[Nota previa. Este texto fue escrito en octubre de 2011. No tengo conciencia de haberlo publicado en ningún sitio, pero puedo estar equivocado. Si alguien puede desmentirme se lo agracería. Lo he rescatado porque me he sorprendido leyéndolo, hasta el punto de tener dudas sobre su autoría. Lo he rescatado porque tengo mi blog en fronterad abandonado de forma miserable desde hace demasiado tiempo. Y porque mañana empieza la segunda edición del Máster de Reporterismo Internacional auspiciado por la Universidad de Alcalá y el Instituto de Radio Televisión Española, y pensé que era una forma de dar la bienvenida a los alumnos y de refrescar algunas ideas que me parece que pueden seguir siendo valiosas].
Uno. Las películas y las series nos han estragado el gusto y nos han hecho confundir la realidad con nuestros deseos. Por ejemplo sobre la cualidad de nuestros relatos: nos escudamos en lo logrado, en lo que hemos conseguido hacer y publicar, apenas una brizna de lo que ocurre, apenas un fragmento que no tiene en cuenta (o apenas) lo que ocurrió antes, lo que está ocurriendo en este momento, lo que ocurrirá después… Lo que sin duda ocurrirá cuando desaparezcamos. Porque casi siempre desaparecemos, y seguirá y sigue ocurriendo ahora, cuando hemos escrito el punto final, cuando hemos pasado página, cuando hemos ido a enfrascarnos en otro asunto que le dé sentido y entretenimiento a nuestra vida de reportero, y si es de guerra, mejor. Es decir, cuando nos hemos ido. Porque irse es, como decía el desafortunado Facundo Cabral, nuestro color de identidad. Siempre nos estamos yendo de los sitios. Porque quedarse sería cambiar de vida, escribir un libro, perserverar en el infortunio de los que nos han atraído a su lado para llenar durante un rato la insaciable máquina de la sociedad del espectáculo. Para eso tenemos un pasaporte más o menos impecable que nos permite ir, mirar y volver. Porque nos implicamos casi siempre lo justo para no salpicarnos la camisa de sangre, de sufrimiento, de muerte, aunque algunos se impregnan tanto, se asomen tanto al pozo, que acaban cayendo en él.
Dos. “El periodismo narrativo es la certeza de creer que no da igual contar la historia de cualquier manera”. Lo dijo Leila Guerriero y no voy a decirlo mejor. Lo dijo y lo hace, y no hay más que asomarse a Los suicidas del fin del mundo (Tusquets), un libro, claro, porque es donde caben algunos reportajes que trabajan sobre todo sobre el tiempo. El tiempo necesario para acercarse al lugar de los hechos, el pueblo de Las Heras, en la Patagonia, ganarse la confianza de la gente, indagar, volver a llamar, volver a preguntar, volver a comprobar, y luego escribir, y volver una vez más al lugar de los hechos. Cuando nos entra la melancolía caemos en la tentación de que todo esfuerzo resulta vano, de que no hay nada que hacer. Entonces llega por extraños vericuetos el fotógrafo estadounidense Shelby Lee Adams, que ha dedicado buena parte de su vida a fotografiar la vida en la cordillera de los Apalaches, y por supuesto a conocer a sus habitantes, que es la mejor forma de ganarse su confianza. A través de sus imágenes, Lee Adams busca “mayor amor y tolerancia hacia los más débiles”. A él le gusta decir: “No me rindo nunca”. ¿De eso se trata? Probablemente. Me gusta recordar lo que Ryszard Kapuscinski le dijo en una entrevista a Arcadi Espada: “Los medios han difundido la consigna. La lucha no da resultados”. Me temo que la manera de presentar los hechos tiene un efecto sobre la configuración neurológica de la realidad, es decir, en nuestro espejo interior, en la caverna platónica de nuestro entendimiento.
