Leo con asombro la noticia anunciando que en el Festival de Cine en
San Sebastián este año la Federación Internacional de Críticos de Cine
entregará su galardón Gran Prix, para la mejor película del año, a ‘El árbol de
la vida’, dirigida por Terrence Malick.
Mi esperanza, una no fundada en la realidad seguramente, es que la
intención es premiar a la obra en conjunto de Malick, a la suma de sus cinco
películas. Mi temor es que va, como proclama, a ésta película en particular.
Esto lo digo siendo un gran admirador de él. Creo que es, sencillamente, el
mejor director de cine vivo.
Pero esta última película es un desastre, una tremenda decepción, un
ejemplo clásico de lo que le puede pasar a un genio con grandes ideas – en cine
especialmente – cuando el proyecto parte de un guión suyo y personal juntado al
poder de hacer lo que le da la gana.
Hasta esta película su metodología tan singular: el uso de un voz en
off, un montaje más poético que puramente narrativo, y unos movimientos de
cámara deliciosamente repartidos entre cámara fija y un stedicam mariposal – ha
sido empleado al servicio de unas historias más o menos convencionales. Una
pareja de psicópatas va por el medioeste de los Estados Unidos matando por
doquier (Badlands, 1973). Un triangulo amoroso mezclado con una lucha de clases
escenificado en el mundo agrícola en Tejas al principios del siglo XX (Days of
Heaven, 1978). Una batalla para conquistar una isla en el Pacifico durante la
Segunda Guerra mundial (The Thin Red Line, 1998). Y – llegando a su limite más
exquisito – la historia de Pocahantas y el Capitan John Smith (The New World,
2005).
El genio de Malick es el genio de un músico que sabe a la perfección
como manejar los múltiples y complicados retos del contratiempo. Pero en ‘El
árbol de la vida’ el método come a si mismo y la poesía, casi siempre ejemplar
en su obra, se derrumba en una avalancha de sentimentalismo barato. Cuando leí
el argumento casi me frotaba las manos. La idea de casar contemplaciones sobre
los orígenes de la vida con una historia de una familia cotidiana en un pueblo
Tejano me parecía absolutamente genial. Pero el resultado es un horror, un
ejercicio de vanidad embarazoso, tanto que choca. Las frases sueltas y pseudos
místicas en off que oíamos en los pensamientos de los soldados a lo largo de ‘The
Thin Red Line’ añadían algo conmovedor y profundo sin que supiéramos porque. En
esta película se transforman en una manta pringosa y sofocante. El final de la
película a mí me daba vergüenza ajena.
No sería mal que Malick dejara otra vez más a su feudo en Tejas y que
volviese a vivir en Paris. Que coja otro descanso de diez años si haga falta. O
quizas, y vaya estupidez sería – ha visto de pronto ‘la luz’ y ahora quiere
convertirnos, machacarnos con ello. En la creación es mejor casi siempre cuando
la mano izquierda no sabe muy bien lo que hace la mano derecha. En esta
película – y que sea una rara excepción en su trayecto profesional por favor (y
por eso molesta tanto que la Federación Internacional de Críticos de Cine ha decidido
aprobarla) – las dos manos de Malick están perfectamente coordinadas y tienen
la misma intención, la de estrangularnos con tonterías.
En cierto modo ha sido Malick quien a recogido el Excalibur de Stanley
Kubrick, en el sentido de que es el único director norteamericano capaz de
hacer cine independiente y muy a su manera con un lienzo grande y con la
bendición – aunque sea con la boca chica – de los estudios tradicionales. A
Kubrick le pasó la desgracia (relativa) de que su última película – ‘Eyes Wide
Shut’ – fue/es una vergüenza – un error cometido por un gran caballero del cine
en plan viejo verde a quien, creo yo, y a pesar de sus exigencias tan
maniáticos de siempre, le daba igual el resultado. Pero el público, menos mal,
se queda con la maravilla de su gran obra extraordinaria y así será hasta que
el sol se apaga. Ojalá que esta última película de Terrence Malick sea su ‘Eyes
Wide Shut’, pero con muchos años por delante para que siga, con un criterio
recuperado y ferozmente duro, ejerciendo su arte.