Decrecer no puede ser una política económica sino más bien una actitud vital que empiece por cada individuo. Hay que echar el freno, sí, pero decrecer no implica necesariamente dejar de producir o de consumir, como propone Serge Latouche, sino ser más racional
Decrecer
Don Manel preguntaba al final de la clase a los alumnos más distraídos si eran felices. «Si he conseguido que lo seáis, me doy por satisfecho, porque uno de los objetivos de la Educación es formar ciudadanos felices», nos explicaba con cierta ironía el profesor de Filosofía. Se reduce la prima de riesgo, las exportaciones están en niveles récord, mejoran los índices de producción manufacturera, las balanzas por cuenta corriente se reequilibran y se corrigen los déficits públicos. Los grandes datos macroeconómicos apuntan a que la economía ha vuelto a la senda del crecimiento. ¿Y son ustedes felices?
No parece haber política económica destinada a alcanzar semejante meta. Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, pero el objetivo continúa siendo un crecimiento infinito del producto interior bruto. Y para crecer –¡paradoja!– hay que decrecer, aun a costa de la felicidad del ciudadano. Porque los recortes en el gasto social, el aumento de la presión fiscal, la socialización de las pérdidas de sectores como el financiero o el energético y la reducción de los costes laborales no han hecho otra cosa que acentuar la desigualdad social. Ya dijimos aquí un día que, según el coeficiente Gini, esa austeridad ha convertido a España en el país más desigual del Viejo Continente sólo por detrás de Letonia y Portugal. Y esto, según algunos economistas, es el mayor obstáculo al crecimiento de la economía. «No es una afirmación exagerada», decía Antonio Garrigues Walker, aportando más datos, en la Tercera de ABC.
Decrecer no puede ser una política económica sino más bien una actitud vital que empiece por cada individuo. Hay que echar el freno, sí, pero decrecer no implica necesariamente dejar de producir o de consumir, como propone Serge Latouche, sino ser más racional. ¿Se han fijado que mientras las moles comerciales de hormigón se vacían abren cada vez más supermercados de barrio, como los viejos ultramarinos salvo que con cajeras en lugar de tenderos?
Deberíamos ser capaces de acompasar el progreso económico y material con la consecución de la felicidad, evitando el salto de un estado de ánimo eufórico a otro alicaído según le vaya a la economía. Esa es la mejor vacuna contra cualquier burbuja. La RAE debería revisar lo que entiende por ser feliz. Y a quien le corresponda, sustituir el producto interior bruto –y toda esa ristra de indicadores macroeconómicos– por la felicidad interior bruta. Como Bután.