“Algunas sensaciones no se olvidan nunca, y marcan una vida con lo que parece una meta de felicidad a la que pretendemos inútilmente regresar cada vez que el vacío se hace en nosotros. Así quiero volver a aquella tarde cuando me agobia la mujer en la que me he convertido”.
Será aquello de que la vida rima, pensé, o que las señales se me empiezan a aparecer por los rincones, en la mayoría de las ocasiones, sin entender muy bien qué me quieren decir… Aquella, aquella de “las sensaciones que no se olvidan nunca” era una de las frases que anoté en mi libreta en aquella época, y que, al margen de ello, la retuve en mi cabeza para siempre, quizá porque sabía que me estaba enseñando algo, que sin haber aún llegado aquella tarde, mi tarde, la sentencia estaba hecha.
Manuela, una niña de once años o una mujer de cuarenta y cinco, según se mire, es la protagonista de Un calor tan cercano, una novela escrita por Maruja Torres en 1997. Esa novela tiene un sabor especial para mí, lo tuvo en su día, cuando la joven recién salida del instituto que yo era la leyó en una época en la que solo presentía las cosas. Y la tiene ahora, cuando recién terminada la carrera, la joven que soy ahora, la vuelve a leer. Han pasado siete años, quizás pocos a nivel comparativo, pero un mundo entero para mí.
Ahora frente a una página abierta en word, cuando me dispongo a ordenar mis emociones y a recomponer el estado en el que me deja la relectura, la segunda, de esta novela, el primer impulso es copiar un montón de frases que hablan por sí solas y que mientras leía iba subrayando. Sin embargo, he frenado ese impulso, quizás porque algunas de esas frases significaban tanto para mí que me coartaba subrayarlas, como si al subrayarlas perdieran parte de su integridad, o yo me mostrara en exceso. Leer y/o escribir es, no sólo un regalo y un arma, sino un refugio inmenso, el mayor, donde no hay mentiras, ni miedos, ni máscaras.
Manuela, una escritora de éxito, retrocede tres décadas para reconstruir su historia, para saber quién es y qué queda en ella, para, sin juzgar, recuperar los retazos de su pasado; a Irene, a Ismael, a Mercedes, las almas de su iniciación al mundo. Es entonces cuando en mi propia lectura, que no es la misma a los 24 que a los 18, la ficción se mezcla con la realidad, la fantasía de la novela con la mía propia, los rostros y las emociones reales. A veces me cuesta separar esos mundos, el que está en mi cabeza y el que es real, si es que acaso el real es más real que el que está en mi cabeza. Puedo recrear conversaciones, paisajes, estelas… Y dudo de que no sean así de auténticas. Y esto es, al mismo tiempo, prisión y libertad.
Me recuerdo leyendo este libro por primera vez, tumbada en la cama, y el recuerdo, al que accedo como una espectadora, es nítido y preciso. Algo se inició en mí en aquel momento. Luego, simplemente, pasó el tiempo. Cuando llegó, años más tarde, aquella tarde, mi tarde, no hubo necesidad de saber que me encontraba allí; el cielo, entre azules y naranjas, respondía por sí mismo. A la intensidad de mi emoción no le hicieron falta las palabras.
Llegado el momento quise recuperar este libro, necesitaba buscar en él las respuestas que me estaba planteando, los nombres a las caras que veía. Entonces comencé un peregrinaje por librerías en busca de un libro ya descatalogado. Sólo aparecía en internet, y estuve a punto de pedirlo, pero entonces ocurrió algo. Fue en un paseo sin aparente importancia, en el que un detalle me trajo a la cabeza otra de esas frases que tengo escritas en el cuaderno y que, ahora, me estremece releerlas en el libro. En aquel paseo comprendí que en ese momento el calor estaba tan cercano, que no estaba preparada para releer este libro sin quemarme… O quizás, aquello sólo fue una excusa y me dio miedo volver al libro, sabiendo además que el calor y el frío son temperaturas demasiado cercanas.
Este viernes en Roma, en una librería española, me topé con la redición del libro. Me dio un vuelco el corazón. Llamémoslo casualidad. O quizás es que, ahora sí, ya estaba preparada. Con el libro entre las manos, me volví a sentir como una niña. Aunque como una niña que analiza las cosas como la adulta que soy. Aunque como la adulta que ya era en aquella tarde en la que me sentí como una niña. Como la niña y la adulta que a la vez se pelean dentro de mí.
He releído este libro en trayectos de tren, y ha sido ésta una buena metáfora. Igual que el tren se detiene un instante para decir hola y adiós a sus pasajeros, yo necesitaba pararme a tomar aire o a mirar por la ventana entre párrafos, entre recuerdos. Nos han enseñado a controlar nuestras emociones, a no desnudarnos nunca.
Algo me llamó la atención: con cierto miedo llegué al párrafo en que narra aquella tarde, la suya, la de Manuela. Recordaba la historia, las frases, y, sin embargo, había olvidado el párrafo que le proseguía, el final de aquel cuento, las consecuencias. Y al leerlo, entendí el miedo de aquel paseo en el que decidí no pedir el libro por internet, y en el que comprendí los presentimientos. Olvidé el final y por eso pude llegar hasta él, construyendo mi propio mundo, mi propio final. Lo demás son cosas que no se pueden decir, que sólo me pertenecen a mí.
No me defraudó la segunda lectura, me emocionó como lo hizo la primera, y me enseñó otras cosas. Me habló de personas reales –tan reales como la imaginación–, de sentimientos, de consecuencias y de detalles. Y más que darme respuestas, me planteó nuevas cuestiones… Pero a esto ya me estoy acostumbrando. Nada de esto aparecerá en la lectura que de esta novela haga cualquier otra persona, porque estas lecturas son mías, con mi propia Manuela, mi propia Irene, mi propio Ismael. Nada es real y a la vez, no hay nada más real. Es otro placer de la lectura: cada uno tiene el derecho y el deber de hacer su lectura propia.