De cara a la muerte: El crimen organizado y los migrantes

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“¿Quién te lleva, dime quién es tu guía”. La señora no contestó. El maleante agarró a la niña del cabello y la lanzó del tren. Ella no pudo hacer nada. Las mujeres migrantes son violentadas desde sus países y en México son traficadas, prostituidas, violadas...

 

El día está nublado y justo cuando suena el silbato que anuncia la llegada del ferrocarril, el cielo empieza a desprender sus gotas de lluvia que caen gordas, heladas, redondas a la tierra; primero en un pesado goteo y luego, casi inmediatamente, se convierten en chubasco.

 

Entonces unos 150 migrantes centroamericanos, entre hombres, mujeres y niños, corren hacia las vías del tren. Si están comiendo dejan el plato de frijoles con arroz blanco. Si están aseándose atrás del baño improvisado con cobijas, se meten la ropa con rapidez. Si descansan tirantes en el porche de la habitación para hombres del albergue La 72 Hogar para Migrantes, toman sus mochilas y saltan el cerco de alambre de púas hacia los matorrales, a la calle que los lleva directo a la esperanza.

 

Anthony Lenin Flores y Ronaldo Andino, dos jóvenes hondureños de 21 años que llegaron al albergue el día anterior, corren sobre la hierba mojada empapados. Es la oportunidad que esperaban: el tren tenía cinco días sin pasar y nunca se sabe cuándo aparecerá.

 

En las vías del ferrocarril son 400 los que saltan a los vagones en cuestión de segundos. Unos que hicieron guardia durante día y noche, otros que llegaron del albergue ubicado a 500 metros de distancia y otros más que pertenecen a bandas del crimen organizado que al igual que los migrantes esperan –haciéndose pasar por uno de ellos-, con ansias a que esos vagones se llenen de indocumentados deseosos de llegar a la siguiente parada: Palenque, Chiapas.

 

Los fierros oxidados del tren escurren agua café. La lluvia cesó y la locomotora se detiene unos minutos mientras el maquinista habla por radio y los hombres se acomodan sobre los vagones y algunas mujeres estudian cómo brincar a la máquina sin caerse. Estos 400 son sólo una pequeña parte de la realidad migratoria en México.

 

Según el Informe Especial sobre Secuestro de Migrantes en México de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), publicado en 2011, existen distintas cifras sobre la cantidad de migrantes indocumentados que transitan por el país.

 

De acuerdo con los datos de la subsecretaría de Población, Migración y Asuntos Religiosos de la Secretaría de Gobernación (SEGOB), anualmente ingresan 150.000  centroamericanos, pero organismos de la sociedad civil aseguran que son 400.000.

 

Sobre la cantidad de migrantes secuestrados, las cifras que las autoridades reportan a la CNDH son marginales. Pero de acuerdo con el trabajo de campo que realizó la comisión donde entrevistó a 68.095 personas, la violencia en contra de los migrantes no disminuye, sino que se incrementa y el crimen organizado se especializa para cometer sus ilícitos.

 

“En un periodo de seis meses se documentó un total de 214 eventos de secuestro, de los cuales, según el testimonio de las víctimas y testigos de hechos, resultaron 11.333 víctimas. Esta cifra refleja que no han sido suficientes los esfuerzos gubernamentales por disminuir los índices del secuestro en perjuicio de la población migrante”, dice el documento.

 

En cuanto a las víctimas de secuestro 44.3% son hondureños; 16.2%, salvadoreños; 11.2%, guatemaltecos; 10.6%, mexicanos; 5%, cubanos; 4.4%, nicaragüenses; 1.6%, colombianos, y 0.5% de ecuatorianos. La CNDH documentó que 67.4% de los ilícitos sucedieron en el sureste del país (Veracruz, Tabasco y Chiapas); 29.2% en el norte y 2.2% en el centro.

 

En gran parte de los casos, las víctimas denuncian colusión entre las corporaciones policiacas, personal del Instituto Nacional de Migración (INM) e instituciones de seguridad pública estatal y federal, con las bandas de crimen organizado.

