Aterricé el domingo, como con quien no quiere la cosa, tras un vuelo plácido y con dos saltitos en la pista de aterrizaje, de nuevo en mi país, supongo. He pasado tres semanas en la América de Obama, que sigue siendo de Obama, aunque el otro tenía mejor pelo para el Despacho Oval. Tres semanas entre políticos de Washington, que son como los de aquí pero hablan en inglés; vaqueros de Texas que cantan canciones de Tom Jones e incluso un sesentón casado de una ciudad del norte que dice que fue gay, que ya no lo es y que no quiere que los gays se casen porque en la Biblia está escrito que qué eso de que anden casándose dos hombres. Tres semanas mirando de reojo en el iPhone, que no es tan smart como dicen, pues lo perdí la última noche y no supo volver al hotel, las noticias de mi país. Cruzando los dedos para no tener que regresar a mi realidad, que no es solo la de los periódicos, sino la de mi vida. Y suplicando un accidente en el triángulo de las Bermudas a Neptuno y un cambio de ruta aérea a la autoridad competente para conseguirlo. No necesito decir que ninguno me escuchó.
Aprendí en la América de Obama que los americanos no quieren personas inteligentes que les dirijan, que eso les da mucho coraje. Me lo contaron muchos, hablando de no sé qué debate por el que el presidente hubiera perdido las elecciones si no se hubiera encontrado a un gobernador gordo dispuesto a pisar las flores de su jardín para llegar el primero al garaje. “Obama escuchaba y tomaba notas. ¿Notas de qué? ¿Qué notas necesita tomar? Parecía un intelectual. Y a la gente no le gustan los intelectuales”, me contó un tipo, muy listo, que trabaja en un periódico muy serio de Washington. A la gente, pensaba yo, no les gustan los intelectuales. Por supuesto que no. Benditos sean los americanos, que lo saben y no les importa reconocerlo. Después llegó la tormenta. Y Obama ganó. Y allí estaba yo, que me las prometía felices, bebiendo cerveza en una fiesta republicana rodeada de perdedores. De fiesta ya, claro, nada. Así que me fui con los demócratas, que son menos divertidos y no dicen cosas como que Estados Unidos ya son la nueva URSS pero que al menos habían apostado al caballo bueno.
Me contaba mi amigo de Washington también que a Obama no le había valido aquello de la herencia, de la crisis que ya estaba cuando él llegó, de que había hecho lo que había podido. Porque a los americanos no les gusta escuchar lo que no se hizo y por qué no se hizo, sino lo que se hará y cómo se hará. Por eso casi gana el señor mormón, porque prometía como si le fuese la vida en ello, a manos llenas. Cada día un millón más de empleos. Cada día un país más para esquilmar. Ahora no viene a cuento hablar de todo esto, lo sé. Pero tengo jet lag, he vuelto a casa con un humor de hot-dogs y encima me ha tocado escuchar los discursos del primer año de gobierno de los políticos de aquí. Ya saben, que si la herencia recibida, que si los brotes verdes, y que no intentan siquiera parecer intelectuales porque saben que somos todos bobos. Y por poco me echo a llorar. Al menos allí cuando me hablaban no les entendía.