El agrimensor de silencios. (Crítica de teatro)

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Noches blancas. De Fiodor Dostoievsky. Dirección: Ángel Gutiérrez. Reparto: María Muñoz. Jaime Adalid.  Teatro de Cámara Chéjov. Madrid. 13-3-2011.

 

Noches blancas (1848) fue la segunda novela que publicó Dostoievski. Fue subtitulada por su autor como “Novela sentimental. (Recuerdos de un soñador)”, y en ella  puede rastrearse el joven nihilismo post-romántico de este admirador de Schiller.

 

Dos extraños -una mujer y un soñador- se encuentran en uno de los muelles de San Petersburgo, en medio de esas noches blancas del norte de Rusia, en que se desdibuja la línea entre la noche y el día; noches misteriosas donde todo es posible. Dostoievsky en realidad trata en su obra de la soledad y la falta de felicidad en la vida de sus protagonistas. El poeta que nunca fue amado, y la bella casquivana noctámbula, que conoce bien a los hombres, y anda enamorada de un mangante que prometió regresar a la ciudad a buscarla, tras dejarla abandonada. “¿Un instante de felicidad no es suficiente para toda una vida?”, es una de las afortunadas frases que contiene esta novela pionera de Dostoievski, antes de que el autor ruso sufriera persecución política, destierro y cautiverio en Siberia; o sitiara su salud la epilepsia.

 

Noches blancas es una obra de juventud, mucho más luminosa que las truculentas historias que pueblan su posterior selva literaria, donde no faltan escenas tan escabrosas como la muerte de su padre, que fue ahogado a base del vodka que le obligaron a ingerir sus siervos, cansados de sus atrabiliarios arrebatos de violencia.  

 

Gutiérrez desnuda la novela del joven Dostoievski, depositando en los diálogos del soñador y la bonita Nástenka, toda la fuerza humana desbordante del león de la literatura rusa. San Petersburgo, la tercera protagonista de la novela, (con cuyas casas el soñador, dialoga), queda evocada en esta representación por un banco callejero, un farol y una baranda; los tres de hierro, como corresponde a los muelles de una ciudad portuaria, construida sobre islas. La luz de las noches blancas inunda el resto de la escena.

 

El Maestro Gutiérrez despliega todo su saber, dirigiendo con total precisión el trabajo de actuación de sus jóvenes intérpretes, la estilizada María Muñoz y el joven Jaime Adalid. Nadie sabe tanto como Ángel Gutiérrez lo que debe durar un silencio en escena. En esta reverberación de presencia sin palabras radica gran parte de la profundidad del trabajo de sus intérpretes.

 

La aparentemente ligera conversación de los protagonistas, va desmadejando -sin esfuerzo- ante el público la historia y la peripecia, cuajada de reflexiones jugosas y desesperanzadas sobre las relaciones humanas.

 

A los grandes fervientes de Dostoievski les parece Noches blancas una novela con poco relieve, comparado con el rugido de Los hermanos Karamazov. Tal vez por eso haya sido elegida por el sabio Ángel Gutiérrez, porque en torno a su sencillez puede desplegarse una sabia lección de madurez escénica. Hay que confiar mucho en el texto, a la par que en la capacidad de evocación poética que despliegan sus intérpretes, para poner en pie esta novela, transformada en una tan sencilla como elocuente pieza dramática.

 

María Muñoz es una actriz singular, posee una personalidad atípica entre las actrices españolas. Consigue hacer creer al público que cualquiera de sus aportaciones personales al personaje, resultan esenciales para el mismo. Viéndola actuar no puede imaginar el público otra Nástenka que no sea la que ella ha construido sobre sí misma. Consigue que lo estrafalario funcione dramática y escénicamente como estilo.

 

El joven Jaime Adalid goza tanto de talento como de presencia escénica. Gutiérrez siempre ha demostrado un gran olfato ala hora de seleccionar a sus intérpretes. Adalid compone con precisa verdad a su personaje de soñador empedernido, dispuesto a dar todo a cambia de nada sin el menor rencor. Su interpretación es en sí misma un concierto de impulsos contenidos.

 

Con gran sentido teatral dosifica Gutiérrez la envolvente y apasionada música rusa del espectáculo. Así como los dos efectos de mayor teatralidad de la representación: una lluvia de pompas de jabón que cae sobre la protagonista;  y un par de optimistas columpios que el director hace descolgar del telar, a la hora del saludo, para compensar el amargo final de la historia.

 

El público que llenaba la sala, aplaudió continuadamente a los intérpretes, premiando un trabajo artístico tan bien realizado como bien servido, siempre en beneficio e interés del respetable.

 

Juan Antonio VIZCAÍNO