- Dino y Nataša
Al principio de nuestro callejón, en el lado izquierdo, había una casa verde que brillaba como si hubiesen espolvoreado piedras preciosas. Dino, un amigo mío que vivía allí, me explicó que aquello que centelleaba era la arena que formaba parte del revoque de la fachada. Yo no le creí. Intenté convencer a Dino de que, si arrancábamos todas aquellas joyas, ganaríamos una fortuna, pero él no quiso, porque era su casa y le tenía miedo a su abuelo. Sus padres también estaban divorciados “por lo legal”, y el padre se había mudado con su familia. Dino vivía con su mamá, a quien él, como yo y tantos otros en Bosnia, a veces llamaba “madre”.
Yo tenía celos de él porque jugaba mejor al fútbol y porque, como era más bajito, se daba un aire a Bruce Lee. Pero lo que más me molestaba era que tuviera enamorada a Nataša. Cuando éramos niños, una familia de Srijem, en el sureste de Croacia, se mudó a la casa de Dino. Tenían una hija, Nataša, y un hijo a quien llamábamos Renacuajo. Su padre era portero de fútbol y había fichado por el club local Unidad, que por aquel entonces jugaba en la segunda división, grupo Oeste.
Nataša, que era rubia y bien mona, se enamoró de Dino en el acto. No me importaba tanto ella en sí como que se atontara por él de esa forma. Dino se reía de Nataša todo el rato, la agarraba del pelo, le cantaba canciones guarras, se tiraba pedos, soltaba eructos y le hacía un centenar de tropelías más, pero ella lo seguía devorando con sus ojos azules e ingenuos. Yo traté de llamar su atención con mentiras. Me inventaba las historias y peripecias más increíbles, pero Nataša siempre se reía de mí. Entonces venía Dino, soltaba un eructo desde el fondo del estómago y al mismo tiempo decía “Knoooorrrrr”, como en aquel anuncio de la sopa instantánea. Nataša aplaudía, fruncía los labios, decía “Madre mía, eres de lo que no hay”, y se iba tras él.
En una ocasión le pregunté a Nataša dónde estaba su abuela y me dijo que no tenía. Que su difunta abuela estaba en Serbia, en la ciudad de Sremska Mitrovica. Yo no sabía lo que significaba “difunto” y una vez me cagué en su “difunta abuela”. Nataša se puso a llorar y nunca más quiso dirigirme la palabra. Yo le pregunté a Suzana qué significaba “difunto” y ella me respondió:
—Es cuando alguien se ha muerto, ¿lo pillas?
- Pele y Zorro
Pele vivía al otro lado de la calle. Era rubio y bravucón. Había que tener cuidado con lo que decías delante de él, porque se cabreaba con facilidad o, peor aún, empezaba a meterse contigo. Podía pasarse días atormentándote por haber dicho una palabra mal o empezar una pelea por cualquier chorrada.
Tenía un hermano dos años mayor a quien todos llamaban Zorro. Una vez le dije a Dino que eso era por su astucia: siempre dispuesto a convencerte para que hicieras alguna gilipollez y luego descojonarse en tu cara cuando te dabas cuenta de que habías quedado como un imbécil. Por si fuera poco, todos los demás se descojonaban con él.
Pero lo que más le gustaba a Zorro era reírse de su hermano Pele, y este apenas podía esperar para que empezaran a darse. Se cagaban en la madre del otro sin ninguna consideración; ahora bien, si a alguien se le ocurría cagarse en la madre de Pele, entonces era el propio Zorro quien le propinaba una buena tunda. En estos casos, a Pele no le gustaba que su hermano lo defendiera, así que se peleaba con Zorro y con el que se había cagado en la madre de los dos.
- Fútbol
Dino y Pele eran seguidores del Partizan de Belgrado, y Zorro y yo, del Estrella Roja de la misma ciudad, lo cual suscitaba eternos debates y riñas: cuál era el mejor club, quién tenía más títulos, si jugaba mejor Momčilo Vukotić o Vladimir Petrović Pižon. Yo era el peor futbolista y Zorro el más crack. Siempre íbamos Zorro y yo contra Pele y Dino.
Ya en aquella época me di cuenta de que el fútbol saca lo peor de la gente. Una de las principales causas de nuestros encontronazos, y a menudo de pequeñas trifulcas sangrientas, era que no teníamos porterías de verdad. Las hacíamos con piedras, con camisetas enrolladas o con mazorcas clavadas en el suelo. La cosa habría sido fácil si el balón hubiera entrado por el centro de la portería, pero eso nunca llegó a ocurrir. Siempre pasaba junto a un poste, es decir, junto a una piedra o a una prenda de ropa. E incluso si hubiera entrado por el centro, seguro que alguien habría dicho que era alta.