Cuando los contenedores de información se limitan a ofrecer supuestos repertorios de noticias sin ahondar en su origen, en sus causas, en su contexto, sin darle encarnadura a las cifras, sin profundizar en los argumentos de quien se enfrenta, sin utilizar palabras transparentes para noches oscuras, el escaso lector, el perezoso espectador acaba sacando la conclusión de que el mundo se ha vuelto incomprensible y que a él no le corresponde ningún papel en ese teatro de la historia. Es como si macanuda y arteramente se le instilara la impresión de que la historia está escrita… por otros. Es como si se le arrebatara su capacidad para integrar su biografía en el gran telar existencial (lo cual no protege de la duda sobre el sentido último de todo esto, que acaso, como se temía Albert Camus, sea ninguno). Como si los clásicos dioses inmortales hubieran adquirido la faz de políticos, y sobre todo financieros, o maestros de financieros y políticos (véase la película Inside Job), inaccesibles, que dibujan el contorno de nuestra realidad sin que tengan que dar explicaciones a nadie de sus estragos, de su falta de escrúpulos, de sus decisiones catastróficas, de sus sueldos desorbitados, de sus miserias racionales, del abismo entre su comportamiento público e íntimo. Puede que sea un ingenuo irremediable, pero sigo creyendo que todo (salvo algunas provincias remotas del cerebro y del universo) puede ser explicado, desde la teoría de la relatividad a los activos financieros tóxicos, desde las estratagemas del espionaje a los paraísos fiscales y sus beneficiarios, desde el doble lenguaje del gobierno israelí a la doble máscara de Robert Mugabe, desde la corrupción de regímenes árabes que formaban parte de la Internacional Socialista hasta anteayer a las ramificaciones del narcotráfico en la sociedad mexicana y la metástasis del Estado. Pero hay que tomarse el tiempo: de pensar, investigar, de comprobar, de escribir, de filmar, de fotografiar, de dibujar, de clarificar, de ordenar, de entresacar, de presentar, de transcribir las voces y distinguirlas de los ecos, y de volver a comprobar, de reescribir, de verificar y contrastar una vez más.
El arte del periodismo narrativo no es el de dramatizar la realidad, sino el de asomarse al mundo con la curiosidad de un niño que no se cansa nunca de preguntar y con la humildad de un Alexander von Humboldt que era capaz de sentarse durante horas junto a un pescador del Orinoco para aprender todo acerca de su vida, costumbres, ritos, creencias, miedos y placeres. Y recurrir a todo el repertorio sintáctico, gramatical, retórico, de géneros periodísticos y literarios para que la lectura sea una experiencia que deje huella en la memoria y el paladar. Pero exige también por parte del lector, del espectador, el deseo de saber, de no quedarse en la hojarasca de las cosas. Del reportero demanda disciplina, voluntad, una capacidad de trabajo inagotable, y la cautela de impedir a toda costa que sus convicciones se interpongan en su relato del mundo, distorsionen lo que ve para adaptarlo a su ideología. En esa clave, otro tanto se exige del lector, ahora tan activo ofreciendo sin cesar su propia visión del mundo a través de las nuevas y velocísimas herramientas con las que la tecnología nos seduce y abre puertas infinitas y deslumbra y hace ruido y permite que con más intensidad que nunca la escoria se mezcle con el mineral de hierro. Bienvenida sea, pero sometamos toda novedad a escrutinio implacable. Nos hemos acostumbrado a la papilla como si ese potito bledine de carne y huesos triturados alimentara la inteligencia humana, con sus dosis de corrección política, guiño a “los nuestros”, toques de banal perfume, novedad que deja de serlo antes de que anochezca, supuestas noticias que más que aclarar confunden. Del “no da lo mismo”, del negarse a aceptar la voz que quiere que la realidad encaje en la miopía, en el cálculo político, surge una ciudadanía consciente de que el conocimiento es la mejor manera de aproximarse a la justicia. No me gusta ponerle adjetivos al periodismo, ni vestir ninguna camiseta, y menos que ninguna la de la militancia, de ahí que ni siquiera me guste esta calificación de periodismo narrativo, que parece querer hacerse un lugar al lado de la literatura, que es una cama tan caliente como peligrosa. Hay limites que no pueden ser cruzados jamás. Licencias poéticas que un periodista no se puede permitir para embellecer su relato de los hechos. Lo cual no obsta para que su prosa sea niquelada y aspire a que sea leída mañana por la noche y dentro de cien años. Como Hiroshima, de John Hersey, o Elogiemos ahora a hombres famosos, de Walker Evans y James Agee.
