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Mientras tantoEl agujero de Dickinson

El agujero de Dickinson

 

Recluida en su habitación por voluntad propia durante más de una década, se sabe poco de la persona que fue Emily Dickinson. Se sabe, por ejemplo, que sólo en una ocasión decidió abandonar su habitación durante su particular exilio con motivo de la creación de una nueva iglesia que deseaba conocer, lo que hizo en mitad de la noche alejada de miradas ajenas que tuvieran ocasión de cruzarse con la suya.

 

Podría decirse que su obra resulta tan extravagante como la autora si no fuera porque, dejando a un lado el misterio que encierra el carácter autobiográfico de todo intimismo poético, la poesía de Emily Dickinson acerca los abismos vitales al infortunio de estar vivo. “No hay droga para la Conciencia que sea– alternativa de la muerte” [aquí y en líneas posteriores en la traducción de Amalia Rodríguez Monroy].

 

Lo que tiene de existencial lo compensa con la sencillez de una naturaleza casi primitiva, infantil, como pudo ser su inteligente personalidad asocial. Más allá de no desear que otros la rodeen, parecen importunarle los extraños que atacan su escasa vitalidad sin motivo alguno sacándola de un estado contemplativo. “Morir –es el Galardón de la Vida- preferible que sea de una vez –y no morir a medias –recuperarse luego para un Eclipse más consciente-“. Quizás por ello su agujero consistiera en la necesaria madriguera que todo escritor necesita. (Estos versos recuerdan a los de Sylvia Plath: “Qué desperdicio aniquilarse cada década”). Cabe pensar que, llegado el momento, sin embargo, el refugio se vuelva tumba del que la habita y candado de toda escritura, ya que ésta requiere del soplo vital que es la experiencia.

 

Vivir la vida como la suma lentísima de momentos caducos inexpresivos y vivir los otros, los que merecen la pena, como la sublime crecida de un río bajo el monzón. Algo de eso queda en las palabras de Dickinson. No es ver pasar los días en rutinaria inactividad aunque lo sea. Es sentir la cólera de cada fibra viva de tu ser que apenas se mantiene. Es derrumbarse, y “derrumbarse no es Acto de un instante sino pausa fundamental”, por eso sigue: “Los procesos de Dilapidación son Desmoronamientos organizados”. Se entiende en tanto la reserva de los actos, de los pensamientos, de las voces.

 

No es la de Dickinson una estancia como la de Kahlo, ambas aisladas por motivos distintos. Todo artista puede y debe exorcizar los demonios que le persiguen, artísticos y de los otros, a través de su obra; si no, apenas cuenta para nadie, apenas es arte humanizado. (“El hombre no tiene naturaleza, sólo tiene historia”, en palabras de Ortega). La estancia de Frida Kahlo está colmada de su amor y su dolor (acaso la misma cosa), gemelos poderosos que apabullan con su sola mención. Los de Dickinson, su amor y, sobre todo, su dolor, son otra cosa; dolores silenciosos de los que te clavan el verso cuando menos lo piensas, y terminan como éste: “… hasta que el musgo hubo alcanzado nuestros labios – Y cubierto- nuestros nombres”. Las paredes de la estancia de Dickinson son más cercanas, en cierto modo, a las de Virginia Woolf. A diferencia de Frida Kahlo, quien convive con el dolor de la muerte, Dickinson y Woolf parecen compartir el dolor de la vida, si bien en Emily Dickinson se aprecia la muerte como un final honorable y en Virginia Woolf como el tormentoso camino hacia un final que busca el alivio.

 

Cada estancia, cada verso, es un agujero. El de Emily Dickinson, si bien oscuro, responde a una clara lucidez apagada; perdura como la mecha de una vela recién soplada que aún se niega a consumirse; permanece en la “cierta inclinación de la luz- tardes de invierno”.

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