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Mientras tantoDe la humillación y lo digno de aprecio

De la humillación y lo digno de aprecio


En una renombrada ciudad turística, a la caída de la tarde, se sentó un día a una mesa del bar donde yo estaba una familia de extranjeros. Era una de las mesas de la calle de un bar apartado hasta donde raramente llegan nunca los turistas —tan a trasmano está—, y en seguida pude percatarme de la singular condición que, como antes se decía, adornaba a aquella pareja y a sus dos hijos.

 

A escasos metros de distancia, la que mediaba entre las dos mesas que flanqueaban la entrada del bar, yo tenía que hacer un verdadero esfuerzo, a pesar del silencio reinante, para poder oír lo que se decían. Aguzaba el oído todo lo que podía —miraba de refilón, casi por el rabillo del ojo—, y no me costó percibir que, si llamaban mi atención, era justamente porque nada en ellos trataba de hacerlo, que si se singularizaban como lo hacían, era porque precisamente nada aspiraba en ellos a singularizarse. Ni hablaban en alto, ni se sentaban de una forma descompuesta o llevaban nada llamativo, ni hacían el menor aspaviento de nada. Era como si un extraño sosiego que les viniera de adentro —o puede que del adentro de las formas— se acompasara en ellos tan a las mil maravillas con la tranquilidad de la tarde, que ninguna prisa les corriera de nada ni ninguna necesidad o deseo les pudiera turbar. Estaban allí, y estaban bien.

 

Los padres rondarían los cuarenta y, de los dos hijos, la niña, que era la mayor, no creo que tuviera más de siete u ocho años. Los dos estaban correctamente sentados en sus sillas, correctamente y a sus anchas, y ni gritaban lo más mínimo ni parecían tener el menor interés de acaparar la atención de sus padres; miraban. Enseguida eché de ver que los cuatro vestían de un modo que me era agradable a la vista. Como el tono de la voz así era el de su indumentaria; esmerado y limpio, grato y sin estridencias, con una suerte de cómoda elegancia que parecía desprenderse tanto de cada prenda en concreto como del conjunto de todas ellas y templar cada gesto.

 

Esperaron sin inmutarse largo rato a que saliera el camarero y, cuando así lo hizo —de una mochilita de cuero que el padre llevaba había sacado un par de libros—, los niños ni se precipitaron a pedir ni se hicieron esperar del camarero. Pidieron todos un bocadillo, y la niña miró a la madre en busca de aprobación antes de añadir “¡y unas patatas fritas!”, rubricando su petición con una sonrisa de una parte a otra de la cara. Mientras aguardaban los bocadillos, el padre, que le había alargado la guía que le pedía la mujer, sacó ahora de la mochilita una cajetilla de cigarrillos. No obstante la distancia que nos separaba, se volvió a preguntarme si me molestaba que fumara. No se quitan la palabra el uno al otro —constaté—, no se aburren ni impacientan y, de todo lo que se podría decir de ellos, lo último sería que tuvieran el menor aspecto de aturdidos.

 

Cuando no habían hecho más que hincar el diente a sus bocadillos —yo seguía imantado como si estuviera ante un espectáculo de otros tiempos—, se llegó hasta ellos un hombre de unos sesenta y tantos años vestido con ostentosa elegancia —con prendas caras, con ropa de marca— y el cabello y el cutis sumamente cuidados. Tenía aires de eterno galán o seductor empedernido y en seguida, con una cordialidad afectadamente natural, se dirigió a la mujer, ante la que empezó a declamar con toda suerte de efectos las bellezas de la ciudad y el privilegio que suponía vivir allí. Se dirigía fundamentalmente a ella, pero sin dejar de hacerles alguna gracia de vez en cuando a los niños —un repelón, una garatusa— ni de guiñarle el ojo, con una arrogada complicidad ya de entrada sin reservas, al marido.