Tres. La distancia. Me gusta recordarlo, porque me explica y en cierto modo nos explica. Conocí a Corinne Dufka, la extraordinariamente corajuda fotógrafa de Reuters, durante el cerco de Sarajevo. Desde entonces no hemos dejado de ser amigos. Ella, que había decidido convertirse en fotógrafa cuando trabajaba para una organización de denfensa de los derchos humanos en Centroamérica porque pensó que mediante la fotografía podía hacer mucho más que desempeñándose como cooperante o activista, ampliar el espectro de conciencia, después de años dejándose la piel en las guerras de los Balcanes y en África, decidió hace unos años volver a su primer oficio, esta vez en el continente negro. Recuerdo una conversación, tal vez en el Holiday Inn de Sarajevo en los días del cerco (tendría que volver a mis diarios de aquella época, cosa que no he hecho nunca). Acompañaba a una patrulla de cascos azules británicos. Llegaron a una casa de campo. Abrieron una trampilla en el suelo. Se encontraron con los rostros, congelados en el último estertor de miedo antes de ser asesinadas, de cuatro mujeres. Empezó a disparar la cámara de forma mecánica, a hacer su trabajo, y no sintió nada. Entonces se dio cuenta de que tenía que alejarse, de que necesitaba recuperar su capacidad de sentir empatía, de mostrar piedad por el dolor humano. No se trata de llorar con las víctimas y de indignarse con los verdugos (que tal vez también), sino de entender qué estamos haciendo y para qué. Es como recobrar el sentido último de nuestro lugar en este mundo. Salvo que queramos ser máquinas al servicio de un entretenimiento vacuo antes de que la muerte nos lleve con ella.
Cuatro. En Shelby Lee Adams en los Apalaches, publicado en octubre de 2011 en la revista digital fronterad, escribe Eduardo Momeñe: “Hale County, Alabama, 1936: Walker Evans y James Agee, un fotógrafo y un escritor que aún no han cumplido los treinta deciden documentar una aldea, la situación de tres familias de agricultores, en su miseria, producto de la Gran Depresión. (…) Evans y Agee se centrarán en la familia Burrougs, de la misma manera que unos años antes, Robert Flaherty se centró en la del esquimal Nanook, y con ello hablarán del ser humano con mayúsculas. Es el gran documentalismo de lo que hablamos. Floyd Burroughs y su mujer Ely May son presentados con la cámara de Evans tal como son, tal como están, tal como se ponen, tal como parecen, tal como es la cocina, la casa… Evans, y este es su hallazgo, permite hablar al mundo. Y con la pluma de Agee quedan comentados —descritos— con la precisión de un bisturí… quizás un cirujano que siente ternura por lo que ve. Escribe Agee: ‘Observo la casa (la de los Burroughs) como si fuese un ladrón muy especial. Pasará un rato largo antes de que nadie regrese. Me moveré como no esperan que lo haga, como no podría hacerlo si ellos estuviesen aquí. Objetos pequeños, simples y variados emanan desde su desnudez la idea de un altar’. Acerca de una fotografía de Evans: ‘Clavada en el contorno de la cornisa, una cenefa de papel que la Sra. Burroughs recortó a modo de encaje formando figuras geométricas y que ella considera como un último esfuerzo por hacer que la casa resulte bonita’. Una reflexión: ‘¿Son bellas las cosas sin pretender que lo sean cuando lo son por convergencia, la necesidad, la ignorancia, o la inocencia? La descripción: Una repisa de madera , a la altura de la cintura, una palangana, un cazo, un lavabo y colgando de un clavo, una toalla… la toalla en realidad es medio saco de los de harina, limpio y seco’. Finalmente una opinión, lo poco que la fotografía de Evans no puede describir: ‘Es el tejido más agradable que conozco como toalla’”.