 

Al margen de estos informes oficiales, defensores de los derechos humanos como Fray Tomás González Castillo, director del albergue La 72, estima que 70% de los indocumentados son asaltados entre Tenosique y Coatzacoalcos y alrededor de 1% asesinados.

 

Rubén Figueroa, del Movimiento Migrante Mesoamericano y miembro de La 72, asegura que diariamente tiene conocimiento de cuatro migrantes muertos sobre las vías del tren. Las mujeres centroamericanas son violadas y secuestradas para obligarlas a prostituirse y los niños son víctimas de trata de personas, dice.

 

“La tragedia humanitaria es enorme. Ahorita el albergue se quedó vacío y qué crees que puede pasar con esa gente. Seguramente van muchos criminales arriba que más adelante, empiezan a sacar sus armas, amenazar a los migrantes, más adelante se suben más delincuentes, en algún punto de la ruta migratoria tiran a uno, a dos. Nosotros durante esta última semana hemos detectado muchos migrantes mutilados, muertos porque los tiran del tren. Es algo muy fuerte convivir con la muerte y la sangre”.

 

 

*     *     *

 

En la Ceiba, Honduras, en el equipo de futbol Victoria le apodan el nota porque tiene tatuada una corchea musical en el lado derecho del cuello. El tatuaje es una promesa de amistad que Anthony Lenin Flores hizo con su mejor amigo Alán Rodríguez, un jugador de tercera división que hace años emigró hacia Estados Unidos y consiguió acomodarse en un equipo profesional.

 

Anthony tiene 21 años, habla bajito y tiene los ojos color miel –resguardados por unas tupidas, castañas y largas pestañas rizadas-, se le iluminan cuando evoca sus sueños de triunfo en el fútbol profesional. Hace cinco días salió de la Ceiba y abandonó el equipo de segunda división donde jugaba porque le debían tres meses de sueldo, unos 15.000 lempiras hondureños (aproximadamente 700 dólares).

 

Viajó en autobús en compañía de Rolando Andino, un jugador de primera división del equipo Victoria de Honduras, hasta Guatemala y cruzó por la frontera sur de los límites de Tenosique a la altura del Ceibo a salto de mata “rodeando la migra” a pie durante tres días hasta llegar por el monte a la cabecera municipal. Ahí se encontró con el albergue La 72 donde pernoctó una noche.

 

Anthony dice que su sueño para nada es al americano. Él nada más quiere llegar a Monterrey, Nuevo León y que los cazadores de talento lo conozcan y le den una oportunidad para jugar en México.

 

—Vengo confiado en mi talento, en que vean mi fútbol y que me den la oportunidad en un equipo –dice-. Cuando ellos ven a un jugador que les gusta, lo ayudan, le tramitan papeles. Yo me conformo con cualquier equipo mexicano, mi sueño es llegar al Santos Laguna, porque siempre lo he admirado, desde muy chico, es el que me gusta.

 

En su país, juega desde los ocho años y a los 18, cuando concluyó la educación media superior, se integró a segunda división de un equipo local. Su talento estriba en la velocidad de sus piernas para correr en la cancha, corrida que logró gracias a que dos veces por semana trota durante cuatro horas consecutivas por la playa.

 

—Siempre me ha gustado el fútbol –recuerda mientras sonríe-. Cuando era muy pequeño, mi mamá me regañaba porque llegaba siempre sudado –hace una pausa para mirar hacia el camino que lleva a las vías ferroviarias-. Yo me vine con el permiso de mi madre, confiado en Dios, en que él sabe que tengo buenas intenciones, ganas de salir adelante, luchar por mi futuro. No tengo miedo, tampoco soy muy valiente, pero tenía que salir, allá nunca haré nada. No hay futuro.

 

Para ir tras su sueño mexicano, Anthony vendió su par de tachones, unos uniformes, su teléfono celular, su reproductor de discos compactos y juntó 5.000 lempiras que le sirvieron para llegar a Tenosique.

