Este título responde a una sencilla pregunta: ¿Qué hay que hacer cuando se asiste a un concierto de música clásica? Lo razonable sería contestar: “Sólo hay que estar en silencio, sin hacer ruido, y escuchar”.
Esa respuesta, cargada sentido común, es una especie de quimera respecto a lo que he vivido recientemente en Portugal. Imagínense la escena. Cuando la orquesta empezaba a interpretar una Danza húngara de Brahms, la señora del fondo de la fila –la de la izquierda– comenzó a zapatear en el suelo intentando seguir el ritmo, a destiempo. Varios concurrentes se animaron a secundar la iniciativa –casi la fila completa–, por supuesto, perdiendo el compás.
Dado el traqueteo insoportable, tuve que taparme el oído izquierdo. Ese tapón resultó doblemente útil cuando el señor de al lado comenzó a tararear bocaquiusa algo semejante al Danubio azul que interpretaba la orquesta. Él se adelantaba, como queriendo mostrar que se lo sabía. Tomó su ejemplo la señora de mi derecha (¡maldición!), quien desafinaba tanto que dudé hasta si coreaba otra pieza. Ella me molestaba menos que los que empezaron a chismorrear por atrás, por la derecha.
Atacada por ambos flancos, quise taparme también el otro oído. Era el colmo. Me contuve por respeto a los músicos, que me dieron bastante lástima cuando, tras sonar un teléfono, tuvieron que repetir un introito. Después, una porción del público intentó arreglarlo –a su manera–, aplaudiendo entre dos movimientos, antes del fin de la pieza. El tormento era supino. Dolía observar y escuchar cómo una minoría sembrada estratégicamente entre el público estaba destrozando el concierto a la mayoría, incluyendo a los pobres intérpretes.
De nada serviría huir, pues el espectador maleducado no es una excepción lusa. En España, circunstancias similares valdrían para describir lo acontecido en múltiples conciertos del Auditorio Nacional. Incluso cuando interpretan los solistas más prestigiosos del orbe; da igual. Ya puede estar tocando un Pogorelich en babuchas, un Kennedy con un calcetín de cada color, o una Mutter con un escote hasta el ombligo; es lo mismo. Una parte del público procederá rutinariamente retumbante, haciendo alarde de la mayor incivilidad y del más lustroso tedio.
El problema se ve agravado con que en ciertos lugares, como norma, algunos oyentes tosen y crujen sus gargantas desesperadas como si estuviesen ensayando para un casting de La bohème, representando el papel de Mimí aquejada de una tuberculosis pulmonar profunda, en fase terminal. Cualquier día pasan la escupidera por el auditorio y nadie se sorprende.
Esa tos que desea exorcizar los demonios internos suele vincularse al afamado caramelo de envoltorio imposible, que agarra y frota con fruición la mano ignorante (que nos da el concierto). La golosina no acaba con los recursos del público ávido de nuevas sensaciones auditivas. Cualquier objeto es válido: las alhajas sirven de rosario-matraca; el programa de mano permite dar golpecitos inarticulados; un bolso es capaz de guardar algo misterioso que nunca es hallado… durante el más sutil de los pianísimos (¡espérense al fortísimo, al menos!).
Lejos de ser todas esas delicias características propias de la Península Ibérica, el fenómeno también participa de la globalización. En casi cualquier auditorio internacional campan seres inquietos conviviendo con tosferínicos[1]. Al decir esto, irremediablemente viene a mi mente el poema del gran pianista Brendel dedicado a Los aplaudidores y los tosedores de Colonia, donde describe con ironía cómo ambas figuras fundan una organización sin ánimo de lucro para reivindicar sus derechos. Las indicaciones son fáciles de seguir para los más instruidos:
“los miembros deben aplaudir
inmediatamente tras las codas más sublimes,
y toser con distinción
durante los silencios más expresivos” [2].
Asimismo, el poema arremete contra los silbadores de Londres y los estornudadores de Nueva York. Todos los testimonios mencionados hasta ahora indican que las habilidades del espectador irrespetuoso se practican en varios países. Además, dadas ciertas especialidades según los lugares, se deduce que no son comportamientos naturales ni espontáneos, fruto de una necesidad imperiosa. Son conductas aprendidas erróneamente por ciertos oyentes que acuden al auditorio sin conocimiento previo, e imitan precisamente a quien no deben, al más estruendoso.
Brendel no es una excepción con sus quejas. Numerosos artistas han manifestado las molestias insufribles que les producen las ruidosas inmundicias del público. La lista de intérpretes que ha expresado públicamente rechazos manifiestos al oyente maleducado sería interminable. Un caso extremo es el del escritor y violinista Blanco White, cuyo cuarteto en Londres no admitía oyentes en sus conciertos, ante la incapacidad de soportar ni el más leve murmullo[3]. A su vez, White asistía a conciertos en calidad de espectador, lo que obliga a recordar que inmiscuidos entre el público suele haber músicos, quienes tienen el oído educado para escuchar no sólo la melodía principal, sino todo lo que les rodea. Esto, posiblemente, se trate de una sensación ignota para el negado.