Yo no sabía lo que el periodismo podía hacer hasta que no me eché a la cara el libro de Evans y Agee, hasta que viajé con ellos al condado de Alabama. Agee se temía (y acertó) que no iban a atreverse a publicar un trabajo tan microscópico y tan veraz que dolía leerlo, desde el punto de vista fotográfico pero, sobre todo, desde el punto de vista textual. Aunque el libro es un todo ensamblado, como una bisagra lógica, como un mecanismo de precisión sobre la pobreza y sus estragos. En él incluye Agee sus respuestas a una encuesta de una revista nominalmente de izquierdas, Partisan Review. Sus palabras fueron tan aceradas, y cuestionaron con tanta fiereza algunas de las preguntas, que se negaron a publicarla. Me tomé la libertad de plantearles las mismas preguntas, mínimamente adaptadas a nuestra época, a algunos de los escritores más representativos de la España contemporánea. Lo hice en el suplemento cultural de ABC. Con algo de malicia: no les dije que una semana después iba a volver a publicar las respuestas que Agee había dado a esos mismos interrogantes. Ninguno de ellos (ni Belén Gopegui, ni Javier Marías, ni Juan Manuel de Prada, ni Antonio Muñoz Molina, ni Soledad Puértolas, ni Miguel Sánchez Ostiz) estuvo a la altura, fue capaz de responder con la fiera lucidez de Agee más de medio siglo antes. Cuando Orlando Zapata murió después de una huelga de hambre que dejó en evidencia, una vez más, la miseria política y moral del régimen castrista, me hubiera gustado ver retratado, en papel y en imagen, con palabras y fotografías, la forma de vida de Zapata: sus cubiertos, sus camisas, sus platos, sus estanterías, su retrete, su cama, sus calzones, sus libros, sus fotografías, su cocina, su cepillo de dientes, su mesa, sus zapatos… Creo que esa radiografía hubiera sido la forma más eficaz de contar cómo fue su vida, cómo es la vida de tantos otros en Cuba, hoy. Eso es otra forma de periodismo narrativo que apena se hace ahora. Y que en fronterad nos gustaría poder hacer. Se lo propuse a Mauricio Vicent, entonces todavía corresponsal de El País en La Habana, a él o a alguien que conociera y pudiera hacerlo. Pero no pudo ser.
Cinco. Lo que sigue lo publiqué en dos periódicos mexicanos para los que escribo una columna semanal con motivo del décimo aniversario del 11-S.
Imagino que tengo un jardín. Que salgo esta mañana de septiembre y que, sin ningún motivo aparente, empiezo a escarbar. La tierra está blanda. La pala no encuentra muchas dificultades para avanzar. Para poder trabajar más a gusto, amplío el diámetro del agujero. Ya estoy dentro. Así es más fácil. Hasta que me doy cuenta de que he cavado tanto, un agujero limpio, un cuadrado de paredes bastante lisas, porque me gusta trabajar con orden y de manera sistemática, que el agujero tiene casi mi estatura. La verdad es que cada vez me costaba más esfuerzo echar la tierra fuera del agujero para lanzarla más lejos y que no me cayera encima. Estoy sudado y sucio. No me había vestido para hacer un agujero. ¿Cómo se viste uno para hacer un agujero? El niqui y el pantalón están hechos un poema. Sé que si sigo cavando no voy a poder salir por mis propios medios. Pero, de momento, decido seguir cavando: ¿hasta que acabe el artículo, hasta completar los 3.000 caracteres –nunca recuerdo si son con espacios o sin espacios-? Enseguida me acuerdo de Haruki Murakami. El escritor japonés está obsesionado con los pozos. En los pozos se piensa como en ningún otro sitio. En los pozos se escuchan otras voces. A menudo he añorado a mi hermano mayor, Ángel. Murió tres años antes de que yo naciera. Se cayó a un pozo negro que habían dejado abierto unos labradores. Cuando mi madre se tiró a rescatarlo ya no había nada que hacer.
