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Mientras tantoDiane Keaton

Diane Keaton


Escena de Annie Hall, ilustrada por Federico Granell

Era una tarde de mayo de hace ya unos quince años. Estaba estudiando para un examen del instituto cuando decidí encender la televisión y hacer un descanso. Hacía poco que acababa de cumplir los dieciocho. En un canal cualquiera pasaban una película en la que un hombrecillo de mediana edad, famélico, asustadizo y con gafas de pasta negra se dirigía a cámara preguntándose por el sentido de la vida. Debatía con una mujer de ojos claros y ligeramente entrecerrados. Enseguida descubrí en ella una belleza que no solo tenía que ver con la expresividad y luminosidad de su rostro, sino también con ese entusiasmo al departir sobre la existencia de una manera tan apasionada como atractiva.

Me olvidé por completo del examen. Aún recuerdo que era de filosofía porque me sorprendió que aquellos dos personajes de la película hablaran de temas que aparecían en mis apuntes. Empirismo, el ser, la cosa en sí misma… No me enteraba todavía de mucho, ni siquiera fui consciente en ese momento de la influencia que esa actriz, una tal Diane Keaton, iba a ejercer sobre mí aquella tarde, cuarenta años después de que se rodara La última noche de Boris Grushenko de Woody Allen.

Y es que acaso me estaba pasando con Diane Keaton algo parecido a esa otra película del mismo director, La rosa púrpura del Cairo, en la que los límites entre ficción y realidad se traspasan cuando el actor sale de la pantalla del cine porque se ha enamorado de una espectadora. Solo que en mi caso estaba siendo al revés. Era yo quien quería atravesar la cuarta pared.

No sabría decir si uno se había enamorado de un personaje ficticio, pero durante los años de universidad era fácil caminar por la ciudad y soñar con encontrarse a alguien como Diane Keaton. Incluso esperaba verla algún día aparecer por el aula escalonada de mi facultad hablando de Muerte en Venecia o de La rebelión de las masas, igual que en esa escena de Annie Hall, película con la que Keaton ganó un Oscar y que, además, encumbró a su director, Woody Allen, a quien el éxito de aquella gala del cine le pilló tocando el clarinete con su grupo de jazz clásico en un garito de Nueva York.

Eran los años setenta, época en la que según Fernando Iwasaki se ligaba leyendo.

Tantos años después, uno ignoraba que los tiempos habían cambiado mucho desde entonces y esa podría ser quizás la razón por la que Diane Keaton no aparecía en mi camino. Ella estaba en otro lugar, en otro tiempo, en otra dimensión. Yo había creado en mi mente un mito, un deseo, una musa que me guiaba en mis soledades como un faro a lo lejos en la noche.

La noticia de su muerte me llegó en medio del cóctel de una boda y me llenó de nostalgia durante unos instantes. Entonces me puse a imaginar que ella aparecía de pronto en el jardín donde nos encontrábamos los invitados, bajo unas guirnaldas de luces que ya empezaban a encenderse al atardecer, mientras aguardábamos a que llegaran los novios.

Diane Keaton venía hacia mí por última vez como en aquella película y me decía con un deje de ternura que también a veces había pensado en mí a lo largo de todo este tiempo. «Siempre intentas que todo salga perfecto en el arte, porque en la vida real es tan difícil…», soñé que me decía, como anunciándome, al cabo de tantos años desde que me cautivó aquella tarde de mi adolescencia, que también los mitos deben marcharse alguna vez de nuestras cabezas para que podamos vivir en la vida real. «Supongo que tienes razón», le dije.

So… take care, okay?

Y después de esbozar esa sonrisa inolvidable, se desvaneció de mi lado tras el aplauso repentino que anunciaba la llegada de los novios.

 

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