
Las mañanas después de la Feria del Libro son extrañas. Nos contaba Giuseppe Caputo –que alguna vez estuvo a cargo de la FILBO en Bogotá– que después de muchos días de organización y de eventos, el cansancio del día siguiente a la clausura se mezclaba con los restos de la adrenalina. Eso debe de ser, pienso, esta mañana en que vuelvo a mi rutina de los lunes, yendo hacia Lehman College, con la radio del auto a todo volumen por la Saw Mill, escuchando a Juan Gabriel en Bellas Artes.
Pongo esa música porque Brenda Navarro, conversando con Yuri Herrera acerca de la influencia de la música en la literatura, nos habló de aquel disco (el único que se llevaría a una isla desierta, dijo, si bien aclaró que Palabra de honor de Luis Miguel era la obra maestra). Y cada vez que a mí me mencionan a Juan Gabriel se me va la nostalgia rumbo a Lima, hacia alguna tarde soleada cuando una muchacha encendió la radio y escuché por primera vez Querida.
La vida esta hecho de esos momentos, pienso.
Y por eso, mientras manejo hacia el Bronx y el divo de México sigue cantando se me olvidaba que habiamos teerminado se me ocurre que tengo que escribir el diario de la Feria (como el 2023). Para dejar un registro, hoy que la FILNYC 2025 es una colección de momentos frescos, como los de la noche del miércoles en John Jay, cuando Christina Rosenvinge nos cantó unos versos del Romancero gitano, los mismos que había cantado –dijo ella– frente a la tumba fresca de su padre. Este es el diario:
Martes 21 de octubre.
Mato el tiempo parado frente al edificio de la New York Public Library, al lado de los leones Paciencia y Fortaleza, pensando en que los días se están poniendo frescos, observando como el sol empieza a perderse entre los rascacielos de la 43. Recuerdo lo que he aprendido sobre esta central del sistema de bibliotecas públicas de la Quinta Avenida, una construcción imponente al lado de Bryant Park: fue un reservorio de agua, ahora es una obra maestra de la ingeniería con sótanos climatizados donde se guardan algunos tesoros de la literatura. Por ejemplo: la Biblia de Gutenberg o los manuscritos de cuentos de Borges. Confirmo en el teléfono que el evento en el que Cristina Rivera Garza y Mónica Ojeda conversarán abriendo el programa de la Feria ha sido movido una hora más tarde. Me siento en una silla plegable de metal al lado de unos malabaristas que lanzan al aire palitroques y pelotas, las hacen bailar y las reciben con gracia. Viéndolos me pregunto si es que alguna vez se me ocurrió ser malabarista y me respondo que no. Lo más extremo que se me ha ocurrido hacer con mi vida es ser dibujante de historietas.
Presiento que me voy a resfriar si me quedo al aire libre así que ingreso a curiosear. Subo al tercer piso y me entretengo en la exposición por los 100 años de The New Yorker. Hay admiradores de la revista que le toman fotos a las portadas, que leen las explicaciones al lado de los cuadros. Estoy en eso cuando Silvia Lunardi me manda un texto avisándome que va a empezar la conferencia. Entro al auditorio bastante lleno, consigo asientos por el centro.
Adoré leer El invencible verano de Liliana. Lo que me molesta hoy es no haber leído muchos de los libros de Rivera Garza. Mónica Ojeda es una revelación. La vi hace mucho tiempo en Madrid cuando presentaba Mandíbula con Editorial Candaya. Mañana ella me dirá que eran sus primeros meses en España y que le costaba acostumbrarse. El trabajo de la moderadora, María Julia Rossi, es muy bueno. Ella es una escritora prolífica a quien conoceré mejor durante los siguientes días. Terminada la conferencia grabo en un video de fan a Isabel Dominguez luego de que Rivera Garza le firmara su ejemplar de Terrestre. Al salir de la biblioteca, agradeciendo a la vigilante que nos mira con ojos de odio porque nos hemos pasado de la hora del cierre, con mi Chamanes eléctricos autografiado por Ojeda metido en la maleta, acompaño a la Lunardi a embarcarse en el N hacia Astoria. Vuelvo a paso lento por la 42 hacia Grand Central Terminal para tomar el 4 hacia el Bronx donde está mi auto estacionado. Es una noche hermosa para caminar por Manhattan.