El primer impulso fue titular este artículo La cultura de la muerte. Pero me pareció un título con demasiada carga retórica. Hay titulares tan contundentes que matan toda posibilidad de hacerse entender. Desde luego que es un título que llama la atención, y seguramente haría que más lectores se asomaran a este pozo que el que finalmente he puesto, mucho menos atractivo, pero creo que más exacto: ¿Quién dice que todos se pongan a tocar la misma canción? Dentro de unos días se cumple el primer aniversario de los atentados del 11 de septiembre contra Washington y Nueva York y casi todos los medios de comunicación, grandes y pequeños, se han puesto a hablar del asunto. La prensa se ha vuelto en gran medida previsible. Los aniversarios llenan páginas y páginas de papel, horas y horas de informativos de radio y televisión… A cuenta del aniversario de la muerte de algún personaje famoso, o de su nacimiento, de la llegada a la luna, del estallido de la primera bomba atómica, del inicio o el fin de grandes y pequeñas guerras, genocidios, armisticios, victorias, derrotas, triunfos electorales y deportivos, logros y desastres… se llenan horas y páginas. Parecemos empeñados en recordar, ¿para así vivir? ¿Para así mejor vivir? Del mismo modo que no hay un acuerdo tácito, previo, entre los dueños de las cadenas, los periódicos, las emisoras (o todo al mismo tiempo) a la hora de recordar un evento, tampoco lo hay a la hora de explicar que el motivo es una forma de ofrecer un homenaje, de rendir honores, de aprender de los errores, de no olvidar de dónde venimos ni quiénes somos. En general es todo mucho más banal, aunque algunas conmemoraciones se preparen con días, meses, incluso años de antelación. Para que el esplendor de la ceremonia sea equivalente a la importancia de lo celebrado.
Hace diez años las Torres Gemelas se desplomaron ante nuestros ojos asombrados y despavoridos. Yo estaba allí. Entonces era corresponsal del diario ABC en Nueva York. Vi cómo estallaba la segunda torre desde la terraza de mi casa, en el 407 de Park Avenue South, esquina con la calle 28. No, no pensé que se había empotrado un segundo avión, sino que por simpatía el fuego de la primera torre había contagiado a la segunda. Un disparate, claro. El avión entró por la bahía, pero además a esa distancia del World Trade Center dudo mucho de que lo hubiera podido vislumbrar. Lo que si vi fue una especie de bomba atómica horizontal, un hongo que estalló en dirección al norte de la ciudad, hacia donde yo estaba, un formidable árbol de humo, cristales y papeles, sordo, porque no escuché nada. Lo que sí escuché fue el estruendo difícil de describir que hizo la primera torre al desplomarse. Salíamos en ese momento de la estación de metro de Brooklyn Bridge, y cuando asomamos a la superficie vimos a una muchedumbre que corría hacia nosotros: mucha gente cubierta de polvo, algunos con sangre en la cara, algunas mujeres descalzas o con los tacones en la mano. Me recuerdo caminando por Church Street, contemplando con una extraña fascinación la única torre que seguía en pie, la de la antena, echando humo como la chimenea de un paquebote inmóvil, y a la policía instándonos a que nos fuéramos de allí cuanto antes, y el levísimo crujido que nos avisó de que se había acabado, de que también la segunda torre se iba a desplomar, y echamos a correr. Han pasado diez años, el mundo ha cambiado, como ha cambiado Nueva York, y en parte nuestra percepción del mundo. ¿Pero cuál es la noticia? De los miles de páginas web y de papel, de horas de radio y televisión que se van a dedicar a recordar lo ocurrido, ¿cuántas merecerán la pena, cuántas nos van a iluminar?
Vuelvo al jardín que no tengo. Pienso en Murakami. Y en si debería excavar un agujero. Y para qué.