 

En México, el joven tiene algunos amigos que lograron quedarse. Uno de ellos juega en segunda división con Las Chivas del Guadalajara, quien le enviará algo de dinero en cuanto se acerque a Veracruz por el ferrocarril y pueda viajar en autobús con un poco de tranquilidad hasta Nuevo León. Ahora en el municipio sureño, sólo le queda esperar el tren que tiene cinco días sin pasar por Tenosique y llegar hasta Coatzacoalcos, Veracruz.

 

—Voy a demostrar lo que tengo. Cuando llegue a Monterrey descanso un par de días, ya estando allá agarro un poco de aire y me pongo a jugar –se emociona-. Dicen que es triste cuando el equipo te rechaza, porque es un gasto. Si le gustas a un entrenador, gastan en arreglarte los papeles. Lo voy a lograr. Llegaré cansado, porque todavía me queda mucho camino, pero sólo tengo que llegar.

 

El Nota piensa en su madre, dice que tiene cinco hermanos y una hermana.

 

—Éramos siete hombres, pero a uno lo mataron, ya nomás somos seis varones y la niña.

 

Entonces sus ojos miran más allá de las vías del tren, es un punto fijo. De perfil, las pestañas se le miran aún más alargadas y le sobresalen de ese rostro ovalado de nariz estilizada. Recuerda a su madre, una mujer soltera que sacó adelante a la numerosa familia vendiendo ropa, y se queda pensativo.

 

Los nubarrones anuncian lluvia y el viento se vuelve más helado e intenso. Entonces el silbato del tren suena y la espera de cinco días para los indocumentados terminó.

 

Anthony se echa la mochila al hombro y salta de una zancada con la ayuda de su cuerpo atlético, el alambre de púas que separa el patio del albergue del camino que lleva a las vías del tren.

 

Empieza a llover y en segundos está empapado y frente al ferrocarril. De dos saltos se encarama sobre uno de los vagones con la máquina en marcha y se pierde de vista. Cuando el maquinista se detiene, ya dejó de llover.

 

El tren se echa hacia atrás y Anthony nuevamente es visible y sonríe de nuevo agitando la mano. Ahí permanece la máquina unos minutos, mientras los hombres siguen subiendo. Cuando el tren emprende la marcha rumbo a Palenque, Chiapas, Anthony está sentado en una de las orillas del vagón y sus piernas son un par de hilos que cuelgan junto a decenas más. Entonces el muchacho dice adiós y su mirada se pierde a la par que el ferrocarril se aleja. Él solo necesita llegar a Coatzacoalcos.

 

 

*     *     *

 

En agosto de 2010, cuando un grupo de criminales masacró a 72 migrantes secuestrados en San Fernando, Tamaulipas, uno por uno con el tiro de gracia en la cabeza, Fray Tomás González Castillo recién había sido nombrado por la orden franciscana como encargado del proyecto de Atención a Migrantes en Tenosique, Tabasco.

 

A dos años y medio de distancia, el sacerdote dirige la Casa Hogar para Migrantes La 72, bautizada con ese nombre en honor a las víctimas de San Fernando, y vive amenazado de muerte por un grupo del crimen organizado local que se encarga de asaltar, violar, secuestrar, reclutar y asesinar a los indocumentados que cruzan la frontera de Guatemala y el municipio sureño.

 

Hace dos semanas Fray Tomás denunció amenazas de muerte en contra de él, voluntarios del albergue y de los mismos migrantes que protege. Por eso, afuera de la casa se encuentran desde el domingo pasado, tres unidades de la policía federal y municipal resguardando el inmueble.

 

—Nosotros lo aceptamos, porque fue la decisión que tomó el gobierno después de las amenazas –dice-. Pero yo no les tengo confianza. Son a los que hemos denunciado, ellos saben que los tenemos bien identificados.