Miércoles 22 de octubre

«¡Ulises!» me dice Pedro Mairal al reconocerme en el auditorio de John Jay, y eso me emociona. Me he acercado con timidez, pensando que tal vez, entre los muchos lectores que lo admiramos, le sería difícil reconocer al peruano que se metió a algunos de su talleres por Zoom durante la pandemia. Me firma mi ejemplar de (esa extraordinaria novela que sigue de cerca a The Catcher in the Rye) Los nuevos: «¡Qué bueno vernos en NY!» escribe en su dedicatoria. Pedro Mairal ha sido importante para mí no sólo por sus libros. Durante los días del confinamiento del Covid, cuando los eventos literarios estaban congelados, Fernanda Trías recomendó sus ensayos reunidos y editados por Leila Guerriero: Maniobras de evasión. Después también leí algunos libros que Mairal sugería desde Tachame el Nobel, un programa de la radio de Buenos Aires que yo escuchaba en el teléfono durante la pandemia, con SoundCloud. En su programa hablaba de libros y canciones, de poetas y narradores como Fabián Casas, Selva Almada, Julián López o Tamara Tenembaum; cantantes como Lola Cobach, Gabo Ferro y Liliana Herrera; y extraordinarios cineastas como Andrés DiTella.
Mairal me mostró un mundo cultural argentino pero descentrado de Buenos Aires. Él le daba espacio a lo porteño pero también al litoral, a los Andes, al folklore, a la poesía de Juan L, a la guitarra de Fandermole (¡Qué canción extraordinaria La oración del remanso!) y también a lo que pasaba cruzando el Río de la Plata, en el Uruguay, con Fernando Cabrera, Natalia Mardero, Alfredo Zitarrosa o Jorge Drexler.
Esa noche de Feria, terminada la mesa en la que Christina Rosenvinge nos regaló los versos de Lorca a capella, marchamos con Sara y Silvia por la vereda de la 59 hacia el área de Lincoln Center, al restaurante Rosa Mexicana y una reunión celebratoria organizada por el CUNY Mexican Studies Institute, entre guacamole, canapés y margaritas de distintos colores. Ahí me encontré con Oswaldo Zavala (mi asesor de tesis), emocionado por su próxima participación en la Maratón de Nueva York; y con la poeta y traductora María José Zubieta (que me convenció de jugar tenis con su esposo, mi amigo Mario Michelena). Después llegó Guillermo Severiche, y apoyándos sobre una mesa, conversamos sobre su próxima novela, la que Sara y Laura Liendo están editando para Chatos Inhumanos.
En las veredas de la noche de Manhattan, ya camino al tren D para volver al Bronx, ilusionado por el comienzo de la FILNYC, recuerdo la imagen de Gabriela Cabezón con porte de diva y anteojos oscuros, llegando en un taxi amarillo al restaurante y dándonos un abrazo. También la emoción de Sara Cordón para quien moderar a Rosenvinge equivalía a pisar la luna. Le digo a Sara que ya está a esa altura. Que cuando se publique su próxima novela el mundo se enterará quién es ella. No sé si me creyó.
Jueves 23 de octubre

¿Cómo se llevan un montón de libros a la Feria del libro de la Ciudad de Nueva York? Pues en dos maletas más tres cajas y sufriendo. Porque es difícil estacionar en la 59 y está el riesgo de dejar el auto en doble fila y que te claven una multa de 150 dólares. Tenía que encargarme de los libros de Chatos, los que había dejado desde la feria de 2024 el editor de HUM/Estuario, de Los Bárbaros, Las Furias y los ejemplares de mis ensayos La vida papaya publicados por Suburbano de Miami. La solución fue dejar maletas y cajas dentro del edificio, a una lado de la puerta, y confiar en las vendedoras, Paola y Ángela, contratadas desde Uruguay por Martín Fernández de HUM. Vuelvo hasta el Bronx para estacionar en Lehman y tomo el tren D de vuelta a la 59. La mesa de Chatos está montada y andando por la tarde.