Seis. Algunas veces, muy temprano, leo de los libros que tengo alineados en mi mesa de trabajo, junto a la respisa de la ventana que da a la calle y por la que veo cambiar la luz todos los días, fracturarse la claridad, adensarse las sombras, extinguirse los sonidos, y, lentamente, cada mañana, como ahora, antes de que claree el nuevo día, volver la ciudad a la vida:
“Los egipcios tenían un acentuado sentido de las tensiones y conflictos que amenazaban la estabilidad política y social y de las vicisitudes del entorno natural que podría suscitar complicadas situaciones personales o nacionales. Estos temores se extendían al orbe sobrenatural, encarnado en una serie de ambiguas o claramente malévolas figuras, sobre todo Seth, un poderoso dios asociado al desorden, la esterilidad, las aberraciones sexuales, el desierto y el trueno, y los egipcios se sentían profundamente implicados en los continuos esfuerzos de los dioses por evitar el amenazante caos”. ‘Egypt, 1552-664 BC.’, por David O’Connor, en The Cambridge History of Africa. Volume I. From the Earliest Times to c. 500 BC.
Siete. ¿Da igual el soporte? Creo que sí. No da igual la credibilidad. Lo que importan son las historias, que han de estar bien contadas por tierra, mar y aire. Comparto esa idea de los periodistas anfibios, que defienden desde Milagros del Corral, ex directora de la Biblioteca Nacional de España, a Enrique Meneses, un maestro de periodistas que no necesita ponerse ninguna toga: siempre predica con el ejemplo. El New Yorker sigue siendo el mejor ejemplo de periodismo de largo aliento, también llamando periodismo narrativo, y que sabe recurrir a todos los ingredientes de la literatura, salvo la ficción (lo cual no obsta para que en cada número incluya un cuento y algún poema) para que el relato del mudo sea más rico y atrayente. A esa supuesta nueva corriente, que es vieja, se le llama literatura o novela de no ficción. Creo que convendría hacer nítidas distinciones al respecto: no es lo mismo lo que hace Truman Capote en A sangre fría que lo que hace David Remnick, actual director del New Yorker, en La tumba de Lenin, y no son lo mismo las licencias poéticas que se toma Ryszard Kapuscinski en El emperador y lo que hace Gay Talese en La mujer de tu prójimo. Conviene distinguir, y la raya roja es la ficción. Antes de que se publicara la crítica de la, en algunos aspectos, demoledora biografía que Artur Domoslawski dedicó a su maestro y compañero en el diario Gazeta Wyborcza, titulada Kapuscinski non-fiction, el periodista peruano Diego Salazar, colaborador de la revista Etiqueta Negra y profesor del Máster de Periodismo de ABC y la Universidad Complutense, respondió a una encuesta que preparé para FronteraD sobre la figura del reportero polaco: “El pacto con el lector es radicalmente distinto según lo que se escriba sea ficción o no ficción. Esto puede parecer una obviedad, es más, yo creo que es una obviedad. Pero parece necesario recordarlo dada la multitud de voces –algunas de ellas ilustres- que han salido a defender a Kapuscinski (voces que, a menos que el polaco se haya convertido de pronto en uno de los idiomas más hablados del globo por delante del español y el inglés, hablan y se agitan sin siquiera haber leído el libro en cuestión) con los consabidos argumentos de que no existe diferencia entre la realidad y la ficción o que todos los periodistas sazonan o sacan punta a los hechos cuando escriben un libro”.
“Esos argumentos, por supuesto, son una soberana estupidez, ya que, solo para empezar, suponen la negación total de la labor principal del periodismo: narrar hechos. El principal deber de un periodista pasa por no mentir, ni exagerar, ni sazonar, ni sacar punta a esos hechos. Y que haya quien lo haga no significa que esté bien hecho. Porque esta última parece ser la lectura que algunos intelectuales han sacado de este asunto, algo así como ‘Ah, pero si hasta Kapuscinski mentía, cómo no vamos a mentir nosotros’”.