 

A pesar de que no le entendían muy bien, según trataron de decirle en su lengua —yo traduje en mi fuero interno que no entendían ni palotada—, no dejaban en ningún momento de escucharle con educada atención, abandonando incluso durante ratos enteros sus bocadillos sobre los platos. Se advertía que estaban cada vez más a disgusto, pero también que, por nada del mundo, hubiesen querido darlo a entender por mucho que la presencia de aquel hombre, allí pegado, de pie y encima de ellos, sin cesar de gesticular a la altura de sus ojos y hablar por los codos, fuera a todas luces un incordio.

 

El hombre, con trazas inequívocas de pertenecer de lleno a esa nutrida parte de la población —sin duda en aumento— que es incapaz de pensar ni por asomo si molesta al otro, pasó poco a poco de la descripción de edificios y lugares al recuento de anécdotas, salpicadas con alguna que otra cancioncilla, cada vez más picante, que entonaba a voz en grito y con todo lujo de aspavientos. Se regodeaba, se regodeaba en su elocuencia y su desenvoltura con un engolosinamiento propio y un desdén ajeno que daban, o por lo menos a mí me daba, grima verlo.

 

Los dos críos —el niño perneaba por debajo de la mesa— no le quitaban ojo, pero empezaron a dejar de sonreír cuando tenían que sonreír y a lanzarles cada vez más a sus padres rápidas miradas interrogativas. A partir de un determinado momento no había ya quien aguantase toda aquella murga e, incluso a mí, que no tenía que soportarlo allí encima y dirigiéndoseme continuamente con la mirada o apabullándome con sus gestos, se me antojaba de todo punto intolerable. Su cháchara estomagante, sus infatigables alardes, sus gracias y complicidades, su falta absoluta, e inasequible a la menor duda, de consideración hacia los otros, eran cada vez más violentamente atosigantes. Y sin embargo los forasteros —incluidos los niños— seguían allí casi se podía decir que sin inmutarse con una educación impertérrita. Hasta cuándo aguantarán, me preguntaba. Por menos de eso —exageré para mis adentros— ha habido excelentes ciudadanos que han asesinado a sus así llamados prójimos.

 

De las cancioncillas pasó a inquirirles cosas cada vez más íntimas —algunas ya obscenas— y a tocarle a ella los brazos. Cuando se daba cuenta de que se había extralimitado, se dirigía por un momento a los niños y les alborotaba el pelo o les daba un cachetito o un pellizco en la mejilla, que ellos recibían cada vez de peor gana.

 

Acabaron de comer como pudieron, dando bocados como a escondidas incluso de sí mismos, y me pareció que el padre empezaba a dar ligeras muestras de impaciencia, o bien de vergüenza, que no supe dirimir si era propia, seguramente por no intervenir, o bien ajena, pero en todo caso sin dejar de soportar con cortesía las indirectas o el tono general de indirecta de aquel hombre que le guiñaba un ojo o extendía el brazo hacia él después de haber hecho un aprecio totalmente fuera de lugar de su mujer o los niños.

 

En un momento dado la madre se volvió —me daba la espalda— y nuestras miradas se cruzaron. No pude por menos de sonreírle levantando y bajando la cabeza —arqueando un instante las cejas— en señal de solidaridad y, antes de volverse de nuevo, creí ver el pequeño destello de la sonrisa de agradecida conformidad —¿o era de petición de ayuda?— con la que me sentí obsequiado. Pero a partir de aquel momento —el hombre casi nunca daba opción a que le respondieran nada a sus preguntas y continuaba hablando sin parar como quien no concede en el fondo ni el don del habla a sus interlocutores—, percibí, sin que me pudiera caber ya la menor sombra de duda, que se estaban sintiendo profundamente ofendidos, que aquella cháchara presuntuosa e ininterrumpida les estaba humillando e hiriendo en lo más íntimo —¿en lo más íntimo que acaso son las formas?, me pregunté—.

 

Supe entonces que ni la mujer ni el marido iban a volver a dirigirme la mirada porque yo había sido testigo de su humillación, de una humillación a la que, justamente por delicadeza hacia el otro, por delicadeza a lo común humano y por lo tanto a lo más propio, no habían sabido o podido poner coto. Y así fue.

