Dos mujeres

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Es posible atemperar la soledad. Lo que es imposible es recuperar la intensidad de los días perdidos con mis amores, con ellas, mis amigas, luz de mis ojos. 

 

Dos mujeres. Dos mujeres claramente se recortan en el recuerdo, menos por un espíritu de balance que acaso por sospechar que lo que viene (lo que viene y vale), valga la redundancia, vendrá del futuro. Es, quizá, una idea vagamente trágica, pero trágica en el buen sentido. Suelo extrañar a una o a otra, en sueños, o cuando hablo con alguna de ellas. Pocas veces. Amigas como son, a las amigas y a los amigos aprendo todavía a cuidarlos.

 

Es una pregunta que llevé a mi análisis varias veces: ¿es posible que una operación al corazón deje más a la intemperie a quien pasa por el quirófano? Es posible. Pero es una excelente excusa para retardar decisiones, convencerse de que no vale la pena, de que lo mejor pasó, de regar día tras día el jardín de la melancolía, esa luz estroboscópica que cae sobre uno y confunde las perspectivas.

 

Es también una suerte de retruécano para desocuparse a tiempo de nada y percibir que la atracción por la oscuridad ha sido parte del viaje, y ¿qué pasó?, pasaron muchas cosas, otras mujeres, peligro, confusión de perspectivas, padre de un padre del que nunca se deja de ser hijo, materia que anestesia, ¿qué del recuerdo?

 

La soledad. La soledad ahora, no la de ese momento, cuando me dejaron, con argumentos inapelables, blindadas contra la demanda y el método de la víctima, que tiraniza, inhibe, apaga, redunda.

 

La primera, elegante y altanera y quebrada y bella como una bailarina. Audaz, de inteligencia no tan orgánica, severa y suave sin dejar de impugnar la debilidad que compartimos pero de la que esperó salir. Sexualidad, histeria, pura entrega, disparate, ninguna renuncia la desvió de su camino más que un tiempo.

 

La otra, el otro sol, delgada y elegante y viajada y culta, y de una generosidad que no pude entender. Inteligencia severa, honradez sin par. Decisión, mezcla de decisión e inteligencia, ella salvó mi vida a riesgo de arruinársela. Fui el primero en enterarme que estaba con otro, separados ya, una noche que me invitó unas cervezas.

 

Esperaba empezar, reinventar al cazador pero algo había pasado entretanto (las hipótesis son múltiples). Es posible atemperar la soledad. Lo que es imposible es recuperar la intensidad de los días perdidos con mis amores, con ellas, mis amigas, luz de mis ojos. 

Pablo E. Chacón nació a finales de 1960 en Mar del Plata. Aprendió a nadar antes que a leer. Estudió biología marina, psicología y psicoanálisis. Escribe desde chico. Se fue de la Argentina en 1979. América era el objetivo: Chile, Brasil, Perú, Colombia, México, Estados Unidos. A la búsqueda de los discípulos de Georges Ivanovitch Gurdjieff y Carlos Castaneda, perdió la orientación varias veces -además de apuntes y fotos. Se enclaustró en la universidad y pensó en el periodismo para ganarse la vida. A fines de los ochenta no resultó complicado. Siempre con el objetivo de escribir ficción, ensayos de especulación. Empezó por la poesía. En la Argentina hay muy buenos poetas. Abandonó la poesía, intentó un par de libros de investigación periodística y finalmente acertó con un par de conjeturas, sobre el insomnio y la soledad -mientras termina un escrito sobre el pánico. En 2010, al borde de la muerte, una operación del corazón lo salvó justo a tiempo. Este año acaba de publicar su tercera novela. Adora a las mujeres. Se negó a atender a un represor en un hospital público, de donde lo echaron.