Ocho. Emprendimos el viaje por un territorio que, en algunos de sus tramos, como el de Tucson hasta los dos Nogales, orillas de Arizona, y el del El Cenizo, en Texas, ya conocía por haberlos visitado en una o dos ocasiones. En el Nogales estadounidense había trabado conocimiento con el sheriff del condado de Santa Cruz, Tony Estrada, y ahí empecé a conocer las peculiaridades de una frontera que en realidad se está convirtiendo en un tercer país, que participa de muchas de las peculiaridades del país del norte y del país del sur. Es una zona de frotación de placas tectónicas semejante a la de las fallas geológicas que provocan terremotos que dejan convertidas en ruinas las casas que levantamos para protegernos de los rigores de la intemperie. Aquí las placas son políticas, administrativas, económicas, y los estragos tanto o más cuantiosos que los de los sismos, sobre todo porque la placa del sur es pobre y afiebrada y está habitada por muchos que no tienen nada que perder, y la del norte es filosa, coronada de espinas como un Cristo que se cree señalado por la mano de un dios providencial, pero con pistolas y cartucheras, mucho más rico y por lo tanto necesitado de mano de obra barata que atienda sus praderas y su maquinaria. Como la de la gran y constante migración de los africanos hacia la fortaleza Europa, el peregrinaje de tantos latinoamericanos a través de México es otro de los dramas que merecen lápiz y paciencia, ojo electrónico y coraje, buena memoria y diligencia. Historias que contar, guerras que no lo parecen, porque la panorámica de la batalla es tan ancha que no hay pantalla que cubra todo el territorio, y los episodios, tan sutiles, necesitan de la pericia de un piel roja capaz de ausucultar la tierra para saber qué caballos trotan y cuántos son y si vienen en son de guerra o de paz, y sobre todo el talento para leer en los ojos de la gente y para escuchar. Escuchar constantemente. Precisamente la llave maestra de la que acaba de convertirse en la primera directora en los 160 años de la Dama Gris, The New York Times, Jill Abramson: “Escuchar más, hablar menos”.
Nueve. El poeta polaco Adam Zagajewski teme que Europa acabe convirtiéndose en un “museo del mundo”, un lugar “donde cada vez se producirá menos, donde habrá cada vez menos fuerzas creadoras y más pietismo cara al futuro…”. Algo que ya se puede sospechar contemplando el dinamismo de regiones más pobres, como América Latina, donde no han dejado de surgir magníficas revistas y proyectos periodísticos y donde florece con una fuerza inusitada el periodismo narrativo, con la sana influencia del gran periodismo anglosajón, que los del centro y el sur de América leen con menos prejuicios y más conocimiento que nosotros. Véase, solo a vuelapluma, The Cinic, en Chile; El malpensante, en Colombia; Etiqueta Negra, en Perú; El puerco espín, en Argentina; elfaro.net, en El Salvador… Un periodismo que en España no acaba de fructificar, ensimismada en su propia melancolía, de haber pasado en tan poco tiempo de ser tierra de emigrantes a tierra receptora de inmigrantes y de pronto a volver a ser, en un lapso tan breve que parece un sueño, país de emigrantes. ¿Acaso no lo somos todos? ¿De quién son las fronteras? Un fantástico reportaje de largo aliento por hacer. Quisiera terminar esta fragmentaria y caótica invitación a escribir y a leer, es decir, a vivir, con el poema Calle de José (versión española de X. F. En Mano invisible, publicado por Acantilado), de Adam Zagajewski. Es uno de los poemas más seductores y misteriosos de este futuro premio Nobel de Literatura, una invitación a abrir los ojos, las puertas de la realidad y de la conciencia, y a lanzarse a la calle a escribir el mundo:
“Frecuento la calle de José, entro en los sueños de José,
sigo intentando averiguar adónde lleva
esta calle tan extraña que gira
donde no hay nada, y pienso en quién soy,
un paseante que no perdurará mucho.
La felicidad y la tristeza reunidas aquí
no salvarán a nadie, aunque la cosecha puede ser abundante.
Pasan los años, yo permanezco, la memoria es incierta,
en la tierra yacen oraciones no atendidas.
Los gorriones son un frágil emblema de la eternidad,
la lluvia es solo un recuerdo, pasan siluetas
de personas desconocidas, no proyectan sombra.
Al atardecer la luz decae y la muerte
va en un alto carro, rápida, y ríe”.