 

El sacerdote viste una camiseta azul claro, un pantalón de mezclilla y huaraches. Todo el día no ha parado. Las horas se le van en entrevistas a cada migrante que llega al albergue y en viajes hacia la parroquia de Tenosique para preparar las celebraciones religiosas de Semana Santa.

 

Hace dos años y medio llegó al pueblo. En un inicio les servía comida caliente a los indocumentados en una cocina improvisada en una de las salas de la parroquia. Sin embargo pronto fue necesario contar con un lugar más amplio y así fue que nació La 72, un lugar donde diariamente se sirven ente 150 y 200 raciones de alimento tres veces al día.

 

—Por qué soy franciscano –vacila un momento, y responde-: No lo sé. A los 17 años fui a tocar la puerta de los diocesanos y me dijeron que tenía que esperar año y medio; a mí ya se me cocían las habas, ya quería entrar al seminario, entonces fui a la orden franciscana que está por la calle Madero en el Distrito Federal, ahí en centro.

 

De ese momento a la fecha, pasaron 23 años. La labor de Fray Tomás en Tenosique no se limita a darles de comer a los migrantes centroamericanos, sino a brindarles asesoría jurídica y acompañarlos a levantar denuncias ante el Ministerio Público cuando son víctimas del crimen organizado o de las autoridades migratorias.

 

—A mí me tienen amenazado desde que llegué. Hay una colusión terrible de las autoridades con los criminales. Policías municipales, migratorias, federales, estatales, militares y hasta el tránsito. Todos abusan de los migrantes y los he denunciado con nombre y apellido.

 

Fray Tomás no está solo en Tenosique, su compañero de lucha y defensor de derechos humanos, Rubén Figueroa, también está amenazado de muerte.

 

Cuando el silbato del tren suena, ellos ya no pueden acompañar a los indocumentados hasta las vías. Su presencia ahí está vetada, pues ambos hombres se convirtieron en investigadores de las operaciones de los criminales que operan en el tramo Tenosique-Coatzacoalcos, ante la indiferencia e indolencia de la policía.

 

—Las amenazas vienen desde miradas. Si me ven en las vías me dicen que me van a matar. Algunas las he hecho públicas, otras no –cuenta Rubén, un hombre que alguna vez también cruzó como indocumentado mexicano a Estados Unidos por la frontera de Piedras Negras, Coahuila-. Ellos están cazando a sus víctimas y son asesinos. Es una labor muy peligrosa, pero yo tengo que ser muy cabrón para defender a los migrantes. Conocer sus operaciones, ubicarlos, saber quiénes son.

 

Rubén y Fray Tomás reconocen a los criminales físicamente, a través de tatuajes, rostros y apodos. Conocen sus movimientos y modus operandi, y a pesar de ello y de las denuncias penales que han realizado, siguen libres y cometen ilícitos con libertad.

 

La ruta más peligrosa para los mirantes en el sureste es la que inicia en Tenosique –desde que inician su camino a pie ya son víctimas de robo y ataques sexuales-, hasta la que se extiende a lo largo de las vías ferroviarias. Un indocumentado tarda 20 días aproximadamente para llegar por tren a alguno de los estados fronterizos con Estados Unidos.

 

—El tema de la migración es diferente a como la pintan los estudios. La diferencia es que está sola, no hay ninguna institución pendiente, los migrantes entran a su suerte al país –dice-. Las mujeres migrantes son violentadas desde sus países y en México son traficadas, prostituidas, violadas, incluso por funcionarios públicos.

 

 

*     *     *

 

Con el lodo hasta la cintura, Elizabeth cierra los ojos y recuerda el rostro de Sarvia, sus ojos café claro de pestañas largas, su cara blanca y aquel cabello castaño y lacio.

 

—Mamá, ¿a dónde vas? –le dijo su hija menor, de seis años-. ¿Cuándo regresas?

 

La mujer abrazó el cuerpecito menudo de la niña y la besó antes de dejarla en casa de su abuela, en Tegucigalpa, Honduras.