Después de escuchar a Sabina Urraca con Xita Rubert y Mónica Ojeda, y de aprender un poco más sobre cómo ellas leyeron de niñas El diario de Ana Frank (Rubert dijo que a los 9 años su madré le recomendó el Diario y después de leerlo su padre le dio a leer Mein kampf de Hitler); poco antes de las 7 p.m. empiezo a cruzar Manhattan, caminando desde la 59 y la Décima Avenida hasta la 49 y la Segunda Avenida para llegar a la Velada Lorca. Hago lo que mi prima Patty Durán recomendaba cuando empezó a trabajar en Nueva York en el año 2001: caminar en zigzag, cruzar y doblar según el ritmo de los semáforos. Al entrar al patio del Cervantes, la Lunardi me llama la antención por estar tarde y me señala las escaleras que van al evento. En la puerta encuentro a Rosalía Reyes que me saluda emocionada porque le da vergüenza entrar tarde y sola frente a la sala llena. Caminamos entre las butacas y encontramos los dos últimos asientos pegados a la pared del fondo. Es una conversación adorable. Valió la pena cruzar la isla. Aprendo mucho sobre Lorca (detalles de sus estudios en la Universidad de Columbia, de las cartas a sus padres y su vida sexual y religiosa, su españolidad entre la calle 14 y Harlem). Me emociona escuchar a Ray Loriga, con una voz –tal vez por su enfermedad, me aclara Sara–parecida a la de mi tío Pancho, el hermano de mi madre: ronca como de fumador, demorándose para pronunciar cada sílaba. Me uno después de la conversación a la fiesta de cumpleaños de Lorca (que no nació en octubre, me dice Lunardi, pero a nadie parece molestarle ese detalle) con vinos, quesos, torta, y con amigas de años como Carmen Saen-de-Casas (a quien vi animada, si bien todavía estremecida por la repentina desaparición de su pareja en la primavera neoyorquina). Pienso en lo complicado y necesario es hablar sobre lo que nos genera la muerte.
Hacia el final de la velada, entusiasmados por el vino, firmamos un pacto con Angels, Paloma, Silvia y Sara. Vamos a celebrar los 100 años los de la Generación del 27. Son pasadas las 9 cuando salimos del Cervantes, enfilamos isla arriba por Lexington, hacia la entrada del tren 4 en la calle 59. Mi auto me espera, otra vez, allá por el Bronx. Felizmente que tengo Alguien camina sobre tu tumba (en la hermosa edición de Laguna) para que el viaje de subway parezca más corto. Qué bien que escribe Mariana Enríquez sobre la muerte y el sexo.
Viernes 24 de octubre

Supongo que es normal estar agotado tras esta rutina que incluye trenes ida y vuelta al Bronx, conferencias, venta de libros y manejar por la noche hacia Westchester. En la mañana camino con mis hijos hacia la escuela del pueblo, regreso, me cambio y antes de partir me reúno con mis dos mejores amigos del barrio.
Es una rutina simple: con unas tazas y la cafetera a un lado, tres hombres alrededor de una mesa riéndonos del mundo. Un cachorro, Moca, se trepa a las sillas como si quisiera tomarse el café. Les cuento a mis amigos sobre la lectura de Urraca y Rubert del libro de Ana Frank y uno de ellos me dice que lo leyó en el colegio y no recuerda el pasaje en que la autora pone un espejo frente a sus piernas abiertas para mirarse la vagina. (Que según Sabina Urraca es el recuerdo que tiene más vívido de su primera lectura, en la niñez, del libro de Frank). Le digo que ellas mencionaron que El Diario había sido censurado por su padre. Que algunas versiones en castellano recuperan el manuscrito original. Mis amigos me piden que les consiga en España esa versión que nunca llegó a los Estados Unidos.
Desde Lehman tomo el tren D. La Feria ha armado un speed dating entre editoriales y libreros. Me siento en la mesa de citas y conozco a dos editoras que me preguntan si Chatos Inhumanos tiene autores caribeños (respondo avergonzado, que aún no), a una traductora hondureña a quien decepciono diciendo que no publicamos libros infantiles, y a un escritor argentino de paso por Nueva York, a quien debo decirle que sólo publicábamos autores que viven en Estados Unidos.
Entro a la presentación del libro La modernidad insufrible, donde Carmen Boullosa le llama la atención a Oswaldo Zavala por decir ciertas cosas que a ella le parecen inexactas sobre las actividades de Roberto Bolaño en México. Es una interesante bronca intelectual entre dos paisanos que se quieren. Me reencuentro con Naief Yehya –que me firma su libro El planeta de los hongos–y veo al hijo de Oswaldo y Sarah: un muchacho que se sienta a mi lado, que parece sentirse un tanto incómodo en el mundo de sus padres. Yo lo había conocido años atrás. Él era un niño. Cómo pasa el tiempo, compañeros. Esa tarde me encuentro con Naida Saavedra, a quien no veo desde la Feria de Chicago y con Keila Vall con quien participé en el Miami Book Fair. Estas ferias también sirven para que los escritores se reencuentren.