Por acuerdo tácito, el larguero imaginario estaba al nivel de las rodillas. El problema era las rodillas de quién. Y ahí surgían las disputas: “¡Ha sido gol!”. “¡No ha sido gol!”. Jurábamos por nuestras madres, por nuestros padres, por nuestras abuelas y abuelos muertos, pero no servía de nada. Al final, si nadie cedía, se armaba, y al perdedor no le quedaba más remedio que aceptar la somanta de palos y que el otro tenía razón.
El juramento que tenía menos peso en esas pachangas era “por mi madre”, empleado sobre todo en rencillas menores. Otras algo más graves requerían “por mi abuelo muerto” y “por mi abuela muerta”, sin que importara un rábano si tu abuelo o tu abuela vivían o no. Cuando el asunto ya era serio, entonces jurabas por Tito.
- Que se muera Tito
Un domingo estábamos jugando al fútbol detrás de la escuela de formación profesional. En realidad era un aparcamiento para los docentes, una superficie irregular que ni pintada para echar un partidillo. Íbamos, como siempre, Zorro y yo contra Pele y Dino, es decir, que se disputaba un derbi de la máxima rivalidad entre el Estrella Roja y el Partizan.
Para ese partido dominical de rivalidad acérrima, íbamos equipados. Zorro y su hermano Pele llevaban las camisetas de los respectivos clubes de sus amores (de dónde las habrían sacado, vete tú a saber): Zorro, del Estrella Roja, y Pele, del Partizan. La verdad es que se parecían a las oficiales y, además, tenían el número serigrafiado en la espalda: Zorro el siete, y Pele, el nueve. La camiseta de Pele era de manga larga y le iba grande, así que se estuvo arremangando el derbi entero.
Mi camiseta era un poco distinta a la de Zorro, aunque se suponía que también era del Estrella Roja. Me la había regalado mi padre y no llevaba número detrás. Mi abuela me había cosido en la espalda un número cinco en color blanco, pero le quedó torcido y daba un poco de pena. En realidad era la camiseta del Kozara de la cercana ciudad de Bosanska Gradiška: roja con dos franjas blancas en la parte delantera. Yo le dije a mi padre que no es que se pareciera mucho a la del Estrella Roja, porque las dos franjas eran delgadas mientras que, en la oficial del club de Belgrado, las franjas blanquirrojas tenían idéntica anchura y estaban bien repartidas. Mi padre arrugó la frente y dijo que a quién le importaban las dichosas franjas.
—La camiseta es roja y blanca, ¿no? Pues se acabó la historia.
Y me lanzó una de esas miradas suyas tras las que no me quedaba otra que darle la razón.
Cuando iba ganando el Partizan tres a dos, me llegó la pelota sin saber muy bien cómo. Entre la portería y yo se interponía Dino, ya colocado para bloquearme el paso. A mí eso de los regates nunca se me ha dado bien, así que chuté y que fuera lo que Dios quisiera. La pelota golpeó a Dino en la pierna, se desvió hacia un lado y fue más allá de la portería. Zorro y yo enseguida gritamos:
—¡Goooooool!
Pero al segundo los del Partizan contraatacaron:
—¿Cómo que gol? ¡Ha rebotado en el palo y se ha ido fuera!
Nuestros postes eran dos piedras, y el balón había pasado sobre la de la izquierda. Pero ¿por fuera o por dentro? ¿Y quién podía saberlo en esas circunstancias? Nos enzarzamos y empezamos a jurar por nuestros antepasados, por los vivos y por los muertos.
Zorro y Pele tenían dos abuelos vivos, y Zorro dijo:
—¡Que se muera mi abuelo si no ha sido gol!
Pele gritó:
—¡Que se mueran mi abuelo y mi abuela si no ha sido gol!
Nos tocaba desempatar a Dino y a mí. Había que aducir razones más poderosas que los abuelos. Dino soltó:
—Si ha sido gol, yo no amo a Tito. ¡Para que veas!
—¡Buaaah! –exclamé yo–. ¿Que no amas a Tito? ¡Dino no ama a Tito! —¿Quién no va a amar a Tito? –respondió Dino–. ¡A ver qué juras tú! Zorro y Pele comenzaron:
—¡Vaaa-mos, vaaaa-mos!