 

Sarvia está enferma del corazón. Le dieron dos infartos y para aspirar a una oportunidad de vida, debe pagar un costoso tratamiento y una alimentación basada en proteínas. Carne roja y leche.

 

Pero en casa de la abuela sólo hay frijoles y arroz y Elizabeth es una madre soltera desempleada, sin un peso en la bolsa.

 

—Volveré pronto mi niña– le dijo.

 

Ahora lo recuerda, metida en el fango como está, y se aguanta las ganas de llorar.

 

A unos metros de Elizabeth todo es terror. Las mujeres y los niños gritan. Se escucha el rugir de los motores de las motocicletas y camionetas y machetes cortando… machetes afilados partiendo en dos a seres humanos. Está cerca de las vías del tren de Coatzacoalcos. Ella y María Josefina Camargo, una mujer de 40 años que también trata de llegar a Estados Unidos para conseguir trabajo, están escondidas. Hasta el momento lograron escapar de la masacre. Son las 11:00 de la noche y desde el pantano, Elizabeth puede escuchar el tren.

 

En la oscuridad hay la suficiente luz de luna para ver cómo unos hombres lanzan sobre las vías ferroviarias a hombres jóvenes y cómo la máquina los despedaza. No queda nada. Entonces Elizabeth intenta no gritar. Está horrorizada.

 

—¡Mamita, mamita! –grita un niño. Luego chilla. El griterío agudo de niños y mujeres se mezclan. Ellas suplican por la vida de sus hijos, suplican.

 

El terror se prolonga hasta la madrugada. Son las 2:00 de la mañana cuando todo se queda en silencio. Las motocicletas se fueron y los gritos cesaron. El llanto. Todo es pantano y obscuridad. Elizabeth y María salen arrastrándose del lodo y poco a poco se asoman al exterior. El panorama es devastador. Muertos, todos están muertos. Masacrados. Sangre en el monte y en las vías.

 

Corren desesperadas hacia un camino de terracería y metros más adelante, hay unas casas.

 

—¡Ayuda!, ¡Ayuda! –suplican. Pero nadie abre la puerta. Tocan las portones que salen al paso y al final una mujer se asoma.

 

—¡Váyanse! ¡Lárguense! Ustedes son puro problema. Fuera de aquí.

 

Las dos mujeres regresan al pantano y ahí se quedan hasta las 4:00 de la madrugada, cuando vuelven a salir obligadas por los moscos y los animales del lodo.

 

 

El tren de la muerte

 

“Salí un 20 de febrero de Tegucigalpa y dejé a mis niñas de nueve y seis años. Crucé todo Guatemala en autobús, llegué a la frontera de México y pasé por Tenosique en autobús hasta Palenque. Ahí en Pacalná esperé el tren que va para Coatzacoalcos. Venía con María de 40 años”, dice.

 

La piel morena de Elizabeth brilla con el sol que se cuela por la ventana de la estancia-comedor del albergue La 72 y contrasta con el fucsia de su blusa strapless de tirantes. La mujer de 28 años tiene los ojos grandes, café oscuro, una delgada nariz y labios gruesos.

 

Era un domingo a las 10:30 de la noche a la altura de Pacalná, Palenque (Chiapas) cuando ambas mujeres escucharon el silbato del tren. Habían esperado tres días y dos noches. Junto con una centena de indocumentados brincaron a los vagones.

 

Se acomodaron entre la gente y tenían prisa por llegar a Coatzacoalcos. Elizabeth se comunicó días atrás con un tío que vive en Estados Unidos y le pidió ayuda.

 

—Necesito que me ayude, tío –le dijo-. Mi problema es muy grande. Tengo la niña muy enferma y necesito trabajar, en Honduras nos estamos muriendo de hambre. No hay trabajo.

 

Sólo tenía que subirse a ese tren y llegar hasta la frontera de México con Estados Unidos, era cuestión de 20 días.