¿Sociedad maleducada? En parte sí, como es comprensible, pues ¿Qué puede esperarse de países donde los gobiernos invierten lo mínimo en cultura? Un conglomerado humano que cada vez tenderá a ser más ignorante e irreverente, que también frecuentará los auditorios más ilustres.
Por suerte, respetar al auditorio tiene fácil remedio. Basta con guardar silencio, porque hablar, cantar, toser, o hacer ruido molesta a los demás, ergo es de mala educación. Máxime porque el oyente va al concierto a escuchar al músico, no al vecino de butaca.
Ahora sobrevienen las dudas. ¿Qué haces si tienes unas ganas inefables de demostrar que te encanta la música? Estúdiala, apréndela. ¿Y si te sabes la melodía principal? Cántala en la ducha. ¿Qué sucede si quieres tomarte el dichoso caramelito? Lo chupas con envoltorio. ¿Y si quieres carraspear? De casa hay que venir tosido, como decía uno de Ávila. Hagas lo que hagas, por favor, respeta a tus congéneres, no los martirices.
Algún incrédulo se preguntará por qué en el Concierto de Año Nuevo de Viena la gente acompasa la música aplaudiendo. El público bate palmas excepcionalmente sólo en la Marcha Radetzky, siguiendo una tradición, en la que el director anima y dirige a los oyentes. Ora manda participar, ora manda parar y callar.
Imitando esa iniciativa, la ciudad de Coimbra ha dado este año un Concierto de Año Nuevo, gratuito, a cargo de la Orquesta Clássica do Centro, bajo la batuta de José Eduardo Gómes (15 de enero, 2016, Câmara Municipal). Decisión admirable, dados los tiempos que corren para la cultura. Lástima que parte del público me impidiese disfrutar del grato concierto, distrayéndome con las interferencias criticadas al inicio. Por supuesto, hubo muchos oyentes atentos que guardaban silencio, incluso niños muy bien educados a quienes ni se oía respirar.
Hay que tener en cuenta que aunque el público ruidosamente irrespetuoso sea minoritario, puede destrozar un concierto. Una minoría es capaz tanto de mermar la calidad de la interpretación, exasperando a los músicos, como de empobrecer la percepción de la música, impidiendo que el resto de los oyentes escuche en paz. Ocurre igual que en un aula de colegiales: cuatro alborotadores son capaces de destrozar diariamente una clase de cuarenta muchachos.
Por tanto, parece que las quejas expuestas tienen fácil solución: todos los oyentes han de permanecer en silencio, respetando a los músicos y al público. Espero que en un futuro la sociedad y los políticos apoyen más la cultura, para que comience a ser normal salir de un concierto diciendo “la interpretación fue magnífica, y el público, asombrosamente educado”.
Leonor Zozaya (Madrid, 1975) es doctora en Historia. En España disfrutó de contratos y becas vinculados al CSIC y a la Universidad Complutense de Madrid, donde fue profesora. Completó su formación con estancias en el extranjero en Cambridge y París. Actualmente es becaria postdoctoral en la Universidad de Coimbra (Portugal). Ha publicado unas cincuenta investigaciones históricas. Es autora de diversos blogs científicos, incluido uno sobre redacción.
[1] Otras críticas pueden leerse en el foro Wagnermanía, en http://www.wagnermania.com/foro/archivo/mensajes.asp?f=wagner&idC=W3904, consultado el 16 de enero, 2016.
[2] Traducción personal de la autora, tomado del poema original: “A Poem./ The Coughers of Cologne/ have joined forces with Cologne Clappers/ and established the Cough and Clap Society/ a non-profit-making organization/ whose aim it is/ to guarantee each concertgoer’s right/ to cough and applaud/ Attempts by unfeeling artists and impresarios /to question such privileges/ have led to a Coughers and Clappers initiative/ Members are required to applaud/ immediately after sublime codas/ and cough distinctly /during expressive silences/ Distinct coughing is of paramount importance/ to stifle or muffle it/ forbidden on pain of expulsion/ Coughers of outstanding tenacity/are awarded the Coughing Rhinemaiden/ a handsome if slightly baroque appendage/ to be worn around the neck/ The C & C’ recent merger/with the New York Sneezers/ and the London Whistlers/ raises high hopes / for Cologne’s musical future”. Alfred Brendell: ‘A Poem’, One Finger Too Many (1988), en http://www.alfredbrendel.com/books.php
[3] Citado por Tomás Garrido: ‘Blanco White y la música’, publicado en Scherzo (2010, nº 248, p. 108, todo en pp. 106-113) y en http://www.tomasgarrido.es/Blanco_White_y_la_musica.html, consultado el 16 de enero, 2016.