 

Cuando después de haber aprovechado la salida del camarero que iba a atender a otra mesa para pagarle, se levantaron como amilanados o acartonados de la mesa para irse, pasaron delante de mí sin mirarme siquiera de refilón. Empezaron a andar despacio, como descoyuntados y cada uno por su lado —la humillación separa, no une, pensé—, mirando cada cual hacia alguna cosa que no podían ver porque no miraban para ver sino por si así, perdiendo la mirada, fuese posible que nadie les viera. Me parecieron un pequeño ejército que se retiraba en desbandada, derrotado —derrotado por gentileza, por haber combatido sólo con las armas de la amabilidad— y a rastras, rotas todas las filas y enfangado cualquier atisbo de dignidad, con la mirada ciega del agotamiento y el horror que obturan toda sensibilidad.

 

Pero lo que no sabía cuando hicieron el primer ademán de marcharse —¡qué grado de intimidad no alcanzan las formas!, pensé, ¡qué indelicada es para con uno la delicadeza cuando el otro carece en absoluto de ella!— era que todavía me faltaba lo peor.

 

En el momento en que el padre se levantó para emprender la huida de aquel sitio donde, a todas luces, se habían encontrado al principio tan a gusto —sin darse ni mínimamente por aludido, el otro seguía hablando y hablando con su mucilaginosa verbosidad y su implacable sonrisa—, oí lo que hubiera dado cualquier cosa por no oír. La puntilla, me dije, esto es la puntilla.

 

“Da gusto poder conversar un rato amablemente —dijo el eterno galán, el elegante seductor empedernido—, poder tener aunque sólo sea un momento de diálogo, de verdadero diálogo en este mundo en que ya nadie escucha a nadie ni nos hacemos ya caso unos a otros”. Conversar, dijo, conversar amablemente y, luego, diálogo, un momento de verdadero diálogo, todo eso dijo, y yo hubiese querido que se me tragara la tierra.

 

Entonces miré a todos aquellos viejos edificios, pensé en todos los monumentos antiguos de los que el hombre había hablado encareciéndoles su belleza, en todas las iglesias y cúpulas y capiteles y museos y pinturas y demás obras del esfuerzo y el entendimiento humanos, y me di cuenta de que, sacudidos por un terremoto que no por invisible era menos terrorífico, estaban a punto de venirse abajo hechos añicos si es que no se habían venido ya abajo de una vez por todas. El terremoto era lingüístico, y amenazaba con no dejar una palabra sana, una palabra bien puesta junto a otra, con no respetar un cimiento lógico, un pilar semántico, con no dejar en pie un concepto que valiese ni una mínima coherencia, con ponerlo todo patas arriba y llenarlo todo de escombros indiferenciados en cuyo revoltijo, si algo se parecía a lo que era, no era sino por azar y milagro.

 

Era la farsa, una farsa que me sonaba, o que era ya lo que más sonaba, y la dejé resonar. Diálogo —resonaba—, diálogo, y también libertad, pluralidad, diferencias, ética… Era el verdadero fantasma que recorre y, tal vez, ha recorrido siempre el mundo, el fantasma que recibe el antiguo nombre de desfachatez. Era la práctica generalizada del recochineo y la desfachatez, de la hipocresía como una de las bellas artes.

 

Si quienes más hablan de algunas cosas, quienes más las esgrimen y enarbolan embelleciéndose y dignificándose con ellas —¡ah, esa trasferencia de dignidad y belleza de los grandes Nombres y las grandes Cosas!—, pueden ser no sólo los más cerrilmente incapaces de nada que se les parezca en puridad, sino quienes, en sus hechos y sus actos reales, más cometan lo contrario, ¿hasta qué punto pueden hacerlas entonces detestables o indeseables, nada dignas de aprecio?; ¿hasta qué punto pueden desnaturalizarlas y colorear, en lógica reciprocidad, a lo contrario como lo más apetecible? ¿Cómo saldremos, si es que nos es dado salir, si no indemnes, por lo menos vivos de debajo de esos escombros lingüísticos en los que nos movemos como ratas de lenguaje? ¿Qué silencio, o qué apartamiento, sería susceptible de rescatarnos?

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