Vuelvo del aeropuerto de Madrid, Barajas, tras haber pasado una mañana viendo viajeros regresar. Salida once de la terminal 4, vuelos transoceánicos.
Dios, estrella ese tren
Vuelvo del aeropuerto de Madrid, Barajas, tras haber pasado una mañana viendo viajeros regresar. Salida once de la terminal 4, vuelos transoceánicos. Y un enjambre de personas que aguardan al otro lado de una valla de metal a que se abran unas puertas corredizas de cristal. Miro las escenas desde una prudente distancia de tres metros, por detrás de la espaldas, allí donde puedo ver sin que me vean.
Analizo los abrazos con sorpresa, entre hombres de piel oscura que se hablan en árabe y se dan la mano antes del abrazo y después vuelven a darse la mano. El beso en la boca rota la intimidad del chico que se abalanza por encima de los tubos de metal para aferrarse a la mujer que sale empujando un carro cargado de maletas rojas y una caja de cartón que no alcanzo a saber lo que lleva. Y las parejas que salen con paso rápido, bajando la cabeza para no mirar a las familias que esperan y les miran. Todos de camino de regreso o de ida a su vida.
Dice una amiga, que es sabia la puñetera y acierta siempre donde sabe que hay acertar, una amiga a la que un amigo en común desea como solo se desean las cosas que se sueñan, que hoy los viajeros tienen el deber a su regreso de contar aquello que han visto y que han vivido. Que en el siglo XIX los viajeros eran expedicionarios buscando nuevos rincones que bautizar o especies que pinchar en un corcho o millonarios que recorrían el mundo para después contarlo en sus clubes con una copa de whisky en la mano. Pero que hoy que se han democratizado los viajes y el mundo está ya medido y catalogado aquel que decide coger un avión y espolvorear el cielo un poco más de contaminación debe al menos devolver algo de lo que está quitando. Que tiene la obligación de contarlo. Aunque no traiga mariposas vivas en la maleta ni haya perdido quince hombres en el regreso por unas malas fiebres.
Yo veo hoy a los viajeros que regresan a Madrid, en un domingo de azul luminoso pero frío, en un otoño que huele a noche cerrada, y los imagino en sus vidas ya al atardecer. Deshaciendo sus maletas, desempaquetando envuelta la ropa sucia y las promesas que todos nos traemos de los viajes. Quizá encontrándose, de sopetón, entre la figura de cristal que se ha roto por el jet-lag también hechas trizas las nuevas esperanzas que siempre se desmenuzan los domingos a la hora de la fiebre. A la pareja que bajaba la cabeza bajando la basura acumulada en el silencio acumulado. A la familia preparando las mochilas del lunes. A los dos hombres que se abrazaban en la soledad de sus habitaciones en dos apartamentos de Madrid. Cada uno, como todos, metido ya en sí mismo en ese momento de la semana que se ve a cámara lenta, con la luz de las bombillas y las ventanas fundidas a negro. Mientras suena de fondo, como en el cine, una canción folk en la que alguien se lamenta y en la que nos podemos reconocer todos aunque no entendamos el idioma.
Y no querría que ninguno hoy me contará lo que vio o no sucedió. Lo que comió. Lo que dejó de hacer. Lo que conoció. Lo que ya olvidó. He estado ahí, en el regreso, como lo estuvimos todos. Y en esa hora en la que guardas el pasaporte y tiras el resguardo del billete del avión con tu número de asiento. Como estuvimos todos en esa travesía del domingo. Cuando cierras los ojos, escuchas las notas de la guitarra y repites en bucle: “Dios, estrella ese tren, estrella ese tren”. Y lo sé bien, porque tuve más domingos que semanas.