 

—Hora y media después de que nos subimos y que el tren empezó andar, un hombre llegó al grupo donde nosotros íbamos. Sin mediar palabra le dijo a otro muchacho “tu llevas gente, eres pollero”. El muchacho era humilde, catracho y le dijo que no. “Deja de mentir que vos llevas gente y si no pagas los 100 dólares te voy a matar ahorita”, y lo mató. Le cortó la cabeza con un machetazo.

 

Luego el asesino, dice Elizabeth, cortó en cuatro partes a su víctima y las lanzó del tren en segundos.

 

—Los que íbamos ahí en el vagón, quedamos salpicados de sangre –cuenta. Se lleva las manos al rostro, toma un poco de aire y sigue-: Yo quería tirarme del tren, quería bajarme, pero era una zona montañosa. Nos alejamos de ese grupo y nos bajamos a un lado de las llantas. Ahí nos fuimos acurrucaditas hasta llegar a Coatzacoalcos.

 

Cuando llegaron, Elizabeth y María esperaron al siguiente tren para seguir su trayecto hacia el norte. El ferrocarril llegó a las 11:30 de la noche y las mujeres abordaron de nuevo uno de los vagones, con la esperanza de que habría mejor suerte. Sin embargo, Elizabeth y su compañera de viaje, estaba lejos de imaginarse lo que vivirían en las siguientes horas y días.

 

En cada vagón iban ocho maleantes. Cuatro se suben a informarse en la estación y cuatro después, en el trayecto, con armas. Las armas que traen son calibre 22, 38 y metralletas.

 

El tren de 150 vagones, llevaba unas 120 personas en cada uno y en el compartimento de las llantas había gente amontonada.

 

Después de 20 minutos de marcha, los gritos y el llanto iniciaron.

 

—Si no tienes para pagar los 100 dólares no puedes ir en este tren, te tienes que bajar, les decían los criminales a los indocumentados mientras les apuntaban en la cabeza con sus pistolas y machetes. A varios migrantes los tiraron del tren.

 

Elizabeth hace una pausa y solloza. “¡Dios, aún no se me pasa el shock! ¡Dios las cosas que vi no las puedo olvidar!”, se lamenta.

 

Vio a una señora que llevaba consigo a una niña de unos nueve o diez años y un niño de cuatro. Un hombre le pregunto: “¿Quién te lleva, dime quién es tu guía”. La señora no contestó. El maleante agarró a la niña del cabello y la lanzó del tren. Ella no pudo hacer nada. El tren seguía corriendo. La señora lloraba, gritaba por su niña, no pudo hacer nada porque el tren corría.

 

La pequeña se quedó en las vías del tren. Su madre siguió el camino sin ella. “La mataron. Uno de adulto, si se lanza de esa velocidad, se muere. Pobre criatura…”, dice Elizabeth mientras se seca las lágrimas. Los hombres armados empezaron a cobrar la cuota de 100 dólares y a lanzar del ferrocarril a los indocumentados que no pudieran pagar.

 

Cuando ya llegaron a donde iban, los empezaron a bajar del vagón. El tren se estaba deteniendo. “En cuanto pudimos saltamos y corrimos. Abajo había muchos criminales esperando a la gente. Empezaron a capturar a las mujeres. Agarraban a las muchachas y las metían en un círculo de unos 20 maleantes. Yo sólo escuchaba gritos”.

 

Elizabeth y María corrieron hacia el monte y uno de los hombres armado con un machete las persiguió durante media hora.

 

“Yo no miré para atrás, corrí por salvar mi vida. Sólo escuchaba que gritaba: ‘¡Se nos pelan esas morras! ¡Hay que seguirlas porque estas morras se nos van! ¡Se nos van!’”.

 

La mujer reconoció el acento: era mexicano. Porque en el trayecto escuchó entre los criminales a salvadoreños, guatemaltecos y hondureños. Lograron escapar. Se ocultaron en un pantano donde pasaron una noche entera entre gritos y muerte.

