Devuélvanme la cicatriz

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Cremas, mejunjes, pastillas, brebajes. Lo que sea con tal de que el dolor pase y, ante todo, con tal de que si perdura no se sepa, no se note. Vamos a la batalla con el kit de sutura, a la montaña con el par de botas viejas, a la aventura con billete de vuelta. Nuestros cajones se han llenado de contratos prematrimoniales y pólizas de seguros. Andamos a  la carrera del bálsamo antes de que empiece a escocer el arañazo que aún no se ha producido.

 

No estamos hechos para el dolor propio pero sabemos que seguiremos haciéndonos daño. De hecho, muchos afirman que el dolor es inevitable; otros (los más extremos) que sin dolor no hay pasión y que, sin esta percepción excesiva, la vida no merece la pena. Pero nuestra fragilidad se aprecia a golpe de roce, con la humilde caricia de la delgada hoja sobre la yema de los dedos, como hombres de hojalata que la simple lluvia oxida.

 

Hoy apelo a la herida que nos hace imperfectos y nos expone vulnerables a las inclemencias del tiempo; al hombre de trapo que somos todos cuando dormimos; a las consecuencias visibles del cambio que, cual arruga, estría o mancha, traen al cuerpo el estado presente de las cosas pasadas. Y, más allá, apelo a la cicatriz, al residuo indeleble de un dolor que no existe si no se piensa pero que ha malogrado nuestra impoluta imagen recién estrenada. Esa herida que nos exhibe como los humanos dolientes y dañables que somos, tan única como intransferible.

 

Porque las cicatrices no duelen pero recuerdan y de esos recuerdos bebe y vive el día de hoy.