El corazón del desierto

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Mi amigo M. tiene una inteligencia sencilla y pragmática. Lo conozco desde hace más de veinticinco años y nunca ha tenido que preocuparse por el dinero. Le sale por las orejas. Por eso me resulta más admirable esa irrefrenable atracción que siente por los lugares sórdidos y desconocidos, frecuentados por camioneros cincuentones con el vientre hinchado por la cerveza. A mí esos sitios me repatean. No quiero ni acercarme a la puerta porque me deprimen más que una tarde de domingo lluviosa. Hacía tiempo que no nos veíamos pero él estaba perfectamente enterado por amigos comunes de que yo pasaba una mala racha personal y laboral. Peor aún, me dolía el alma… Ya sabes a qué me refiero querido lector, a esa especie de desgarro profundo que va del corazón a la boca del estómago y que no te deja tragar bocado. Es exactamente ahí donde reside el alma. No esa patraña que se inventó Descartes según la cual lo más intangible de nosotros se aloja en la glándula pineal, muy cerca del cerebelo. No, el alma reside en la boca del estómago. Y si no es ahí, entonces está en los cojones.

Quedé en Madrid con M. en la misma Plaza de Colón, al lado del cajero automático que mueve más dinero en toda España y él tiró de tarjeta. Desde ahí, un breve paseo hasta el paraíso… Aquello no tenía nada que ver con los lugares que suele frecuentar y me soltó a bote pronto una de esas perlas producto de su preclara inteligencia: «¿Ves Zar? Esto es el mundo al revés, en vez de entrarle tú a a las tías, ellas te entran a ti». Estaban todas buenísimas, las besaba y las manoseaba y ellas se dejaban… ¡No eran hologramas!

De repente vi a una chica alta, guapa, de pelo rizado muy negro, ojos color azabache, tez morena, con unos pantalones vaqueros claros que parecían pintados sobre su cuerpo y una camisa blanca. Nunca he visto a nadie que le sentara tan bien unos pantalones. Me acerqué a hablar con ella (por supuesto no me atreví a ponerle la mano encima) y ella me miró con indiferencia. Fui todo lo educado y cortés que pude y supe (que no es mucho), pero ella me espetó a la cara. «¿Qué te crees, que porque soy puta tengo que hablar contigo?» Yo me quedé helado. Empecé a frecuentar ese sitio y a seguirla hasta otros como Fortuny, de lo más pijo de Madrid. La miraba entre la gente sin que ella se percatara y siempre era la más guapa del lugar. Nadie podría imaginarse en qué y en dónde trabajaba. 

Volví a ese club muchas veces y, después de insistir e insistir, logré trabar amistad con ella. Se llamaba, y se llama, Sarah. Había nacido en el Sahara, en algún lugar perdido entre Marruecos y Argelia, y llevaba las dunas del desierto clavadas en el alma. Por fin un día se rindió a mis encantos, y a mi dinero. Me besó como nunca besa una puta porque me metió la lengua hasta la garganta. Me sentí deseado, amado, complacido. Me lo comió todo y se lo tragó todo. Lo hizo con destreza, con cariño, con pasión, con sentido del equilibrio. Sabe chupar como muy pocas porque tiene el sentido justo de la colocación, de la intensidad y del recorrido. En ese momento supe que el sexo es lo más bonito que el dinero puede comprar.

Un buen día, poco después de esa experiencia, M. me dijo: «¿Sabes qué es lo mejor de las putas, Zar? Saber que siempre están ahí».

Se me pasó la depresión… ¿Ves lector como yo también tengo mi corazoncito?

P.D. El local de marras está en pleno centro de Madrid. La entrada cuesta 23 euros con consumición incluida. Sobre los otros servicios no tengo nada que decirte. Tendrás que descubrirlos tú.