Cuando estudiaba la carrera, era una ávida lectora de periódicos. Mi economía estudiantil no me permitía una compra diaria, pero tenía una profesora que me los traía y, además, anotados. Leía la prensa pero también sus comentarios. Los leía de todas las ideologías: ABC, El País, La Vanguardia, La Voz de Galicia, El Mundo, La Razón… Leía las mismas ediciones en las diferentes cabeceras y me hacía una idea de la situación leyendo en “entrelíneas”. Creo que aprendí más en aquellas lecturas anotadas que en muchas de las asignaturas de la carrera. Bueno, no lo creo, estoy convencida.
Ya por aquella época hacía prácticas en redacciones y en ellas también me empapaba de esos periódicos en papel como periodista de las “románticas”, que era de las que yo era. Pero pronto, muchos de esos periódicos en papel empezaron a desaparecer: a desaparecer de la universidad, de las redacciones, de los transportes, de las calles. En esos años posteriores viví la despedida de una rotativa y la puesta en marcha de dos digitalizaciones de medios. La ventana que se abría con la era digital decía adiós al romanticismo, pero también decía hola a nuevas posibilidades, como la de reinventarnos, que se convirtió desde ese momento en una constante en mi vida profesional.
A lo tonto, ya hace más de una década de esos años de ávida lectora de periódicos por los pasillos de la facultad de Periodismo. Unos años en los que he vivido una relación de amor-odio con el Periodismo, con los periódicos, en papel y en digital. Años en los que he pisado unas cuantas redacciones, y he llorado y he dormido en ellas. Y he sufrido, y he amado. Y he conocido a compañeros y compañeras fascinantes. Unas redacciones en las que, sobre todo, claro está, he escrito. Hace unos días leía al director de El Diario, uno de mis medios de cabecera, temiendo la nueva crisis del periodismo tras el desplome publicitario derivado de la crisis económica derivada a su vez de la crisis sanitaria del coronavirus. Una caída de fichas en toda regla. Y otra crisis. Creo que en el periodismo no hemos salido de una cuando ya estamos en otra.
Cubro esta crisis desde casa para un periódico online local, lo que me obliga a estar constantemente pendiente de la actualidad informativa, a no desconectar. Una de las cosas que más me desanimó de esta profesión fueron las mentiras. Esas que ya entreveía en mis lecturas entrelíneas en la Universidad. Esas a las que tuve que enfrentarme en muchas redacciones. Durante esta crisis nos llegan constantemente mensajes de los gabinetes de prensa de los respectivos gobiernos pidiéndonos que, por favor, ayudemos en la lucha no contra el virus, sino en la lucha contra la desinformación, contra los bulos. Esta siendo una de las crisis con una mayor propagación de bulos y mentiras. ¿Y por qué la gente se empaña en contar mentiras?, me preguntaban el otro día.
¿Por qué los propios medios son tantas veces los que potencian esas mentiras? Creo que a esas preguntas hubiera contestado mejor cuando era esa joven estudiante de periodismo, llena de entusiasmo y de amor al oficio. Pero este oficio, esas redacciones, desgasta hasta al más romántico espíritu. Esa relación tan estrecha que existe entre periodismo y política, y entre política y vida. Quizás de eso es de lo que no nos habíamos dado cuenta, de que la política no es eso ajeno a nosotros, esa cosa de políticos… Sino que la política es precisamente nuestra cotidianidad, nuestra decisión diaria.
Hace unos días intentaba reflejar que, a mi parecer, no es momento de reproches y de buscar culpables a esta crisis; no es momento de ‘caceroladas’ ni de denuncias a los que ostentan mandos, sino que más bien es momento de refugiarse, de mirar hacia adentro, de estar unidos. De olvidarnos por una vez de colores y banderas y remar en la misma dirección, hacia el mismo horizonte. Momento de utopías… O quizás , no sé, es que me quedé algo de romántica, de periodista romántica, de aquella estudiante que devoraba periódicos en la facultad.