas, desperté. ¿Todo había sido un sueño otra vez? No sabía bien si estaba al principio de la pandemia, a mitad, al final, si éramos los mejores en cuanto a vacunación o si llegaríamos a la cuarta dosis como acababa de escuchar en la radio que Israel iba a poner en marcha.