Y Zorro:
—¡Venga, júralo! Ha sido gol. Por Tito que ha sido gol. Lo he visto con mis propios ojos.
Pele vociferó:
—¡Y una mierda ha sido gol! Que lo jure alguien por Tito si tiene huevos. ¿Qué podía hacer yo? Nada más que decir:
—¡Ha sido gol, lo juro por Tito!
Dino entrecerró los ojos con malicia:
—Vamos, si lo tienes tan claro, di que Tito se muera si no ha sido gol. Me detuve un momento. No es que estuviera seguro hasta ese extremo de que hubiera sido gol, pero… ¿qué podía hacer? Ellos tampoco lo estaban: —Que se muera Tito ahora mismo si no ha sido gol.
Y se hizo el silencio. Eso fue todo. No había juramento ni hechizo más poderoso que ese. Para decir algo así había que echarle cojones. —Vale, tres a tres, pero ahora os vamos a dar para el pelo –dijo Pele mirando a su hermano, que le devolvió una sonrisa mezquina.
- Se ha muerto Tito, me cago en Dios
Ni siquiera hoy tengo claro si fue gol o no, pero va Tito y se muere. No en ese mismo momento, claro, pero sí al cabo de siete días.
Dino y yo jugábamos a pasárnosla en la calle. Cuando juegas a pasártela, no hay goles, solo te vas chutando el balón. De repente vi a la madre de Dino corriendo hacia nosotros como si entrara a picar un penalti. Dino no se dio cuenta, porque estaba de espaldas, pero yo sí. Corría por el callejón vestida con una bata de felpa verde, toda sonrojada como una chiquilla.
“A Dino le va a caer la del pulpo”, pensé yo, y me dio pena por un instante. Solo por uno. Justo cuando ya estaba convirtiendo mi lástima en malicia, su madre gritó:
—¡Dino, métete para casa! ¡Se ha muerto Tito, me cago en Dios!
Dio media vuelta y se volvió a ir. El balón que yo había chutado hacia Dino rodó hasta él. Se sentó sobre la pelota tocando el suelo con las rodillas y me miró asustado, como si esperara una respuesta. Yo le dije:
—¿Pero no ves que la vieja te está mintiendo? ¿Cómo se va a morir Tito? ¡Anda, chuta!
Nos quedamos callados unos segundos. Sentí que nos embargaba una especie de excitación juvenil, como si estuviéramos ante la posibilidad de vivir una aventura, de hacer una trastada o de recibir una paliza de las que te dejan tieso.
- Lágrimas por Tito
Corrimos cada uno hacia su casa. En la mía estaban mi abuelo y el vecino Sakib, un anciano de unos ochenta años que aún conservaba buen aspecto. Sentados, fumaban entre suspiros.
Sakib vivía en la casa de al lado junto a su esposa, con quien llevaba quince años sin hablarse y a la que nadie conocía por su nombre real. Todos la llamaban la Sakibica.
—Ha muerto el Gran Camarada –dijo Sakib.
—Sí, querido Sakib, ha muerto –respondió mi abuelo, afligido. Cuando entré en la cocina, mi abuela estaba trajinando, y le pregunté qué había pasado. Solo me respondió que cerrara la boca y que Tito había muerto.
—Es mejor que no digamos nada –repitió.
El abuelo pegó un grito:
—¡Por el amor de Dios, deja ya quietas esas cazuelas! ¡Te he dicho que pares, me cago en la puta ya! ¿Es que no hay otro momento para fregar cacharros?
Después nos sentamos todos frente al televisor. Yo me senté en el suelo con las rodillas abrazadas y esperé a ver qué sucedía. En la tele sonaba música grave y ponía “Noticias extraordinarias”. La música me hizo bostezar un poco y, cuando bostezo, se me caen las lágrimas. A menudo usaba ese truco en el cole para fingir que me dolían el estómago o la cabeza. Bostezas un par de veces y ya tienes los ojos como un manantial.
Mi abuela sintió lástima y dijo:
—Anda, ven con la yaya, no llores.
Yo no quería.
En aquel momento se hizo oficial la noticia de que ese mismo día, justo a las quince horas y cinco minutos, el gran corazón de nuestro amado camarada Tito había dejado de latir. Para qué andarnos con chiquitas, la cosa sonaba terrible. Y quizás en cierto modo lo era, pero nadie sabía en qué sentido. Al menos no por entonces.