 

 

Quiere salvar a su hija

 

—¿A dónde van muchachas, son catrachitas verdad? –preguntó un hombre mayor.

—Sí, vamos hacia el puente de Coatzacoalcos –contestó Elizabeth.

 —No vayan para allá, están los secuestradores de migrantes. Pueden quedarse en mi casa, comer y asearse –propuso.

 

Ambas mujeres se quedaron durante tres días y dos noches en la casa de aquel hombre. Se lavaron el lodo del pantano y durante su estancia, tres criminales llegaron a preguntar por ellas.

 

—Son dos mujeres, una morenita y una güerita. Una de ellas es mi prima y no la encuentro –mintió el hombre.

 

Después de los tres días, las hondureñas siguieron su camino. Pero abandonaron la idea de llegar al norte.

 

María sólo quería regresar a Honduras y Elizabeth, olvidar que en su país no había esperanza y que la esperaba una hija enferma a quien no podría ayudar a sobrevivir.

 

—Caminamos cinco días rodeando el puente de Coatzacoalcos. No bebimos agua dos días, no comimos. El clima estaba helado, anduvimos en las montañas. Cuando encontramos carretera, el chofer de un tráiler nos llevó hasta la entrada de Villahermosa.

 

En la capital de Tabasco, las mujeres siguieron caminando y cruzaron la ciudad a pie. Un sacerdote católico le dio 100 pesos a cada una para tomar un autobús hacia Pacalná, Palenque.

 

—Así llegamos a Pacalná y unas monjitas nos dieron asilo. María se quiso ir y se enojó conmigo porque yo ya no seguí. Les conté a las monjas de mi necesidad de encontrar un trabajo para ayudar a mi hija y me dijeron que me quedara, que de alguna forma saldría adelante. María tomó provisiones y se fue. Elizabeth no volvió a saber de ella.

 

En Pacalná, Elizabeth regresó al lugar donde su pesadilla inició. El sitio de las vías del tren que se lleva a los migrantes a un destino incierto.

 

 

*     *     *

 

La tarde empieza a caer y en Tenosique huele a hierba mojada. La hondureña viaja al pueblo, a las oficinas del INM para continuar con su trámite de visa humanitaria. Observa por la ventana y afuera sólo se ve el verde de los árboles y se respira el aroma de la tierra mojada.

 

Está cabizbaja, entristecida por los recuerdos.

 

—¿Cómo es Sarvia? ¿Se parece a ti?

—No, ella es blanquita. Se parece a su papá.

 

El rostro de Elizabeth ahora sonríe y es el de una madre.

 

—Mi flaquita es muy inteligente. Enfermita y todo, pero va con excelencia en la escuela. El 20 de abril es su cumpleaños, ojalá yo ya tenga la visa y trabajo para mandarle unos centavos.

 

 

*     *     *

 

Mario M. tiene 16 años y hace dos meses salió de Copán Ruinas, Honduras. Cruzó sin problemas la frontera de Guatemala con la ayuda de un pollero que lo abandonó a su suerte apenas pisó tierra mexicana.

 

 El jovencito migró con tres amigos más, pero en un tramo del municipio de Tenosique, Tabasco fueron asaltados por unos encapuchados y lanzados a un pantano.

 

—Me pusieron una pistola en la cabeza. Sólo recuerdo que no dejaba de temblar y a uno de mis amigos, le dieron un cachazo en la frente y le reventaron la ceja –dice.

 

En el pantano unos animales negros se le metieron en la piel y cuando lograron salir, los otros tres indocumentados abandonaron la misión de llegar a Estados Unidos en busca de una mejor vida y se regresaron a Honduras.

 

Pero Mario M. prefirió quedarse en el país y está dispuesto a empeñar su vida por cruzar la frontera entre México y el país anglosajón.

 

Sus motivos son poderosos. En Honduras no tiene acceso a la educación. Trabaja con su padre en una bodega de café bajo el sol. Ambos ganan el equivalente a siete dólares diarios.