Leila Guerriero es una de las voces más poderosas de la literatura en idioma castellano. Yo he intentado seguirla en distintas ciudadades, porque escuchándola se aprende cómo combinar el periodismo con la escritura. Nadie lo hace con más disciplina que Guerriero. En su mesa también participa Juan Pablo Meneses, personaje fascinante. Meneses tiene una visión lúdica del oficio de cronista y es un versátil promotor. Es el nombre detrás del Premio Nuevas Plumas. La ganadora este año es una colombiana que escribió sobre los patinadores hispanos que no pueden practicar ese deporte en los parques neoyorquinos. Meneses dice en la mesa que para estudiar la fascinación de los bonaerenses por la carne se compró una vaca. Y para escribir sobre Nueva York creó una religión y la lanzó por las redes sociales desde Times Square.
Otro personaje de la mesa es un periodista a quien respeto mucho: Óscar Martínez ha presentado la mugre encubierta del presidente Nayib Bukele. Gracias a Martínez y El Faro –más el trabajo de elhilo y Central de Radio Ambulante– sabemos un poco más sobre los abusos que se han cometido contra enemigos políticos y gente inocente presentada en El señor de los sueños. Desde hace algunos meses, amenazado con la cárcel, Martínez vive en el exilio.
Salgo de John Jay sobre las 9. Tomo el D hacia el Bronx y manejo a casa. Me sorprende no estar agotado. Me queda fuerza para ir a casa de amigos del barrio donde están jugando mis hijos con los suyos. Mi amiga ha preparado dumplings y pan focaccia. Me voy a dormir con la barriga llena y el corazón contento.
Sábado 25 de octubre

Juego tenis a las 8:15 de la mañana en el Seton Park de Riverdale, en el Bronx. Durante el día, en John Jay, tengo la oportunidad de repetir, con felicidad, la hazaña que ha sido ganar dos sets consecutivos. (Mi rival no se pica. Celebra y espera su revancha, que llegará el siguiente sábado. Lo dejó ahí porque este diario es sobre libros).
Lo mejor del sábado es la presencia de nuestra autora Mariana Graciano, que conversa en una mesa con Daniella Gitlin sobre los retos al traducir su novela O ar. El libro se llama The Air y está disponible en la web de Chatos. El cariño de Mariana es contagioso. Nos tomamos muchas fotos. Este es el objetivo de una editorial en castellano en los Estados Unidos: servir a quienes escriben en ese idioma, en un país cruzado por la xenofobia.
Más tarde, sobre el escenario del auditorio Lynch de John Jay, conversan Eduardo Lago, Andrés Neuman, Daniela Catrileo y Gabriela Borrelli. Lago dice que necesitamos recordar que para los norteamericanos «los que escribimos en castellano en este país somos invisibles». Los panelistas parecen contrariados. Tal vez porque a pesar de nuestro ruido al promover la literatura hispana en Nueva York, muchas veces pensamos en que nadie nos ve. El trabajo de la FILNYC y otros esfuerzos similares es indispensable para visibilizar el esfuerzo de tantos. Lago intentará matizar después el pesimismo de su afirmación.
Me gusta la última mesa sobre cuánto incomoda la literatura. Están Leila Guerriero y Pedro Mairal. También Antonio Ortuño que aprovecha su turno para recordar a un tipo miserable que hacía los crucigramas en la revista que fue su primer trabajo. «Yo escribía contra él», dice Ortuño. Me voy hacia Columbus Circle con María Gracia, ella se va para Penn Station a tomar su tren para Filadelfia. Me cuenta que sus amigos le decían “la chatita” y que su ambición es que le paguen por reseñar libros. Me pide que le pase muchos manuscritos de Las Yubartas para que ella los lea. Se para de cierta manera desafiante mientras camina por la vereda de la 60. Me dice que ella también paseaba perros de unos amigos por ahí. Le dejaban que viviera en el departamento cuando ellos viajaban, a cambio de que sacara a la mascota a caminar. Le cuento la historia de la señora colombiana cuyo hijo era banquero en Suiza, que me contrataba para pasear perros en el invierno, y que cuidaba a una gata con diabetes que vivía sola en un penthouse con vista a Central Park. Nos despedimos cuando ella toma el 1 Downtown y yo me voy hacia el D Uptown, rumbo al Bronx. No puedo leer nada en el tren, pero me anima pensar que al día siguiente, el domingo, la Feria se termina.