- La navaja
Al día siguiente, cuando iba de camino hacia la escuela, casi como de la nada apareció el coche de mi padre. Primero me sorprendió verlo, pero después la sorpresa mutó en un ligero temor. Siempre aparecía así, de golpe y porrazo. No lo veía durante meses enteros y luego ¡chas! De entrada me reñía por mi forma de vestir: que si por qué llevaba esa ropa; que si por qué no me metía la camisa por dentro (“Porque eso lo hacen los pringados, papá”, pensaba yo, pero no podía decírselo); que si por qué tenía las uñas roñosas y el cuello embarrado como si llevara meses sin lavarme. Después nos íbamos a por unos ćevapi y un zumo. O de compras.
Una vez me llevó a los grandes almacenes:
—Aquí tienes, hijo. Elige los pantalones que quieras, que papá te los regala. Yo me fui directo hacia unos de pana verde. Me gustaban de verdad.
Mi padre me dio un collejón y me dijo:
—¡Pero adónde vas con pantalones verdes! ¡De verdad que más garrulo y no naces!
Al final me compró unos vaqueros que tenían una franja blanca en los lados. A mí esos pantalones me daban igual y, además, aún me dolía el cogote. Pero lo peor fue que me hubiera llamado garrulo. Y que me prometiera que podría elegir unos pantalones y, a la hora de verdad, no fuera así. Yo quería esos verdes, aunque ahora no recuerdo el motivo.
Cuando apareció después de la muerte de Tito, mi padre me invitó a entrar en su coche, un Fiat hecho en Polonia al que todos llamábamos el Polaco. Total, que me senté en el Polaco, charlamos un ratito y me dio una navaja azul. La estuve mirando durante todo el trayecto hacia la escuela. El color me parecía de lo más hermoso.
- Había sido gol
Al llegar al cole, la maestra nos dijo que ese día, en lugar de tener clase de mates y naturales, hablaríamos sobre Tito. Nos explicó que habría siete jornadas de luto, lo cual significaba que no se podía cantar, silbar, gritar, chillar ni reír. Pero yo vi a mucha gente riendo o silbando por la calle, e incluso uno con bigote pasaba con su bicicleta tarareando bien fuerte, que yo lo escuché. ¿A qué venía ese canturreo, si estábamos de luto? Yo ni canté ni silbé. Esa semana ni siquiera hubo dibujos animados a las 19:15.
El mismo lunes, cuando Dino, Pele y yo volvíamos de clase, sacaron a relucir el gol del “derbi”.
Primero empezó Pele:
—Para que veas lo que pasa cuando juras trolas.
Dino saltó al quite. Se veía que lo habían planeado con meticulosidad: —Le diremos a todos lo que ocurrió, que lo sepas. La has cagado pero bien. Luego empezaron a chotearse, y debo admitir que lo hacían con ingenio.
Aguanté un rato hasta que les dije:
—¡Os podéis ir a tomar por el culo los dos!
Después me fui corriendo a casa.
Ese día lloré de verdad. Pero no era por miedo, no, sino por la rabia que me daba el haber dejado que me sacaran de mis casillas. Porque yo sabía que Tito no había muerto por mi culpa. La habría palmado de una forma u otra. Y había sido gol.
- Me llamaban Gitanillo
El martes seguimos hablando de Tito y de sus virtudes.
En el vestíbulo frente al salón de actos instalaron una mesa, la cubrieron con un mantel rojo y encima colocaron un retrato en blanco y negro de Tito en los años cincuenta. En la esquina superior izquierda pusieron un crespón negro. Cada diez minutos se turnaban dos estudiantes, vestidos acordes con las circunstancias: en la cabeza la titovka, la gorra partisana, y alrededor del cuello un pañuelo rojo de pionero. De esta guisa montaban la guardia de honor. Ese honor lo tuve yo también, junto a un tal Mustafa. Era bajito, fornido y de piel oscura. Incluso más oscura que la mía, y eso que a mí me llamaban Gitanillo.
Al principio el mote me jodía. Pero una vez, cuando volví a casa llorando con la nariz ensangrentada por haberme peleado con uno que se llamaba Osman, y que se metía conmigo y me llamaba Gitano, el tío Alija me explicó:
—Escucha, chaval, los gitanos son gente como todos nosotros. Lo que ocurre es que no les interesan ni el fútbol ni la política. Y por eso habría que prohibir el fútbol y la política. ¿Te ha quedado claro?
Luego me dio el capirotazo más fuerte de todos los tiempos y salió cojeando del patio como una especie de sabio oriental. Yo me quedé parado en la cancela con la nariz cubierta de sangre, mientras me frotaba la cabeza dolorida por el golpe de su dedo corazón.
