
Y la gente todavía tenía algunas esperanzas. Lo que les animaba era que no había ocurrido prácticamente nada dentro del recinto de las murallas.
Seguimos alimentando esperanzas unos pocos días más, pero solo muy pocos, pues la gente ya no podía seguir dejándose engañar de este modo.
Todo el que podía ocultar su mal lo hacía, para evitar que sus vecinos le rehuyesen, y también para evitar que los magistrados clausuraran la casa, lo cual, aunque aún no se hacía, se amenazaba con hacer, y la gente estaba aterrada solo de pensarlo.
Se rumoreaba que el Gobierno iba a ordenar que se interceptasen los caminos con vallas para impedir que la gente viajara.
La epidemia se extendía cada vez más.
Era muy mal momento para estar enfermo, pues si alguien se quejaba lo primero que se decía de él es que tenía la peste, y aunque yo no tenía ningún síntoma de este mal, no dejaba de tener ciertos temores de haberme contagiado de veras.
La epidemia se centraba principalmente en las parroquias de extramuros, que, por estar más pobladas, y también por estar habitadas sobre todo por gente más pobre, eran mejor presa para el mal que las de la ciudad propiamente dicha.
El aspecto de las cosas había cambiado mucho, el pesar y la tristeza se pintaban en todos los rostros; y, aunque algunos barrios casi no habían sido afectados por la peste, todo el mundo parecía profundamente inquieto; y, como veíamos que la epidemia progresaba día a día, todos se consideraban a sí mismos y a sus familias en el mayor peligro.
Estos meses tan anormales.
El Gobierno estimulaba la piedad del pueblo, y ordenaba plegarias públicas y días de ayuno y de penitencia, para que se hiciese una confesión pública de los pecados, y se imploraba la misericordia de Dios a fin de que desviara aquel terrible castigo que pendía sobre nuestras cabezas.
Todas las obras de teatro y entremeses quedaron prohibidos; la casas de juego y salas públicas en donde había música y se bailaba; los cómicos, bufones, titiriteros, volatineros, y demás hombres de oficios semejantes.
Verdaderas barbaridades se anunciaban con frases tan pomposas como las siguientes: Píldoras preventivas infalibles contra la peste – Eficacísimos cordiales de efectos seguros contra la corrupción del aire – El único y verdadero elixir contra la peste.
Ordenanzas: Consideramos que es necesario, para prevenir y evitar que el mal se extienda (si así place a Dios Todopoderoso), que sean nombrados los oficiales siguientes y que se cumplan debidamente las ordenanzas que se dictan a continuación – Que todas las casas contaminadas sean señaladas con una cruz roja en medio de la puerta y se ponga el letrero: Señor, ten piedad de nosotros – Que se adopten especiales medidas para que ningún pescado que huela mal ni ninguna carne corrompida ni grano florecido ni ningún otro alimento en mal estado, sea de la clase que sea, pueda venderse dentro de la ciudad o en sus alrededores – Que la embriaguez manifiesta en tabernas, cervecerías, cafés y bodegas sea severamente castigada, considerándosela como un grave pecado de nuestro tiempo y causa principal de la propagación de la peste.
Lo de clausurar las casas en un principio fue considerado una medida muy cruel y bien poco cristiana, y los desdichados que se veían así recluidos se lamentaban amargamente.
La gente contaminada que veía acercarse su fin, en su delirio, corría hacia las fosas, se envolvía en sábanas o mantas y ellos mismos se arrojaban dentro, o sea que, por decirlo así, se enterraban a sí mismos.
Atentaban contra su vida, arrojándose por la ventana, disparándose un tiro.
Y lo cierto es que tampoco dejaron de temer que la desesperación empujara a la gente a cometer desórdenes, y a dedicarse al pillaje de las casas de los ricos y a saquear los mercados; en cuyo caso los campesinos que, con toda libertad y no sin valor traían vituallas a la ciudad, se habrían asustado hasta el punto de no volver a venir, y el hambre habría sido inevitable en la ciudad.
Se nos ordenó matar a todos los perros y gatos.
Si place a Dios que volvamos a nuestras familias y a nuestras casas sanos y salvos, y que la tranquilidad renazca en Londres.
Hay una ley que lo autorizaba, y su objetivo principal era el bien común, y todos los perjuicios que su aplicación causase a unos particulares debía pensarse que se compensaban por el bien público.
No les permitían morir en libertad, según ellos decían, y como hubieran podido morir en otro tiempo.
Cuando los entierros se hicieron tan numerosos que a la gente no le fue posible tocar las campanas, lamentarse, llorar, o llevar luto los unos por los otros, como se hacía antes.
La peste llegó por fin a adquirir tal violencia que la gente se cruzó de brazos, mirándose los unos a los otros, y como abandonándose por completo a la desesperanza.
Pero una vez pasado el terror de la epidemia, todo volvió a sus lamentables cauces anteriores, y las cosas siguieron su curso habitual.
Y se obligó a todos los panaderos a que funcionaran constantemente sus hornos.
Y nunca faltaron víveres en los mercados.
Sin duda alguna, una epidemia es un castigo que el cielo envía sobre una ciudad, la comarca o el país en donde se produce; un anuncio de su venganza, y una llamada para que se humille y se arrepienta, como ya dijo el profeta Jeremías.
Pues hay que decir en elogio de la población de Londres que durante todo el tiempo que se prolongó la epidemia, las iglesias y capillas nunca se cerraron del todo, y la gente nunca dejó de rendir culto público a Dios.
Todas las naciones comerciantes de Europa tenían miedo de nosotros; ningún puerto de Francia, Holanda, de España o de Italia admitía nuestros barcos.
Nunca se había conocido en toda Inglaterra un comercio tan activo como el que hubo en los primeros siete años que siguieron a los de la peste y el incendio de Londres.
Y era asombroso ver cómo la ciudad volvía a aparecer tan poblada como antes, de modo que un forastero no habría podido darse cuenta de que habían desaparecido tantos de sus habitantes.
Hay que reconocer que en general las costumbres de la gente eran las mismas que antes, y que se veía muy poca diferencia.
Tomé varias veces triaca de Venecia, haciendo luego una buena sudación, y me consideré tan protegido contra la peste como el que más después de tomar una medicina.
Y el famoso cuáquero desnudo profetizaba cada día nuevas catástrofes; y varias otras personas nos decían que Londres aún no había sido suficientemente castigado.
Solo la intervención de Dios, solo Su poder omnipotente podía conseguir esto. El mal desafiaba a todos los remedios: la muerte llegaba hasta el último rincón; y, de haber seguido como hasta entonces pocas semanas más, habría bastado para barrer de la ciudad todo lo que tuviese alma. En todas partes los hombres empezaban a desesperar; el miedo hacía desfallecer sus corazones; la angustia de las almas hacía acometer a todos actos de desesperación; y el terror de la muerte se leía en el rostro y en la expresión de la gente.
No puedo seguir adelante.
Por lo tanto concluiré la relación de este calamitoso año.
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En Londres hubo una terrible peste
en el sesenta y cinco;
murieron de ella más de cien mil hombres
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