Domingo 26 de octubre

Tengo la intención de levantarme a las 6 para correr como todos los domingos con un grupo de amigos en la Reserva de Rockefeller pero no escucho el despertador. Es un día gris. El plan para hoy es intentar estacionar cerca de John Jay para traerme los libros que no se han vendido a la casa. Me da flojera la idea de volver en tren hasta Lehman con la maleta y las cajas pero si no encuentro un lugar en la calle va a tener que ser así. Pienso que también podría buscar parqueo en Riverside Drive cerca de Columbia. Mi esposa dice que podría ir a las 2 para las actividades infantiles (y ayudarme poniendo los libros en su auto) pero no es nada seguro porque hoy día los niños tienen un partido de fútbol importante contra White Plains. Además hoy tengo que llegar temprano porque estoy de moderarador de una mesa de revistas literarias de CUNY. Antes de ir a dormir he impreso una lista de preguntas.
Llego a las 10 y consigo un estacionamiento perfecto frente a John Jay, armo la mesa de Chatos cuando no hay nadie aún y tomo desayuno con las salas vacías. Creo que he moderado bien el panel. Hemos insistido en que las revistas son esenciales para visibilizar el trabajo de la comunidad pero que tienen muy pocos recursos económicos. Marco Ramírez de Ciberletras dice que hasta prefiere eso porque así no le pueden exigir nada. Pobreza a cambio de libertad. Grisel Acosta habla del racismo de la Academia (me recuerda lo que dijo ayer Lago). Alejandro Varderi me cuenta que él también enseña cine en BMCC pero que está a punto de retirarse. Inmaculada Lara Bonilla es muy generosa al mencionar que “tú deberías de ser parte de esta mesa”. Le recuerdo que mis primeros poemas publicados aparecieron en un número de Revista Hostosiana cuando la dirigía Isaac Goldenberg. Marco nos cuenta de sus tours literarios por Manhattan y con Sara coincidimos en que sería una gran idea hacerlo en la próxima feria.
Giuseppe Caputo se emociona –lo sé porque estoy sentado en el público al lado suyo– cuando Brenda Navarro y Yuri Herrera mencionan los nombres de Rocío Durcal y Juan Gabriel e insinúan que alguna vez habrían incluso llegado a cantar Pimpinela en una visita de Navarro a Nueva Orleans. Navarro parece que mira a un punto en el horizonte cuando alza los ojos al cielo mientras habla y parece dejar que la emoción fluya. En Caputo esa emoción parece salir incontrolable. La cara muy seria de Herrera se va transformando conforme Navarro nos habla del escritor que compone música con sus amigos, que escribió un corrido para una colega de Tulane Univesity. El escritor parece sorprendido cuando una de las asistentes le pregunta por el poema que escribió para un documental sobre Depeche Mode. Navarro dice que le parece horrible esa pasión con la que alguna vez escuchó mil veces La incondicional de Luis Miguel, pero que Palabra de honor le parece un tema magistral.
Lo más impactante de hoy son las tres pantallas en una sala del subsuelo de John Jay, en el que se hace un recorrido por la historia del arte hispano en Nueva York. La productora del proyecto es Rita Indiana. Qué fabuloso trabajo de archivo, visual, digital, sonoro: que va de los ritmos caribeños al hip hop, a la destrucción del barrio puertorriqueño del Upper West Side donde se levantó el Lincoln Center, hasta el fuego que consumió el Bronx en los 1970s. Usan imágenes de un documental dirigido por Vivian Vázquez que siempre les enseño en la clases de periodismo a mis estudiantes de Lehman. El cierre del día es tranquilo. Los voluntarios que hacen posible esta Feria, trabajando gratis –por pura pasión, como la Lunardi–, se paran frente al auditorio y reciben nuestros aplausos. Después la coordinadora les pide que empiecen a retirar las macetas con flores encima del escenario. Es hora de desarmar todo. Da la sensación que le falta público a este cierre magnífico. Meto las maletas y las cajas en la maletera del auto, me voy por la West Side Highway hasta la casa, llego pasadas las 9 de la noche.
Y como decía Vallejo: sanseacabó.