Al Mustafa ese del que he empezado a hablar le crecía el pelo casi desde la frente. Era un tipo jodido, pero zote, por lo que no daba miedo ni hacía reír a nadie. Y en la vida hay que saber hacer o una cosa o la otra, aunque eso entonces no lo supiéramos.
Y mientras el susodicho Musta y yo montábamos guardia con aire sobrio, cada cual en su respectiva posición, me di cuenta de que me estaba mirando. Yo le hice una señal con los ojos como diciendo: “¿Qué pasa? ¿Qué quieres?”. Y el tío va y me susurra:
—Anda, dime, ¿fue gol o no?
Yo me hice el sordo, pero por dentro me estaba cagando en su puta madre, y ya de paso también en la de Pele y Dino. Musta siguió molestándome y yo empecé hacer acopio de saliva. Cuando tuve la boca bien llena, me acerqué a él y le escupí en todo el jeto. Musta se limpió el gapo, vino directo hacia mí y comenzamos a darnos de empujones. Justo en aquel momento llegaron dos nuevos guardias de honor y consiguieron separarnos. Cuando volvimos a clase, Musta dijo que yo le había pegado un escupitajo sin ninguna razón.
La maestra me dio unos cuantos reglazos en todo el culo y a Musta solo lo mandó a su sitio. Estaba furiosa, pero más por miedo que por ira. Una vez que me hubo puesto bien fino, dijo que escupir es de gitanos.
- La maestra infeliz
Nuestra maestra era una mujer de mediana edad, rubia y guapa. Su esposo tenía un salón recreativo con videojuegos, futbolines, tragaperras y esas cosas en las que los niños se dejaban el dinero. Yo una vez le quité a mi abuelo una serie conmemorativa de monedas de plata con el retrato de Tito y me las gasté en el Pacman. En vez de cinco dinares, metía las monedas de plata con la efigie de Tito, y la máquina se las tragaba sin rechistar. Ahora que lo pienso, a lo mejor se hicieron ricos con eso, porque al cabo de poco se construyeron un casoplón y abrieron como una empresa privada en pleno socialismo.
Al marido de la maestra lo degollaron en los primeros días de guerra en Bosnia, y ella escapó a Alemania. Incluso de anciana era muy hermosa, pero infeliz, tal como siempre lo había sido: en su juventud, porque se casó por dinero, y, en su vejez, porque de joven era muy guapa.
- El funeral de Tito
El miércoles fue el funeral de Tito. Nos dejaron salir temprano del colegio para verlo por la tele.
En casa estaban la madre de Suzana, el vecino Sakib y el tío Alija, todos compungidos y tristes, salvo el tío, que andaba huraño y sin afeitar. No sabías exactamente por qué, pero daba miedo mirarlo.
En la televisión echaban el funeral. Cientos de miles de personas en las calles de Belgrado, todas llorando a moco tendido. La cámara se recreaba especialmente en los niños y las mujeres.
Yo pegaba tantos bostezos como era capaz, pero no estaba satisfecho con el caudal de lágrimas, no era nada en comparación con el de la gente que salía en pantalla. El abuelo permanecía serio y la abuela tenía la cara triste, seguramente pensando en lo que iba a cocinar al día siguiente para comer. El vecino Sakib fumaba y apretaba sus mandíbulas con dentadura postiza.
Cuando llegó el momento de depositar el ataúd en la tumba de mármol, la madre de Suzana se puso en pie, cruzó los brazos por debajo del vientre y dejó que las lágrimas corrieran por su rostro. Entonces todos se levantaron y mi abuela rompió a llorar. Incluso yo sollocé un poco, pero no estaba seguro de si se debía a que mi técnica de bostezar al fin había surtido efecto o a si me había emocionado de verdad. No era fácil mantenerse indiferente ante aquella estampa.
Solo Alija se quedó sentado, con la cara encogida, fumando en silencio cigarrillos que liaba a una velocidad vertiginosa. Tenía un mechero que olía a gasolina y que yo olfateaba con mucho gusto. Nadie abrió la boca, pero yo me preguntaba por qué no se ponía en pie como el resto. Tal vez era por la pierna que le había lisiado aquella voladura en la mina de carbón. Sin embargo, no me atreví a preguntarlo en voz alta, y menos a él. No con ese ceño fruncido.
Este texto pertenece al libro del mismo título que, traducido por Patricia Pizarroso y Marc Casals (que también firma el Epílogo), ha publicado La Caja Books.