 

—Pero sobre todo porque tengo un hermanito de ocho años que quiero sacar adelante. No quiero que pase lo que yo. Yo fui violado por un primo a esa edad –confiesa el jovencito.

 

La tragedia de Mario M. se agrava aún más. Su madre tiene cáncer de mama y la responsabilidad de la manutención del hogar recae únicamente en el padre.

 

—A veces me pregunto por qué uno nace así. Por qué otros chavos de mi edad son felices, pueden estudiar y yo no. No me quiero quedar en México. En Estados Unidos quiero trabajar, me gustaría ser doctor. Aquí la gente me dice que me vaya a mi país, que los migrantes somos delincuentes.

 

Mario tiene la esperanza de que el Instituto Nacional de Migración (INM) le expida un permiso de un mes para desalojar el país. Pero de no ser así, está resignado a tomar el tren que pasa por la cabecera municipal Tenosique.

 

—No tengo otra opción. Me da miedo el tren y se me enchina la piel cuando veo a la gente que se sube. Tendré que hacerlo, si no tengo otra opción.

 

De acuerdo con Fray Tomás González Castillo, director de la Casa Hogar para Migrantes La 72, del total de indocumentados que pasan por Tenosique 15% son menores de edad entre nueve a 17 años; 10% son mujeres; 2% madres con niños y embarazadas y la gran mayoría, 90%, son hombres. Según las cifras del INM durante 2012 la dependencia devolvió a sus países de origen a 79.426 migrantes, de los cuales más de 60% fueron guatemaltecos y hondureños.

 

Aunque el grueso de los indocumentados que transitan por el país son hombres, el año pasado del total de los migrantes mayores de 19 años, 11.8% fueron mujeres y menores de 18 años, 7.1%.

 

Organizaciones como Amnistía Internacional han documentado la violencia contra las mujeres migrantes.

 

En su informe Víctimas invisibles. Migrantes en movimiento en México, la organización dice que existe un consenso entre organizaciones civiles y de salud de que seis de cada 10 mujeres y niñas indocumentadas son violadas en el país.

 

El peligro principal es para aquellas que viajan por la zona del tren, pues son presas de bandas delictivas, traficantes de personas, otros migrantes o funcionarios públicos corruptos.

 

Amnistía Internacional alerta sobre que las bandas delictivas violan a las mujeres como parte del precio que estas tienen que pagar por su derecho a cruzar el país.

 

 “Según algunos expertos, el peligro de violación es de tal magnitud que los traficantes de personas muchas veces obligan a las mujeres a administrarse una inyección anticonceptiva antes del viaje, como precaución contra el embarazo derivado de la violación”, se lee en el documento.

 

A pesar de que organismos internacionales y nacionales han alertado a través de estudios, trabajo de campo y académico. A pesar de la recopilación de datos y testimonios en los albergues para migrantes de todo el país. A pesar de la evidencia de los crímenes que se cometen en contra de los indocumentados centroamericanos, continúan pereciendo y padeciendo impunemente todos los días.

 

—Es un hecho que los maquinistas están de acuerdo con los maleantes. No sé si porque los amenazan o porque les dan dinero. Pero detienen el tren donde no deben hacerlo, antes de llegar a la estación y ahí se suben los criminales a golpear a la gente –dice la hondureña Elizabeth Varela.

 

Rubén Figueroa, del Movimiento Migrante Mesoamericano y miembro del albergue La 72 dice: “Todos los días llegan y llegan víctimas. Aquí les damos asilo, pero al final de cuentas son víctimas que se subirán a ese tren de muerte. Al que ves sentado aquí, descansando o comiendo un plato de arroz, lo puedes ver más tarde, mutilado o asesinado en las vías del tren”.

 

 

 

Shaila Rosagel es periodista para el medio digital mexicano SinEmbargo.mx donde realiza coberturas sobre derechos humanos, impunidad y política, y donde este reportaje fue publicado el 2 y 3 de abril pasados

Autor: Texto y fotos: Shaila Rosagel